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No parecían peligrosos. Jeb llevaba un lazo y una americana esmoquin. Orville vestía al estilo Woodstock: cola de caballo, pelo facial desaliñado, gafas de sol oscuras y una camisa teñida a mano. Se quedaron en el coche observando a Myron.

Jeb se puso a cantar, como siempre, mezclando la letra inglesa con su versión española. En esta ocasión era «Message in a Bottle» de The Police.

– «I hope that someone gets my, I hope that someone gets my, I hope that someone gets my, mensaje en una botella…»

– Me gusta ésa, tío -dijo Orville.

– Gracias, mi amigo.

– Tío, si fueras más joven podrías salir en American Idol. Esa cosa española. Les chiflarías. Incluso a ese juez Simon que lo detesta todo.

– Me encanta Simon.

– A mí también. El tío está que se sale.

Myron se metió en su coche.

– A ver, ¿tú qué crees que hacía en esa casa? -preguntó Orville.

– «You ask me if our love would grow, yo no sé, yo no sé.»

– Es de los Beatles, ¿no?

– Premio.

– Y yo no sé, «I don't know».

– Premio otra vez.

– Tope. -Orville miró el reloj del coche-. ¿Deberíamos llamar a Rochester para informarle?

Jeb se encogió de hombros.

– Podríamos.

Myron Bolitar arrancó el coche. Le siguieron. Rochester contestó al segundo timbre.

– Ha salido de la casa -dijo Orville.

– Seguidle -dijo Rochester.

– Es su dinero -dijo Orville encogiéndose de hombros-. Pero creo que es perder el tiempo.

– Podría daros la pista de dónde tiene a las chicas.

– Si le cogemos ahora, nos dará todas las pistas que tenga.

Hubo un momento de duda. Orville sonrió y le hizo a Jeb una señal con el pulgar.

– Estoy en su casa -dijo Rochester-. Es donde quiero que lo traigáis.

– ¿Está fuera o dentro?

– ¿Fuera o dentro de qué?

– De su casa.

– Estoy enfrente. En el coche.

– Así que no sabe si tiene televisor de plasma.

– ¿Qué? No, no lo sé.

– Si tenemos que trabajarlo un rato, sería estupendo que tuviera uno. Por si se pone pesado, usted ya me entiende. Los Yankees juegan contra Boston. Jeb y yo lo veríamos en alta definición. Por eso lo pregunto.

Hubo otro momento de vacilación.

– Puede que tenga -dijo Rochester.

– Eso sería tope. La tecnología digital mola. Todo lo de la alta definición, claro. En fin, ¿tiene un plan o algo así?

– Esperaré hasta que llegue a casa -dijo Dominick Rochester-. Le diré que quiero hablar con él. Entramos. Vosotros también.

– Radical.

– ¿Adónde va ahora?

Orville miró el navegador del coche.

– Eh, bueno, a lo mejor me equivoco, pero creo que vamos a casa de Bolitar.

21

Myron estaba a dos manzanas de casa cuando sonó el teléfono.

– ¿Te he hablado alguna vez de Cingle Shaker? -preguntó Win.

– No.

– Es detective privada. Si fuera más guapa, se te derretirían los dientes.

– Me alegro, en serio.

– Me la he tirado -dijo Win.

– Te felicito.

– Volví para una segunda vez. Y todavía nos hablamos.

– Qué barbaridad -dijo Myron.

Que Win hablara todavía con una mujer con la que se había acostado más de una vez, en términos humanos, era como si un matrimonio celebrara las bodas de plata.

– ¿Hay alguna razón para que me cuentes este tierno suceso ahora? -Entonces Myron recordó algo-. Un momento, una detective llamada Cingle. Hester Crimstein la llamó mientras me interrogaban, ¿no?

– Exacto. Cingle ha reunido más información sobre las desapariciones.

– ¿Has quedado para una reunión?

– Te espera en Baumgart's.

Baumgart's, el restaurante preferido de Myron desde hacía mucho, que servía comida china y estadounidense, acababa de abrir una sucursal en Livingston.

– ¿Como la reconoceré?

– Es lo bastante guapa para que se te derritan los dientes -dijo Win-. ¿Cuántas mujeres encajan con esta descripción en Baumgart's?

