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Comieron y charlaron, y su madre intentó limpiar los pedacitos de col que se pegaban a las comisuras de la boca de su padre, pero le temblaba demasiado la mano. Myron miró a su padre a los ojos. El Parkinson de su madre estaba empeorando, pero no querían hablar de ello con Myron. Se hacían viejos. Su padre llevaba un marcapasos. Su madre tenía Parkinson. Pero su primer deber seguía siendo proteger a su hijo de todo ello.

– ¿A qué hora tienes que irte a tu reunión? -preguntó la madre.

Myron miró su reloj.

– Ahora.

Se despidieron, besándose y abrazándose otra vez. Cuando se marchó, se sintió como si estuviera abandonándoles, como si ellos se quedaran enfrentándose solos al enemigo mientras él se iba sano y salvo. Tener padres mayores era absorbente, pero como le había dicho Esperanza, que había perdido a ambos padres joven, era mejor que la alternativa.

Una vez en el ascensor, Myron miró su móvil. Aimee todavía no le había devuelto las llamadas. Volvió a probar a llamarla y no se sorprendió de oír el contestador. Basta, pensó. La llamaría a casa. A ver qué pasaba.

Le llegó la voz de Aimee: «Lo prometiste…»

Marcó el número de la casa de sus padres. Respondió Claire.

– Diga.

– Hola, soy Myron.

– Hola.

– ¿Qué pasa?

– No mucho -dijo Claire.

– He visto a Erik esta mañana -vaya, ¿era posible que fuera esa mismo día?- y me ha dicho que habían aceptado a Aimee en Duke. Sólo quería felicitarla.

– Sí, gracias.

– ¿Está aquí?

– No, ahora mismo no.

– ¿Puedo llamarla después?

– Sí, claro.

Myron cambió de táctica.

– ¿Va todo bien? Pareces un poco distraída.

Iba a decir algo más pero las palabras de Aimee -«Me prometiste que no se lo dirías a mis padres»- flotaban en su mente.

– Estoy bien -dijo Claire-. Mira, tengo que dejarte. Gracias por escribir la carta de recomendación.

– No fue nada.

– Fue mucho. Los chicos en el cuarto y el séptimo puesto de su clase solicitaron la admisión y los han rechazado. Supuso la diferencia.

– Lo dudo. Aimee es una gran candidata.

– Puede, pero gracias igualmente.

Se oyó un gruñido de fondo. Parecía Erik.

En su mente volvió a oír decir a Aimee: «Las cosas no van muy bien en casa ahora mismo». Myron pensó en intentar algo más, otra pregunta quizá, pero Claire colgó.

A Loren Muse le había tocado otro nuevo caso de homicidio: doble homicidio, de hecho, dos hombres muertos a tiros frente a un club de East Orange. Se decía que las muertes eran por encargo de John «El fantasma» Asselta, un famoso asesino a sueldo que había nacido y crecido en la zona. Asselta había estado tranquilo los últimos años. Si había vuelto, iban a estar muy ocupados.

Repasaba el informe de balística cuando sonó su línea privada. Lo cogió y dijo:

– Muse.

– Adivina.

Ella sonrió.

– Lance Banner, viejales. ¿Eres tú?

– Soy yo.

Banner era un policía de Livingston, Nueva Jersey, el pueblo donde los dos habían crecido.

– ¿A qué debo este placer?

– ¿Sigues investigando la desaparición de Katie Rochester?

– La verdad es que no -dijo ella.

– ¿Por qué no?

– Primero, no hay indicios de violencia. Segundo, Katie Rochester tiene más de dieciocho años.

– Apenas.

– Ante la ley, dieciocho es como si fueran ochenta. Así que oficialmente no hay una investigación en marcha.

– ¿Y extraoficialmente?

– He visto a una doctora llamada Edna Skylar.

Le contó la historia de Edna, utilizando casi las mismas palabras que había utilizado cuando se lo había contado a su jefe, el fiscal del condado Ed Steinberg. Steinberg la había escuchado un buen rato hasta que concluyó como era de prever: «No tenemos recursos para investigar algo con tan baja prioridad».

Cuando terminó, Banner preguntó:

– ¿Cómo te asignaron el caso al principio?

