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Pero les quería. A unos más que a otros. Aunque todos le importaban. Eran toda su vida. Y por primera vez, después de tantos años, Harry Davis empezaba a sentir que se le escapaba aquello de las manos.

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A Myron le dolía la cabeza, y enseguida supo por qué. Todavía no había tomado café. Así que se fue al Starbucks con dos ideas: cafeína y teléfono público. De la cafeína se encargó un camarero grunge con perilla y unos pelos tan largos en la frente que parecían pestañas gigantes. El problema del teléfono público le daría más trabajo.

Myron se sentó fuera y miró el cuerpo del delito. Era un teléfono terriblemente público. Se acercó a él. Había pegatinas que anunciaban números 800 para llamar con descuento. El más prominente ofrecía «llamadas nocturnas gratis» y tenía una foto de una luna menguante por si no se sabía lo que significaba nocturno.

Myron frunció el ceño. Quería preguntar al teléfono quien había marcado su número y le había llamado cabrón y le había dicho que pagaría por lo que había hecho. Pero el teléfono no quería hablar con él. Así había sido el día.

Volvió a sentarse e intentó planificar lo que tenía que hacer. Seguía queriendo hablar con Randy Wolf y Harry Davis. Probablemente no le dirían gran cosa -probablemente no querrían hablar con él- pero ya pensaría en la forma de hostigarlos. También quería entrevistarse con Edna Skylar, la doctora que trabajaba en St. Barnabas que decía haber visto a Katie Rochester en Nueva York. Quería más detalles del encuentro.

Llamó a la centralita del St. Barnabas y tras un par de breves explicaciones, Edna Skylar se puso al teléfono. Myron le explicó lo que quería.

Ella pareció molesta.

– Les pedí a los investigadores que no mencionaran mi nombre.

– No lo han hecho.

– ¿Y usted cómo se ha enterado?

– Tengo buenos contactos.

La doctora se lo pensó un momento.

– ¿Cuál es su relación con esto, señor Bolitar?

– Otra chica ha desaparecido.

Ninguna respuesta.

– Creo que puede haber una relación entre esa chica y Katie Rochester.

– ¿Cómo?

– ¿Podemos vernos? Se lo explicaré todo.

– La verdad es que yo no sé nada.

– Por favor. -Hubo una pausa-. Doctora Skylar…

– Cuando vi a la Rochester, me dejó claro que no quería saber nada.

– Lo comprendo. Sólo necesito unos minutos.

– Tengo pacientes durante una hora. Ruedo recibirle a mediodía.

– Gracias -dijo Myron, pero Edna Skylar ya había colgado.

Litio Larry Kidwell y los Cinco Medicados arrastraron los pies por el Starbucks. Larry se dirigió directamente a su mesa.

– Cuatrocientos ochenta y ocho planetas el día de la creación, Myron. Cuatrocientos ochenta y ocho. Y yo no he visto ni un penique. ¿Sabes lo que te digo?

Larry estaba tan horrible como siempre. Geográficamente, estaban muy cerca de su antiguo instituto, pero ¿qué había dicho su restaurador predilecto, Peter Chin, de que los años pasan pero el corazón sigue siendo el mismo? Bien, pero sólo el corazón.

– Es bueno saberlo -dijo Myron. Miró el teléfono público y de forma fulminante se le ocurrió una idea-: Espera.

– ¿Qué?

– La última vez que nos vimos había cuatrocientos ochenta y siete planetas, ¿no?

Larry pareció confundido.

– ¿Estás seguro?

– Del todo. -A Myron le iba la cabeza a cien por hora-. Y si no me equivoco, dijiste que el siguiente era el mío. Dijiste que iba a por mí y algo de golpear a la luna.

A Larry se le iluminaron los ojos.

– Golpea el cuarto menguante. Te odia.

– ¿Dónde está el cuarto menguante?

– En el sistema solar Aerolus. Junto a Guanchomitis.

– ¿Estás seguro, Larry? ¿Estás seguro de que no…?

Myron se levantó y le llevó hasta el teléfono público. Larry se encogió. Myron le señaló la pegatina, la imagen del cuarto menguante del anuncio de las llamadas nocturnas. Larry jadeó.

– ¿Es éste el cuarto menguante?