Win colgó. Cinco minutos después Myron entraba en el restaurante. Cingle no le decepcionó. Era toda curvas, con un cuerpo como una heroína de cómic hecha realidad. Myron fue a saludar a Peter Chin, el dueño. Peter le miró con el ceño fruncido.

– ¿Qué?

– No es Jessica -dijo Peter.

Myron y Jessica iban continuamente a Baumgart's, es decir, al original de Englewood. Peter no había superado la separación. La regla tácita era que Myron no llevaría a otras mujeres allí. Había mantenido la regla siete años, más por sí mismo que por Peter.

– No es una cita.

Peter miró a Cingle, miró a Myron, hizo una mueca que decía: «Me vas a engañar a mí».

– No lo es. -Y después-: Te das cuenta, por supuesto, que no he visto a Jessica en años.

Peter levantó un dedo.

– Los años pasan, pero el corazón se queda.

– Maldita sea.

– ¿Qué?

– Ya has vuelto a leer galletas de la fortuna, ¿eh?

– Están llenas de sabiduría.

– Te diré una cosa: lee el New York Times del domingo, para variar. La sección de Estilo.

– Ya lo he leído.

– ¿Y?

De nuevo Peter levantó un dedo.

– No se pueden montar dos caballos con otro detrás.

– Eh, ésa te la dije yo. Es yiddish.

– Lo sé.

– Y no pega.

– Siéntate. -Peter le despidió con un gesto-. Y pide tú sólito. No voy a ayudarte.

Cuando Cingle se levantó para saludarle, los cuellos no es que se volvieran a mirarla, sino que se quebraron. Se saludaron y se sentaron.

– Así que eres el amigo de Win -dijo Cingle.

– Ese soy yo.

Ella le estudió un momento.

– No pareces psicótico.

– Me gusta pensar que soy su contrapeso.

No había papeles frente a ella.

– ¿Tienes el informe policial? -preguntó él.

– No hay ninguno. Ni siquiera hay una investigación oficial todavía.

– ¿Qué tienes, entonces?

– Katie Rochester sacó dinero de un cajero. Después se largó. No hay pruebas, aparte de lo que dicen los padres, que sugieran que pasara otra cosa.

– La investigadora que fue a buscarme al aeropuerto… -empezó Myron.

– Loren Muse. Es buena, francamente.

– Sí, Muse. Me hizo muchas preguntas sobre Katie Rochester. Creo que tienen algo sólido que me vincula con ella.

– Sí y no. Tienen algo sólido que relaciona a Katie y a Aimee. No creo que te relacione directamente a ti.

– ¿Es decir?

– Sus últimos cargos de cajero.

– ¿Qué pasa?

– Las dos chicas usaron el mismo Citibank de Manhattan.

Myron calló, intentando asumirlo.

Se acercó el camarero. Era nuevo. Myron no le conocía. Normalmente Peter hacía que el camarero le trajera algunos aperitivos. Esta vez no.

– Estoy acostumbrada a que los hombres me miren -dijo Cingle-. Pero el dueño no deja de mirarme como si me hubiera meado en el suelo.

– Echa de menos a mi ex novia.

– Qué bonito.

– Adorable.

Cingle miró a Peter a los ojos, agitó los dedos enseñándole una alianza y gritó en su dirección:

– Está a salvo. Ya estoy casada.

Peter se volvió.

Cingle se encogió de hombros y le habló de los cargos de cajero. Aimee aparecía claramente en la cámara de seguridad. Myron intentó entenderlo. No se le ocurrió nada.

– Hay algo más que deberías saber.

Myron esperó.

– Una mujer, Edna Skylar. Es doctora en el St. Barnabas. Los polis lo mantienen en secreto porque el padre de Rochester es un pirado, pero parece que la doctora Skylar vio a Katie Rochester en la calle, en Chelsea.

Le contó la historia, que Edna Skylar había seguido a la chica al metro, que iba con un hombre, y que Katie le había pedido que no se lo dijera a nadie.

– ¿Lo ha investigado la policía?

– ¿Investigar qué?

– ¿Han intentado averiguar dónde está Katie, quién era el hombre o algo?

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