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– Quizá deberías probar un enfoque más directo -dijo Win-. Yo me quedo fuera. Tú dejas el móvil encendido. Big Cyndi y tú intentáis que os dejen entrar.

Big Cyndi asintió.

– Podemos fingir ser una pareja que busca hacer un trío.

Myron estaba a punto de decir algo cuando Big Cyndi añadió:

– Era broma.

– Lo sabía.

Ella arqueó una ceja brillante y se inclinó hacia él. La montaña que iba a Mahoma.

– Pero ahora que he plantado la semilla erótica, señor Bolitar, puede que le cueste funcionar con una menudita.

– Me las arreglaré. Vamos.

Myron cruzó la entrada el primero. Un negro apostado a la puerta, con gafas de sol de diseño, le dijo que se detuviera. Llevaba un auricular en la oreja como si fuera del Servicio Secreto. Cacheó a Myron.

– Caramba -dijo Myron, ¿tanto rollo por una manicura?

El hombre cogió el móvil de Myron.

– No se permite sacar fotos -dijo.

– No tiene cámara.

El negro sonrió.

– Se lo devolverán a la salida.

Siguió sonriendo hasta que Big Cyndi llenó el umbral. Entonces la sonrisa desapareció y fue sustituida por algo más parecido al terror. Big Cyndi se introdujo como lo haría un gigante en una casa de muñecas. Se irguió, levantó los brazos sobre la cabeza y separó las piernas. La Lycra blanca gritó agónicamente. Big Cyndi guiñó el ojo al negro.

– Cachéame, grandullón -dijo-. Estoy a punto.

El traje era tan ajustado que parecía una segunda piel. Si Big Cyndi estaba a punto, el hombre no quería saber para qué.

– Está bien, señorita. Pase.

Myron volvió a pensar en lo que había dicho Win, en el prejuicio aceptado. Había algo personal en sus palabras, pero cuando Myron intentó ahondar en ello, Win se había cerrado. De todos modos, cuatro años después, Esperanza había querido que Big Cyndi se encargara de algunos clientes. Aparte de Myron y Esperanza, había estado en MB Reps más que nadie. Era bastante lógico. Pero Myron sabía que sería un desastre. Y lo fue. Nadie se sentía cómodo con Big Cyndi como representante. Se quejaban de su ropa extravagante, de su maquillaje, de su forma de hablar -le gustaba aullar-, pero aunque hubiera prescindido de todo eso, ¿habría cambiado algo?

El negro se llevó una mano a la oreja. Alguien le hablaba por el auricular. De repente puso un brazo sobre el hombro de Myron.

– ¿Qué puedo hacer por usted, señor?

Myron decidió mantener el enfoque directo.

– Busco a una mujer llamada Katie Rochester.

– No hay nadie aquí con ese nombre.

– Sí, está aquí -dijo Myron-. Ha entrado por esta misma puerta hace veinte minutos.

El negro dio un paso más hacia Myron.

– ¿Me está llamando mentiroso?

Myron estuvo tentado de clavarle la rodilla en la entrepierna, pero eso no ayudaría.

– Oiga, podemos hacer toda la comedia de machos, pero ¿para qué? Sé que ha entrado aquí. Sé por qué se esconde. No le deseo ningún mal. Podemos hacer esto de dos maneras. Una, ella puede hablar conmigo un momento y se acabó. No diré nada sobre su paradero. Dos, bueno, tengo a varios hombres apostados fuera. Si me echa de aquí llamaré a su padre. Él traerá a algunos más. La cosa se pondrá fea. A nadie le interesa. Sólo quiero hablar.

El negro se quedó quieto.

– Otra cosa -dijo Myron-. Si teme que trabaje para su padre, pregúntele esto: si su padre supiera que está aquí, ¿sería tan sutil?

Más duda.

Myron abrió los brazos.

– Estoy en su casa. No voy armado. ¿Qué daño puedo hacerle?

El hombre esperó otro segundo. Después dijo:

– ¿Ha terminado?

– También podríamos estar interesados en un trío -dijo Big Cyndi.

Myron la hizo callar con una mirada. Ella se encogió de hombros y se calló.

– Espere aquí.

El hombre fue hacia una puerta de acero. Se oyó un zumbido. La abrió y entró. Tardó cinco minutos. Acudió un tipo calvo con gafas de sol, nervioso. Big Cyndi le miró fijamente. Se lamió los labios. Se agarró lo que podrían ser sus pechos. Myron meneó la cabeza, temiendo que cayera de rodillas y fingiera quién-sabe-qué, cuando por suerte la puerta se abrió. El hombre de las gafas señaló a Myron.

