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– No la sigo -dijo Myron.

– Mis pacientes -explicó- son desconocidos, pero me importan mucho. No es porque sea una persona generosa o maravillosa, sino porque creo que son todavía inocentes. Y les juzgo. Sé que está mal, que debería tratar a todos los pacientes de la misma manera y creo que lo hago. Pero el hecho es que, si en Google veo que alguno ha estado en la cárcel o parece de poco fiar, intento derivarlo a otro médico.

– Prefiere a los inocentes -dijo Myron.

– Precisamente. Los que… Sé lo mal que sonará, los que considero puros. O al menos más puros.

Myron pensó en sus propios razonamientos recientes, según los cuales la vida de los Gemelos no tenía ningún valor para él, en todos los civiles que habría sacrificado para salvar a su hijo. ¿Era muy diferente este razonamiento?

– Lo que intento decir es que pienso en los padres de esa chica, en los que ha dicho que no lo llevan muy bien, y me preocupan. Quiero ayudar.

Antes de que Myron pudiera responder, llamaron a la puerta. Se abrió y asomó la cabeza de un hombre de cabellos grises. Entró en la habitación y dijo:

– Perdona. No sabía que tuvieras compañía.

Myron se levantó.

– No pasa nada, cariño -dijo Edna Skylar-, pero ¿puedes volver dentro de un rato?

– Por supuesto.

El hombre de los cabellos grises también llevaba bata blanca. Miró a Myron y sonrió. Myron reconoció la sonrisa. Edna Skylar no era seguidora del baloncesto, pero ese hombre sí. Myron le alargó la mano.

– Myron Bolitar.

– Oh, sé quien es usted. Soy Stanley Rickenback, más conocido como señor de la doctora Edna Skylar.

Se estrecharon la mano.

– Le vi jugar en Duke -dijo Stanley Rickenback-. Era increíble.

– Gracias.

– No quería interrumpir. Sólo quería saber si mi preciosa novia quería quedar conmigo para disfrutar de las delicias culinarias de la cafetería del hospital.

– Ya me iba -dijo Myron. Después-: ¿Estaba con su esposa cuando vio a Katie Rochester?

– ¿Está aquí por eso?

– Sí.

– ¿Es agente de policía?

– No.

Edna Skylar se había levantado. Besó a su marido en la mejilla.

– Hay que apresurarse. Tengo pacientes dentro de veinte minutos.

– Sí, yo también estaba -dijo Stanley Rickenback a Myron-. ¿Por qué le interesa?

– Estoy investigando la desaparición de otra chica.

– Vaya, ¿otra chica que ha huido?

– Podría ser. Me gustaría oír su impresión, doctor Rickenback.

– ¿De qué?

– ¿A usted también le dio la impresión de que Katie Rochester fuera una fugitiva?

– Sí.

– Parece muy seguro -dijo Myron.

– Iba con un hombre. No hizo nada por escapar. Le pidió a Edna que no se lo dijera a nadie y… -Rickenback se volvió a mirar a su esposa-. ¿Se lo has contado?

Edna hizo una mueca.

– Vámonos de una vez.

– ¿Decirme qué?

– Mi querido Stanley se está haciendo viejo y senil -dijo Edna-. Se imagina cosas.

– Ja, ja, muy graciosa. Tú tienes tus conocimientos y yo los míos.

– ¿Sus conocimientos? -preguntó Myron.

– No es nada -dijo Edna.

– Sí que es algo -insistió Stanley.

– Bien -dijo Edna-. Cuéntale lo que viste.

Stanley se volvió hacia Myron.

– Mi esposa le habrá dicho que se dedica a estudiar caras. Por eso reconoció a la chica. Mira a las personas e intenta hacer un diagnóstico. Para pasar el rato. Yo no hago lo mismo. Dejo el trabajo en el despacho.

– ¿Cuál es su especialidad, doctor Rickenback?

Él sonrió.

– Ahí está.

– ¿Cuál es?

– Soy tocoginecólogo. Entonces ni siquiera lo pensé. Pero cuando llegamos a casa, miré las fotos de Katie Rochester en la red. Las que entregaron a los medios. Quería comprobar que fuera la misma chica que habíamos visto en el metro. Por eso estoy bastante seguro de lo que vi.

– ¿Que es?

De repente Stanley no parecía tan seguro.

– ¿Lo ves? -Edna meneó la cabeza-. Eso es una tontería.

– Podría ser -convino Stanley Rickenback.

– ¿Pero? -insistió Myron.

– Pero o bien Katie Rochester había engordado -contestó Stanley Rickenback- o es posible que esté embarazada.

