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Hubo una época en la que Myron se angustiaba por lo que Win había hecho. Hubo un tiempo en el que habría manifestado su oposición moral. Daba a su viejo amigo largos y complicados discursos sobre la inviolabilidad de la vida y los peligros de ser un vigilante y todo eso. Win le miraba y soltaba tres palabras.

Ellos o nosotros.

Win probablemente podría haber alargado las «tablas» un minuto o dos más. Los Gemelos y él podrían haber llegado a un acuerdo. Os vais, nos vamos, nadie sale herido. Algo así. Pero eso no iba a pasar.

Los Gemelos ya estaban muertos en cuanto Win entró en escena.

La peor parte era que Myron ya no sentía nada por eso. Se lo sacudía de encima. Y cuando empezó a sentirse así, cuando supo que matarlos era lo más prudente y sus ojos ya no le obsesionarían durante la noche…, fue cuando supo que había llegado la hora de dejarlo. Rescatar personas, moverse en esa línea tenue entre el bien y el mal te iba despojando poco a poco del alma.

O puede que no.

Tal vez moverse en esa línea, ver al otro lado de ella te hacía más realista. El hecho es que un millón de Orville, el Profesor de Arte o Jeb el Lazos no valían la vida de un solo inocente, de una Brenda Slaughter, una Aimee Biel o una Katie Rochester, o, en el extranjero, la vida de su hijo soldado, Jeremy Downing.

Sentir esto puede parecer amoral, pero era así. También aplicaba esta forma de pensar a la guerra. En sus momentos más sinceros, en los que no se atrevía a hablar en voz alta, Myron no se angustiaba mucho por los civiles que se buscaban la vida en algún desierto dejado de la mano de Dios. No le importaba que obtuvieran la democracia y la libertad, que sus vidas mejoraran. Lo que le importaba de verdad eran los chicos como Jeremy. Que maten a cien, a mil del otro bando, si es necesario. Pero que nadie haga daño a mi hijo.

Myron se sentó frente a Rochester.

– No le he mentido. Intento localizar a Aimee Biel.

Rochester sólo le miró.

– ¿Sabe que las dos chicas usaron el mismo cajero?

Rochester asintió.

– Tiene que haber una razón para que lo hicieran. No es una coincidencia. Los padres de Aimee no conocen a su hija. Tampoco creen que la conozca Aimee.

Por fin Rochester habló.

– Pregunté a mi esposa y a mis hijos -dijo en voz baja-, y no creían que Katie conociera a Aimee.

– Pero las dos chicas iban al mismo instituto -dijo Myron.

– Es un instituto muy grande.

– Hay una relación. Tiene que haberla. La estamos pasando por alto. Necesito que usted y su familia se pongan a buscar esa relación. Pregunten a los amigos de Katie. Busquen entre sus cosas. Algo vincula a su hija y Aimee. Si lo descubrimos, estaremos más cerca.

– No va a matarme -dijo Rochester.

– No.

Sus ojos se movieron hacia arriba.

– Su amigo hizo lo que debía. Matar a los Gemelos, quiero decir. De haberlos dejado marchar, habrían torturado a su madre hasta que hubiera maldecido el día que le parió.

Myron decidió no hacer comentarios.

– Fue una estupidez contratarlos -dijo Rochester-. Pero estaba desesperado.

– Si busca mi perdón, váyase a la mierda.

– Sólo quiero que lo entienda.

– No quiero entender -dijo Myron-. Quiero encontrar a Aimee Biel.

Myron tuvo que ir a urgencias. El médico miró el mordisco de su pierna y meneó la cabeza.

– Por Dios, ¿es que le ha atacado un tiburón?

– Un perro -mintió Myron.

– Debería matarlo.

– Ya está hecho -intervino Win.

El médico lo suturó y después lo vendó, lo cual dolió de mala manera. Dio antibióticos a Myron y algunos analgésicos para el dolor. Cuando se marcharon, Win se aseguró de que Myron todavía llevara la pistola. La llevaba.

– ¿Quieres que me quede? -preguntó Win.

– Estoy bien. -El coche aceleró en Livingston Avenue-. ¿Te has deshecho de esos dos?

– Para siempre.

