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– Seguramente no tiene batería.

– Seguramente.

– Siempre se olvida de cargarlo -dijo, meneando la cabeza-. ¿En casa de quien dormía? La de Steffi, ¿no?

– Stacy.

– Sí, eso. Podríamos llamar a casa de Stacy.

– ¿Por qué?

– Quiero que vuelva a casa. Tiene que terminar un trabajo para el jueves.

– Es domingo. Acaban de admitirla en la universidad.

– ¿Y crees que es el momento de relajarse?

Claire le pasó el inalámbrico.

– Llama tú.

– Bien.

Le dio el número. Él marcó los dígitos y se puso el teléfono junto a la oreja. Al fondo, Claire oía reír a sus hijas pequeñas. Entonces una gritó: «¡No es verdad!». Cuando descolgaron el teléfono, Erik se aclaró la garganta.

– Buenas tardes, soy Erik Biel, el padre de Aimee Biel. Me gustaría hablar con ella si está aquí.

Su cara no cambió. Su voz no cambió. Pero Claire vio que apretaba más fuerte el teléfono y sintió que algo se hundía muy dentro de su pecho.

12

Myron tenía dos pensamientos semicontradictorios sobre Miami. Uno, el tiempo era tan hermoso que podría haberse ido allí. Dos, el sol… Hacía demasiado sol. Todo era demasiado brillante. Incluso en el aeropuerto tuvo que entornar los ojos.

Eso no era un problema para los padres de Myron, los queridos Ellen y Al Bolitar, que llevaban enormes gafas de sol que se parecían sospechosamente a gafas de soldador, pero sin tanto estilo. Le esperaban los dos en el aeropuerto. Él les había pedido que no fueran, que ya tomaría un taxi, pero su padre había insistido: «¿No te recojo siempre en el aeropuerto? ¿Recuerdas cuando volviste de Chicago después de aquella tormenta?».

– De eso hace dieciocho años, papá.

– ¿Y qué? ¿Crees que he olvidado el camino?

– Eso fue en el aeropuerto de Newark.

– Dieciocho minutos, Myron.

Myron cerró los ojos.

– Me acuerdo.

– Dieciocho minutos exactamente.

– Me acuerdo, papá.

– Eso es lo que tardé en ir de casa a la Terminal A del aeropuerto de Newark. Lo cronometré, ¿recuerdas?

– Lo recuerdo, sí.

Y ahí estaban los dos, con bronceados y manchas de vejez recientes. Cuando Myron bajó la escalera, su madre se acercó rápidamente y abrazó a su hijo como si fuera un prisionero de guerra de vuelta a casa en 1974. Su padre se quedó atrás sonriendo con satisfacción. Myron abrazó a su madre. Le pareció más pequeña. Eso era lo que sucedía en Miami. Tus padres se marchitaban y encogían y oscurecían, como cabezas menguantes gigantes.

– Vamos a por tu equipaje -dijo su madre.

– Lo tengo aquí.

– ¿Eso es todo? ¿Una bolsa?

– Sólo me quedo una noche.

– Aun así.

Myron la miró a la cara y después le miró las manos. Cuando vio que el temblor era más acusado, sintió una punzada en el pecho.

– ¿Qué? -dijo ella.

– Nada.

Su madre sacudió la cabeza.

– Siempre has sido un mal mentiroso. ¿Recuerdas aquella vez que Tina Ventura y tú dijisteis que no pasaba nada? ¿Crees que no lo sabía?

Primer año en el instituto. Pregunta a tus padres qué hicieron ayer y no se acordarán. Pregúntales cualquier cosa de su juventud, y es como si vieran las reposiciones por las noches.

Myron levantó las manos como si se rindiera.

– Me has pillado.

– No te hagas el listo. Y eso me recuerda…

Se acercaron al padre. Myron le besó en la mejilla. Siempre lo hacía. Nunca eres demasiado mayor para eso. La piel estaba más suelta. El aroma a Old Spice seguía allí, pero más débil de lo normal. Había algo más, otro olor, y Myron pensó que era el olor a viejo. Fueron hacia el coche.

– A ver si adivinas a quien me encontré -dijo su madre.

– ¿A quién?

– A Dotte Derrick. ¿Te acuerdas de ella?

– No.

– Por supuesto que sí. Tenía aquella cosa, aquel como-se-llame, en el patio.

– Ah, sí. Ella. Con aquella cosa.

No tenía ni idea de a quién se refería, pero así era más fácil.

– Bueno, el caso es que vi a Dotte el otro día y nos pusimos a hablar. Ella y Bob se mudaron aquí hace cuatro años. Tienen una casa en Fort Lauderdale, pero Myron, es horrible. No se le ha hecho ninguna reforma. Al, ¿cómo se llama ese sitio de Dotte? Sunshine Vista, o algo así, ¿no?