33

Harry Davis mandó a sus alumnos que leyeran un capítulo para salir del paso y salió del aula. Los estudiantes se quedaron asombrados. Otros profesores usaban ese truco continuamente, lo de «trabajad en silencio mientras yo salgo a fumar un pitillo», pero el señor D, habiendo sido Profesor del Año cuatro cursos seguidos, nunca lo hacía.

Los pasillos del Livingston High eran absurdamente largos. Cuando se encontraba solo en uno de ellos, como ahora, mirar al fondo le producía vahídos. Pero Harry Davis era así. No le gustaba el silencio, sino el bullicio, cuando aquella vía de paso se llenaba de ruido y de chicos con mochilas y adolescentes acongojados.

Encontró el aula, llamó rápidamente a la puerta y asomó la cabeza. Drew Van Dyne enseñaba mayoritariamente a transgresores. El aula lo reflejaba. La mitad de los chicos tenía iPods metidos en las orejas. Algunos estaban sentados sobre los pupitres. Otros se apoyaban en la ventana. Un chico rechoncho se estaba pegando el lote con una chica en un rincón, al fondo, con las bocas bien abiertas los dos. Se les podía ver la saliva.

Drew Van Dyne tenía los pies apoyados en la mesa y las manos dobladas sobre el regazo. Se volvió a mirar a Harry Davis.

– ¿Señor Van Dyne? ¿Puedo hablar con usted un momento?

Drew Van Dyne le sonrió con engreimiento. Tendría unos treinta y cinco años, cinco menos que Davis. Era el profesor de música desde hacía ocho años. Se le notaba: parecía un ex roquero que habría llegado a la cima de no ser porque las estúpidas discográficas no habían sabido detectar su auténtico genio. Así que daba clases de guitarra y trabajaba en una tienda de discos donde arrugaría la nariz frente a los pedestres gustos musicales de los demás.

Recientes recortes en el departamento de música habían forzado a Van Dyne a dar una clase que se parecía más a hacer de niñera.

– Por supuesto, señor D.

Los dos profesores salieron al pasillo. Las puertas eran gruesas. Cuando se cerró, el pasillo volvió a quedar en silencio.

Van Dyne seguía con su sonrisa engreída.

– Estaba a punto de comenzar la clase, señor D. ¿Qué puedo hacer por usted?

Davis susurró porque en el pasillo la voz resonaba.

– ¿Ha oído hablar de Aimee Biel?

– ¿Quién?

– Aimee Biel. Una alumna.

– No creo que sea una de las mías.

– Ha desaparecido, Drew.

Van Dyne no dijo nada.

– ¿Me ha oído?

– Ya le he dicho que no la conozco.

– Drew…

– Y -interrumpió Van Dyne- creo que nos habrían notificado que una alumna hubiera desaparecido, ¿no?

– La policía cree que ha huido de casa.

– ¿Y usted no? -Van Dyne mantuvo su sonrisa, incluso la acentuó un poco más-. La policía querrá saber por qué piensa así, señor D. Tal vez debiera hablar con ellos. Decirles todo lo que sabe.

– Puede que lo haga.

– Bien. -Van Dyne se acercó más y susurró-: Pero la policía querrá sin duda saber cuando vio a Aimee por última vez, ¿no cree? -Se incorporó y esperó la reacción de Davis-. Mire, señor D -siguió diciendo-, querrían saberlo todo, adónde fue, con quién habló, de qué hablaron. Tal vez inicien una investigación sobre las maravillosas obras de nuestro Profesor del Año.

– ¿Cómo…? -Davis sintió que le temblaban las piernas-. Usted tiene más que perder que yo.

– No me diga. -Drew Van Dyne estaba tan cerca que Davis sintió su saliva en la cara-. Dígame, señor D. ¿Qué tengo que perder exactamente? ¿Mi hermosa casa del panorámico Ridgewood? ¿Mi inmejorable reputación como profesor favorito? ¿Mi alegre esposa que comparte conmigo la pasión por educar a los jóvenes? ¿O tal vez mis encantadoras hijas que tanto me admiran?

Se quedaron un rato mirándose a la cara. Davis no podía hablar. A lo lejos, en otro mundo tal vez, se oyó sonar un timbre. Se abrieron las puertas. Los alumnos salieron de las clases. Los pasillos se llenaron con sus risas y aflicciones. Todo aquello invadió a Harry Davis. Cerró los ojos y se dejó ir, arrastrándose a un lugar muy lejos de Drew Van Dyne, en donde preferiría estar.

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