Myron asintió. Win le miró a la cara.

– Les llaman los Gemelos -dijo Win-. El mayor, el del lazo, te habría mordido primero los pezones. Así es como se calientan. Primero un pezón y después el otro.

– Entiendo.

– ¿No me das un sermón por pasarme?

Myron se palpó el pecho.

– Me gustan mucho mis pezones.

Era tarde cuando Win le dejó en casa. Cerca de la puerta Myron encontró el móvil en el suelo, donde había caído. Miró el identificador de llamadas. Había un montón de llamadas perdidas, casi todas del trabajo. Estando Esperanza en Antigua de luna de miel, debería haber estado localizable. Pero era demasiado tarde para preocuparse por eso.

Ali también le había llamado.

Hacía un siglo le había dicho que pasaría a verla esa noche. Habían bromeado sobre la «siesta» tardía que harían juntos. Caramba, ¿era posible que hubiera sido hoy?

Dudó en esperar a la mañana siguiente, pero Ali podía estar preocupada. Además, sería agradable, realmente agradable, oír la calidez de su voz. Lo necesitaba, en ese día enloquecedor, agotador y doloroso. Le dolía todo. La pierna no paraba de palpitar.

Ali contestó al primer timbre.

– Myron.

– Eh, espero no haberte despertado.

– Ha venido la policía.

Su voz no era cálida.

– ¿Cuándo?

– Hace unas horas. Querían hablar con Erin. Sobre una promesa que las chicas te hicieron en el sótano.

Myron cerró los ojos.

– Maldita sea. No quería involucrarla en esto.

– Por cierto, confirmó tu versión.

– Lo siento.

– He llamado a Claire. Me ha contado lo de Aimee. Pero no lo entiendo. ¿Por qué les hiciste prometer algo así a las chicas?

– ¿Que me llamaran?

– Sí.

– Las oí hablar de que habían ido en coche con un chico borracho. No quería que volvieran a hacerlo.

– Pero ¿por qué tú?

Él abrió la boca, pero no le salió nada.

– Quiero decir que conociste a Erin ese día. Fue la primera vez que hablaste con ella.

– No fue planeado, Ali.

Hubo un silencio. A Myron no le gustó.

– ¿Estamos bien? -preguntó.

– Necesito un poco de tiempo después de esto -dijo ella.

Myron sintió un vuelco en el estómago.

– Myron.

– Bueno -dijo él, arrastrando la palabra-, supongo que no hay otra oportunidad para la siesta.

– No es momento para bromas.

– Lo sé.

– Aimee ha desaparecido. La policía ha venido y ha interrogado a mi hija. Para ti puede que sea rutinario, pero no es mi caso. No te echo la culpa, pero.

– ¿Pero?

– Es que… necesito tiempo.

– Necesito tiempo -repitió Myron-. Eso suena muy parecido a lo de «necesito espacio».

– Ya estás bromeando otra vez.

– No, Ali, no.

25

Había una razón por la que Aimee Biel había querido que la dejara en aquel callejón.

Myron se duchó y se puso unos pantalones de chándal. Los otros estaban llenos de sangre. La suya. Se acordó de una frase de Seinfeld sobre los anuncios de detergente que dicen que sacan las manchas de sangre, y que, si tienes manchas de sangre en la ropa, la colada no es tu principal preocupación.

La casa estaba en silencio, exceptuando los ruidos habituales. Cuando era pequeño y estaba solo por las noches, los ruidos le daban miedo. Ahora le acompañaban, ni le apaciguaban ni le alarmaban. Podía oír un ligero eco mientras cruzaba el suelo de la cocina. El eco sólo se producía cuando estaba solo. Pensó en eso. Pensó en lo que había dicho Claire, que traía violencia y destrucción, en por qué no se había casado.

Se sentó solo a la mesa de la cocina de su casa vacía. No era la vida que había planeado.

«El hombre planea y Dios dispone.»

Meneó la cabeza. Cuánta razón.

Ya basta de compasión, pensó Myron. Lo de «planear» le devolvió a la realidad. A saber: ¿qué planeaba Aimee Biel?

Había una razón para que hubiera elegido aquel cajero. Y había una razón para que hubiera elegido aquel callejón sin salida.

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