– ¿Qué más da? -dijo su padre.

– Gracias por la ayuda. En fin, ahí es donde vive Dotte. Y es un lugar espantoso. Está hecho polvo. Al, ¿a que la casa de Dotte está hecha polvo?

– Al grano, El -dijo su padre-. Ve al grano.

– Ya voy, ya voy. ¿Por dónde iba?

– Dotte no sé qué -dijo Myron.

– Derrick. Te acuerdas de ella, ¿no?

– Muy bien -dijo Myron.

– Bien, bien. En fin, Dotte todavía tiene primos en el norte. Los Levine. ¿Te acuerdas de ellos? No hay razón para que los hayas olvidado. En fin, uno de los primos vive en Kasselton. Sabes dónde está Kasselton, ¿no? Jugabas contra ellos en el instituto…

– Sé dónde está Kasselton.

– No te pongas así.

Su padre abrió los brazos desesperado.

– Al grano, El. Ve al grano.

– Vale, perdona. Tienes razón. Cuando tienes razón, tienes razón. Así que para abreviar…

– No, El, tú jamás has abreviado nada -dijo su padre-. Vaya, tú conviertes una historia corta en larga. Pero jamás, jamás has abreviado una historia.

– ¿Puedo decir algo, Al?

– Como si alguien pudiera detenerte. Como si una ametralladora o un tanque del ejército pudieran detenerte.

Myron no pudo evitar sonreír. Señoras y señores, les presento a Ellen y Alan Bolitar, o, como solía decir mamá: «Somos El Al, ya sabes, como las líneas aéreas israelíes».

– Bueno, en fin, estaba hablando de Dotte de esto y aquello. Ya sabes, lo normal. Los Ruskin se mudaron. Gertie Schwartz tuvo piedras. Antonietta Vitale, que es una preciosidad, se casó con un millonario de Montclair. Ese tipo de cosas. Y entonces Dotte me dijo… Dotte me dijo, por cierto, no me lo dijiste tú, Dotte me dijo que estás saliendo con una mujer.

Myron cerró los ojos.

– ¿Es verdad?

Él no dijo nada.

– Dotte dijo que salías con una viuda con seis hijos.

– Dos hijos -dijo Myron.

Su madre se paró y sonrió.

– ¿Qué?

– Te pillé.

– ¿Eh?

– Si hubiera dicho dos hijos, tú lo habrías negado. -Su madre agitó un dedo triunfal-. Pero sabía que si decía seis, reaccionarías. Así que te he pillado.

Myron miró a su padre. Él se encogió de hombros.

– Ha visto mucho a Matlock últimamente.

– ¿Hijos, Myron? ¿Sales con una mujer con hijos?

– Mamá, voy a decir esto lo más amablemente posible: déjalo ya.

– Escúchame, listillo. Cuando hay niños por medio, no puedes ir a lo tuyo alegremente. Debes pensar en las repercusiones que puede tener para ellos. ¿Entiendes lo que te quiero decir?

– ¿Entiendes tú lo que significa «déjalo ya»?

– Bien, haz lo que te dé la gana. -Y se rindió burlonamente. A tal palo, tal astilla-. ¿Qué más me da?

Siguieron caminando: Myron en medio, su padre a la derecha, su madre a la izquierda. Siempre caminaban así. Ahora caminaban más despacio. Eso no le preocupó mucho. Estaba más que dispuesto a reducir el paso para adaptarse al de ellos.

Fueron en coche al piso y aparcaron en su plaza. Su madre cogió a propósito el camino largo junto a la piscina para poder presentar a Myron a la aturdidora variedad de propietarios de pisos. Su madre no cesaba de decir: «¿Recuerdas a mi hijo?» y Myron fingía recordarles a ellos. Algunas mujeres, muchas de más de setenta años, estaban en muy buena forma. Como advertían a Dustin Hoffman en El graduado: «Plástica». Sólo que diferente. Myron no tenía nada contra la cirugía estética, pero pasada cierta edad, por discriminatorio que fuera, le daba escalofríos.

También el piso era demasiado brillante. Se diría que con la edad deseas menos luz, pero no. Sus padres, de hecho, se dejaron las gafas de soldador puestas durante cinco minutos. Su madre le preguntó si tenía hambre. Myron fue lo bastante prudente para decir que sí. Ella ya había pedido una fuente de bocadillos calientes de ternera -la cocina de su madre sería cualificada de inhumana en Guantánamo- a un local llamado Tony's, que era «igual que los de nuestra charcutería» en casa.

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