– Venga conmigo -dijo. Se volvió hacia Big Cyndi-: Solo.

A Big Cyndi no le hizo gracia. Myron la tranquilizó con una mirada y entró en la otra habitación. La puerta de acero se cerró detrás de él. Myron echó un vistazo y exclamó.

– Uau.

Había cuatro hombres. De tamaño variado. Muchos tatuajes. Algunos sonreían. Otros hacían muecas de disgusto. Todos llevaban vaqueros y camisetas negras. No iban afeitados. Myron intentó adivinar quién era el jefe. En una pelea de grupo, mucha gente va equivocadamente a por el más débil. Eso es siempre un error. Además, si los tipos eran buenos, dará igual lo que hagas.

Cuatro contra uno en un espacio pequeño. Estabas listo.

Myron vio a un hombre de pie un poco más adelantado que los demás. Tenía el cabello oscuro y se ajustaba más o menos a la descripción del novio de Katie Rochester que le habían dado Win y Edna Skylar. Myron le miró a los ojos y le sostuvo la mirada.

Y dijo:

– ¿Eres estúpido?

El hombre de cabello oscuro frunció el ceño, sorprendido e insultado.

– ¿Hablas conmigo?

– Si digo: «Sí, hablo contigo», no me salgas con otro «No deberías hablar conmigo». Porque francamente nadie tiene tiempo para tonterías.

El hombre moreno sonrió.

– Has olvidado una opción a la entrada.

– ¿Cuál?

– Opción tres. -Levantó tres dedos por si Myron no sabía lo que significaba «tres»-. Nos aseguraremos de que no puedas hablar con su padre.

Sonrió. Los otros también.

Myron abrió los brazos y preguntó:

– ¿Cómo?

El hombre volvió a fruncir el ceño.

– ¿Qué?

– ¿Cómo os aseguraréis de que no se lo digo? -Myron miró a su alrededor-. Me vais a retener, ¿es ése el plan? ¿Y luego qué? La única forma de hacerme callar sería matarme. ¿Estáis dispuestos a llegar tan lejos? ¿Y mi preciosa compañera de la entrada? ¿También la vais a matar a ella? ¿Y a los que esperan fuera? -Podía exagerar un poco con el plural-. ¿También los vais a matar? ¿O vuestro plan es atizarme y darme una lección? Si es así, uno, no soy un buen alumno. Al menos en esto. Y dos, os estoy mirando y memorizando vuestras caras, y si me atacáis, aseguraos de que me matáis porque si no, volveré a por vosotros, de noche, cuando durmáis, y os ataré, echaré queroseno en vuestra entrepierna y le prenderé fuego.

Myron Bolitar, Maestro del Melodrama. Pero mantuvo los ojos firmes y observó cuidadosamente sus rostros, uno por uno.

– Bien -dijo Myron-, ¿es ésa vuestra opción número tres?

Uno de los hombres se agitó un poco. Una buena señal. Otro echó una mirada de soslayo al de al lado. El hombre de cabello oscuro tenía algo parecido a una sonrisa en la cara. Alguien llamó a una puerta del otro lado de la habitación. El hombre de cabello oscuro la abrió un poco, habló con alguien, la cerró y se volvió a mirar a Myron.

– Eres bueno -dijo.

Myron no contestó.

– Sígueme.

Abrió la puerta y le indicó con la mano que pasara. Myron entró en una sala con las paredes rojas, cubiertas de fotografías pornográficas y pósteres de películas de serie xxx. Había un sofá de piel negra, dos sillas plegables y una lámpara. Y sentada en el sofá, con expresión aterrorizada pero sana y salva, Katie Rochester.

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Edna Skylar estaba en lo cierto, pensó Myron. Katie Rochester parecía mayor y más madura. Tenía un cigarrillo en la mano, pero estaba apagado.

El hombre de cabello oscuro le tendió una mano.

– Soy Rufus.

– Myron.

Se estrecharon la mano. Rufus se sentó en el sofá junto a Katie. Le quitó el cigarrillo de la mano.

– No puedes fumar en tu estado, cariño -dijo.

Se puso el cigarrillo entre los labios, lo encendió, apoyó los pies en la mesita y soltó una buena bocanada de humo.

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