– Como te he dicho, no había caso, en realidad. Es mayor de edad, no hay indicios de violencia, ya sabes cómo va. Así que no asignaron a nadie. También es cuestionable la jurisdicción. Pero el padre, Dominick, armó mucho jaleo con la prensa, seguramente ya lo viste, y conocía a alguien que conocía a alguien, y eso condujo a Steinberg…

– Y eso condujo hasta ti.

– Eso mismo. La palabra clave es «condujo». En pasado.

Lance Banner preguntó:

– ¿Me puedes dedicar diez minutos?

– ¿Has oído hablar del doble homicidio en East Orange?

– Sí.

– Lo llevo yo.

– ¿Como en presente?

– Tú lo dices.

– Me lo imaginaba -dijo Banner-. Por eso sólo te pido diez minutos.

– ¿Es importante? -preguntó ella.

– Digamos… -se calló, buscando la palabra- que es muy raro.

– ¿Y tiene que ver con la desaparición de Katie Rochester?

– Diez minutos máximo, Loren. Sólo te pido diez minutos. Qué demonios, me conformo con cinco.

Loren miró el reloj.

– ¿Cuándo?

– Estoy en el vestíbulo de tu edificio ahora mismo -dijo él-. ¿Puedes buscar una sala?

– ¿Para cinco minutos? Vaya, tu esposa no bromeaba con lo de tu entusiasmo en la cama.

– Sigue soñando, Muse. ¿Oyes ese ding? Estoy subiendo al ascensor. Busca una sala ya.

Lance Banner, el detective de la policía de Livingston, llevaba un corte militar. Tenía rasgos grandes y una constitución que hacía pensar en ángulos rectos. Loren le conocía desde la escuela elemental y todavía no lograba quitarse de la cabeza esa imagen, cómo era entonces. Es lo que pasa con las personas que conociste de pequeño. Siempre los ves como párvulos.

Loren le vio vacilar al entrar, como si no supiera cómo saludarla: un beso en la mejilla o un apretón de manos más profesional. Ella se adelantó y se acercó a besarle en la mejilla. Estaban en una sala de interrogatorios, y los dos se dirigieron a ocupar la silla del interrogador. Banner se dio cuenta, levantó ambas manos y se sentó frente a ella.

– Tal vez deberías leerme mis derechos -dijo.

– Esperaré a tener suficiente para un arresto. ¿Qué tienes sobre Katie Rochester?

– No hay tiempo para charlas banales, ¿eh?

Ella se limitó a mirarle.

– Vale, vale, al grano entonces. ¿Conoces a una mujer llamada Claire Biel?

– No.

– Vive en Livingston -dijo Banner-. Se llamaba Claire Garman cuando éramos pequeños.

– No me acuerdo.

– Era mayor que nosotros. Cuatro o cinco años probablemente. -Se encogió de hombros-. Lo he comprobado.

– Ajá -dijo Loren-. Hazme un favor, Lance. Finge que soy tu esposa y ahórrame los preliminares.

– Vale, allá va. Me ha llamado esta mañana. Claire Biel. Su hija se fue anoche y no ha vuelto.

– ¿Cuántos años tiene?

– Acaba de cumplir dieciocho.

– ¿Algún indicio de juego sucio?

Él puso cara de estarlo pensando y después dijo:

– Todavía no.

– ¿Y?

– Normalmente esperamos un tiempo. Como dijiste tú por teléfono, es mayor de edad y no hay indicios de violencia.

– Como con Katie Rochester.

– Sí.

– ¿Pero?

– Conozco un poco a los padres. Claire iba a la escuela con mi hermano mayor. Viven en el mismo barrio. Están preocupados, por supuesto. Pero la verdad es que se imaginan que la chica está por ahí haciendo el tonto. La aceptaron en la universidad el otro día. Irá a Duke. Su primera elección. Fue a celebrarlo con unos amigos. Ya sabes a qué me refiero.

– Lo sé.

– Pero yo he pensado que no haría ningún daño echar un vistazo. Así que he hecho lo más fácil. Para contentar a los padres, para que sepan que su hija…, se llama Aimee, por cierto, que Aimee está bien.

– ¿Y qué has hecho?

– He investigado su tarjeta de crédito para ver si había pagado algo o había utilizado un cajero.

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