– Oh, no, por favor, no…

– Cálmate, Larry. ¿Quién más quiere el planeta? ¿Quién golpea el cuarto menguante porque me odia tanto?

Veinte minutos después, Myron se fue al Chang's Dry Cleaning. Maxine Chang estaba allí, evidente. Había tres personas haciendo cola. Myron no se relegó. Se colocó a un lado y se cruzó de brazos. Maxine le iba lanzando miradas de soslayo. Myron esperó a que los clientes se marcharan. Después se acercó.

– ¿Dónde está Roger? -preguntó.

– En clase.

Myron la miró a los ojos.

– ¿Sabe que ha estado llamándome?

– ¿Para qué iba a llamarle?

– Dígamelo usted.

– No sé de que me habla.

– Tengo un amigo en la compañía de teléfonos. Roger me llamó desde esa cabina de ahí fuera. Tengo testigos fiables que pueden situarlo allí a la hora en cuestión. Me amenazó. Me llamó cabrón.

– Roger no haría eso.

– No quiero crearle problemas, Maxine. ¿Qué pasa?

Entró otro cliente. Maxine gritó algo en chino. Una anciana salió de la trastienda y se encargó del mostrador. Maxine hizo un gesto con la cabeza a Myron para que la siguiera. Él la siguió. Fueron detrás de los colgadores móviles. Cuando era niño, el giro metálico de las guías le maravillaba como algo salido de una película de ciencia ficción. Maxine siguió caminando hasta que salieron al callejón de atrás.

– Roger es un buen chico -dijo-. Trabaja mucho.

– ¿Qué pasa, Maxine? Cuando vine el otro día, os comportabais de una forma rara.

– No sabe lo difícil que es vivir en una ciudad como ésta.

Lo sabía, había vivido allí toda su vida, pero se mordió la lengua.

– Roger ha estudiado mucho. Sacó buenas notas. Es el número cuatro de su clase. Los demás chicos son unos mimados. Todos tienen profesores particulares. No tienen empleos de verdad. Roger trabaja aquí todos los días después de clase. Estudia en la habitación de la trastienda. No va a fiestas. No tiene novia.

– ¿Qué tiene que ver todo eso?

– Otros padres buscan a quien redacte los trabajos de sus hijos, les dan clases para mejorar las notas, donan dinero a las universidades, hacen cosas de las que ni siquiera sé. Es muy importante a qué universidad irás. Puede decidir tu vida. Todos tienen tanto miedo que hacen lo que sea para que su hijo entre en una buena. En esta ciudad se ve a cada momento. Puede que sea buena gente, pero se puede justificar cualquier maldad con tal de decir: «Lo he hecho por mi hijo». ¿Me entiende?

– Sí. Pero no veo qué tiene que ver conmigo.

– Necesito que lo comprenda. Tenemos que competir con eso. Con dinero y con poder. Con gente que hace trampas, roba y hace lo que haga falta.

– Si me está diciendo que la entrada en las universidades es competitiva en esta ciudad, ya lo sé. Era competitiva cuando yo me gradué.

– Pero tenía el baloncesto.

– Sí.

– Roger es un buen estudiante. Se esfuerza mucho. Y su sueño es ir a Duke. Ya se lo dijo. Probablemente se acordará.

– Recuerdo que lo había solicitado. No recuerdo que me dijera que fuera su sueño. Sólo me enumeró un listado de universidades.

– Era la primera -dijo Maxine Chang con firmeza-. Y si se consigue, hay una beca. Le pagarían la matrícula. Eso era muy importante para nosotros. Pero no logró entrar. A pesar de ser el número cuatro de la clase. A pesar de tener muy buenas notas. Mejores notas y mejor puntuación que Aimee Biel.

Maxine Chang miró a Myron con ojos tristes.

– Espere un momento. ¿Me culpa a mí de que Roger no haya entrado en Duke?

– Yo no sé mucho, Myron. Sólo soy tintorera. Pero una universidad como Duke casi no coge a más de un alumno de instituto de Nueva Jersey. Aimee Biel lo consiguió. Roger tenía mejores notas, la mejor puntuación de toda la clase, recomendaciones de los profesores. Ninguno de ellos es atleta. Roger toca el violín. Aimee toca la guitarra. -Maxine Chang se encogió de hombros-. Dígame, pues: ¿por qué entra ella y él no?

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