Myron esperó un instante.
– Quedábamos allí a menudo, Claire.
– En el parque. Aimee tenía tres años. Pasó un camión de chucherías y le compraste unas almendras garrapiñadas.
– Que no le gustaron nada.
Claire sonrió.
– ¿Lo recuerdas?
– Sí.
– ¿Te acuerdas de mí entonces?
Myron lo pensó.
– No sé adónde quieres ir a parar.
– Aimee no conocía sus límites. Lo probaba todo. Quería bajar por aquel tobogán con la escalera tan grande y era demasiado pequeña, o eso creía yo. Era mi primer hijo. Me moría de miedo todo el rato. Pero no podía detenerla. De modo que la dejé subir, pero le dije que estaría detrás de ella, ¿te acuerdas? Tú te burlaste de mí.
Él asintió.
– Antes de que naciera ella, me juré no ser una de esas madres sobreprotectoras. Lo juré. Pero Aimee sube por esa escalera y yo me coloco detrás de ella, con las manos en su trasero. Por si acaso. Por si acaso resbalaba, porque estés donde estés, incluso en un lugar tan inocente como un patio de juegos, todos los padres se imaginan lo peor, su piececito resbalando en un peldaño, sus deditos dejando la barandilla y su cuerpecito cayendo y dándose de cabeza y el cuello torcido… -Se le cortó la voz-. -Así que me quedé detrás, preparada para lo que fuera.
Claire se paró y le miró.
– Nunca le haría daño -dijo Myron.
– Lo sé -dijo ella bajito.
Aquello debería haberle aliviado. Pero no fue así. Había algo en su tono que le mantenía alerta.
– No le harías ningún daño, ya lo sé. -Sus ojos se encendieron-. Pero tampoco estás exento de culpa.
Él no supo qué responder.
– ¿Por qué no te has casado? -preguntó.
– ¿Y eso qué diablos tiene que ver?
– Eres uno de los hombres más buenos y amables que conozco. Te encantan los niños. Eres hetero. ¿Por qué no te has casado todavía?
Myron se contuvo. Claire estaba en shock, se dijo. Su hija había desaparecido. Se estaba desahogando.
– Porque llevas la destrucción contigo, Myron. Siempre que estás tú, alguien acaba mal. Creo que por eso no te has casado.
– ¿Crees… que… que estoy maldito?
– No, nada de eso. Pero mi hijita ha desaparecido. -Ahora sus palabras eran lentas y sopesaba cada una-. Fuiste el último que la viste. Prometiste protegerla.
Él se quedó quieto.
– Podrías habérmelo dicho -dijo Claire.
– Le prometí…
– No -dijo ella, levantando una mano-. Eso no es una excusa. Aimee no lo habría sabido nunca. Podrías haberme dicho confidencialmente: «Mira, le he dicho a Aimee que me llamara si tenía algún problema». Yo lo habría comprendido. Me habría gustado, porque entonces habría sido como si yo estuviera protegiéndola, como en la escalera. La habría podido proteger tal como lo hacen los padres. Un padre, Myron, no un amigo de la familia.
Él quería defenderse, pero no encontraba argumentos.
– Pero no lo hiciste -siguió ella, atacándole con cada palabra-. Y le prometiste no decírselo a sus padres. Después la acompañaste a no sé dónde y la dejaste allí, pero no te quedaste vigilando como habría hecho yo. ¿Lo entiendes? No cuidaste de mi hija. Y ha desaparecido.
Él no dijo nada.
– ¿Qué vas a hacer al respecto? -preguntó ella.
– ¿Qué?
– Te he preguntado qué ibas a hacer al respecto.
Él abrió la boca, la cerró, y volvió a intentarlo.
– No lo sé.
– Sí lo sabes. -De repente los ojos de Claire estaban nítidos y centrados-. La policía tiene dos alternativas, pero ya lo estoy viendo, van a dejarlo. Aimee sacó dinero de un cajero antes de llamarte, así que la etiquetarán de fugitiva o pensarán que estás involucrado. O ambas cosas. Quizá la ayudaras a fugarse. Eres su novio. De todos modos, tiene dieciocho años. No van a buscarla con mucho ahínco. No la encontrarán. Tendrán otras prioridades.
– ¿Qué quieres que haga?
– Encuéntrala.
– Yo no salvo a la gente. Tú misma lo has dicho.
– Pues será mejor que empieces a hacerlo. Mi hija ha desaparecido por tu culpa. Te considero responsable.
Myron meneó la cabeza. Pero ella no se dejó conmover.
– Se lo hiciste prometer. En esta misma casa. Se lo hiciste prometer. Ahora haz tú lo mismo, maldita sea. Prométeme que encontrarás a mi hija. Prométeme que la traerás a casa.
Y un momento después -el último «y si» realmente- Myron lo prometió.
19
Ali Wilder por fin había dejado de pensar en la inminente visita de Myron el rato suficiente para llamar a su editor, un hombre al que se refería generosamente como Calígula.
– Este párrafo no lo entiendo, Ali.
Ella reprimió un suspiro.
– ¿Qué le pasa, Craig?
Craig era el nombre que el editor utilizaba para presentarse, pero Ali estaba segura de que en realidad se llamaba Calígula.
Antes del once de septiembre, Ali tenía un buen trabajo en una revista importante de la ciudad. Tras la muerte de Kevin, no vio la forma de poder mantenerlo. Erin y Jack la necesitaban en casa. Pidió una excedencia y después se convirtió en periodista free lance, y escribía sobre todo para revistas. Al principio todo el mundo le ofrecía trabajos. Ella los rechazaba por lo que ahora veía como un absurdo orgullo. Detestaba que le hicieran encargos «por compasión». Se sentía por encima de ello. Ahora se arrepentía.
Calígula se aclaró la garganta, haciendo un sonoro ruido, y leyó el párrafo en voz alta:
– «La ciudad más cercana es Paradero. Imagínense Paradero, que rima con vertedero, como lo que quedaría en la carretera si un águila ratonera se comiera Las Vegas y escupiera las partes malas. Cursilería como forma de arte. Un burdel se hace parecer una hamburguesería de la cadena White Castle, lo que ya es como un mal juego de palabras. Rótulos gigantes con vaqueros compiten con rótulos de tiendas de petardos, casinos, parques de caravanas y ternera en salsa. El único queso disponible son los quesitos.»
Tras una pausa significativa, Calígula dijo:
– Empecemos por la última línea.
– Ajá.
– ¿Dices que el único queso que se encuentra en la ciudad son los quesitos?
– Sí -dijo Ali.
– ¿Estás segura?
– ¿Disculpa?
– ¿Has ido al supermercado?
– No. -Ali empezó a morderse una uña-. No es una afirmación de un hecho. Sólo pretendo dar una idea de la ciudad.
– ¿Escribiendo falsedades?
Ali sabía dónde acabaría aquello. Esperó. Calígula no la decepcionó.
– ¿Cómo sabes, Ali, que no tienen otra clase de queso en la ciudad? ¿Has mirado todos los estantes del supermercado? Y aunque lo hubieras hecho, ¿has considerado que alguien puede comprar en una ciudad cercana y llevarse otro queso a Paradero? ¿O que pueden pedirlo por correo? ¿Entiendes lo que te digo?
Ali cerró los ojos.
– Publicamos eso de que los quesitos son el único queso disponible en la ciudad, y de repente recibo una llamada del alcalde y me dice «Eh, eso no es cierto. Tenemos toda clase de variedades. Tenemos Gouda y suizo y Cheddar y Provolone…»
– Lo he entendido, Craig.
– Y Roquefort y azul y mozzarella…
– Craig…
– …y vaya, ¿qué me dices de queso en crema?
– ¿Crema?
– Queso en crema, por el amor de Dios. Es una clase de queso, ¿no? Queso en crema. Incluso un pueblo de palurdos tendrá queso en crema. ¿Te enteras?
– Sí, ajá. -Más mordisqueo de uña-. Ya.
– Así que esa línea se tacha. -Oyó cómo la tachaba con el bolígrafo-. Ahora hablemos de la línea anterior, la de los parques de caravanas y la ternera en salsa.
Calígula era bajito. Ali detestaba a los editores bajos. Solía bromear de ello con Kevin. Kevin era su primer lector. Su trabajo era decirle que todo lo que escribía era una maravilla. Ali, como casi todos los escritores, era insegura. Necesitaba oír sus elogios. Cualquier crítica mientras escribía la dejaba paralizada. Kevin lo comprendía. Así que Kevin mostraba entusiasmo. Y cuando ella batallaba con sus editores, especialmente los cortos de miras y estatura como Calígula, Kevin siempre se ponía de su lado.