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– Esta vez querías las camisas en una caja, ¿no?

– Sí.

– Vuelvo enseguida.

– Maxine -dijo una de las mujeres-, ¿sabe algo ya Roger de las universidades?

Maxine ni siquiera levantó la cabeza.

– Le han aceptado en Rutgers -dijo-. Está en lista de espera en otras.

– Vaya, felicidades.

– Gracias.

Pero no parecía animada.

– Maxine, ¿no es el primero de la familia que va a la universidad? -dijo la otra mujer. Su tono sólo podría haber sonado más condescendiente si estuviera acariciando un perro-. Es maravilloso.

Maxine le entregó el resguardo.

– ¿Dónde está en lista de espera?

– En Princeton y en Duke.

Oír nombrar a su alma máter hizo que Myron volviera a pensar en Aimee. Se acordó de Larry y su estremecedora alusión a los planetas. Myron no tenía tendencia a pensar en malos presagios ni cosas así, pero tampoco le apetecía tentar la suerte. No sabía si volver a llamar a Aimee, aunque ¿de qué serviría? Pensó otra vez en la noche pasada, la repasó en su cabeza y se preguntó si podría haber hecho algo diferente.

Roger -Myron había olvidado que el chico estaba en el último curso del instituto- volvió y le dio la caja de camisas. Myron la recogió, le dijo a Roger que lo apuntara en su cuenta y se encaminó a la puerta. Todavía le quedaba tiempo antes del vuelo.

Así que se fue a visitar la tumba de Brenda.

El cementerio seguía dando al patio de una escuela. Eso era lo que no conseguía superar. El sol brillaba con fuerza como siempre que iba de visita, como si se burlara de su tristeza. Estaba solo. No había más visitantes. Una excavadora cercana hacía un agujero. Myron se quedó quieto. Levantó la cabeza y dejó que el sol le diera en la cara. Odiaba poder sentirlo: el sol en la cara. Brenda evidentemente no podía. Nunca más podría.

Un pensamiento simple, pero así era.

Brenda Slaughter sólo tenía veintiséis años cuando murió. De haber sobrevivido, cumpliría treinta y cuatro al cabo de dos semanas. Se preguntó dónde estaría ella si Myron hubiera mantenido su promesa, si estaría con él.

Cuando murió, Brenda estaba de residente en medicina pediátrica. Medía metro ochenta y era espectacular, afroamericana, modelo. Estaba a punto de jugar al baloncesto profesional, la cara y la imagen que lanzaría la nueva liga femenina. Hubo amenazas y el dueño de la liga contrató a Myron para protegerla.

Buen trabajo, estrella del baloncesto.

Miró al suelo con los puños cerrados. Nunca hablaba con ella cuando iba al cementerio. No se sentaba ni intentaba meditar ni nada de eso. No intentaba recordar los buenos momentos, ni su risa, ni su belleza, ni su extraordinaria presencia. Los coches pasaban zumbando. El patio de la escuela estaba silencioso. No había críos jugando. Myron no se movió.

No iba allí porque todavía llorara su muerte. Iba porque no lo hacía.

Apenas recordaba la cara de Brenda, el beso que se dieron… Lo evocaba más por imaginación que como recuerdo. Ése era el problema. Brenda Slaughter se le estaba escabullendo. Llegaría a ser como si no hubiera existido. Así que Myron no iba allí en busca de consuelo o para presentarle sus respetos, sino porque necesitaba sentir el dolor, que la herida se mantuviera fresca. Todavía quería sentirse indignado, porque progresar -sentirse en paz con lo que le había sucedido- era demasiado obsceno.

La vida sigue. Eso era bueno, ¿no? La indignación cede y se va diluyendo lentamente. Las heridas se curan. Pero cuando dejas que eso suceda, tu alma muere también un poco.

Por eso iba allí y apretaba los puños hasta que le temblaban. Pensaba en el día soleado que la habían enterrado y la forma horrible como la había vengado. Rememoraba la indignación. Volvía a él hecha una furia. Las rodillas le fallaron. Se tambaleó pero se mantuvo en pie.

Todo salió mal con Brenda. Había querido protegerla. Había ido demasiado lejos y había provocado que la mataran.

Myron miró la tumba. El sol seguía calentándole, pero sintió un estremecimiento en la espalda. Se preguntó por qué, entre todos los días, había decidido ir a visitarla aquél, y después pensó en Aimee, en ir demasiado lejos con el afán de proteger, y con otro escalofrío, pensó -no, temió- que quizás hubiera vuelto a suceder.

11

Claire Biel estaba junto al fregadero de la cocina y miraba al desconocido que llamaba esposo. Erik comía un bocadillo cuidadosamente, con la corbata metida en la camisa. Tenía un periódico perfectamente doblado en cuatro. Masticaba lentamente. Llevaba gemelos en los puños. Su camisa estaba almidonada. Le gustaba el almidón. Le gustaba todo planchado. En su armario los trajes estaban colgados a medio palmo de distancia uno de otro. No lo medía para hacerlo. Le salía así. Sus zapatos, siempre lustrosos, estaban alineados como en un desfile militar.

¿Quién era ese hombre?

Sus dos hijas pequeñas, Jane y Lizzie, devoraban mantequilla de cacahuete con pan blanco. Charlaban con la boca llena. Hacían ruido. Salpicaban la mesa. Erik seguía leyendo. Jane preguntó si podían levantarse. Claire dijo que sí. Las dos corrieron a la puerta.

– Alto -dijo Claire.

Se pararon.

– Los platos, al fregadero.

Suspiraron y levantaron los ojos al cielo -aunque sólo tenían diez y nueve años habían aprendido bien de su hermana mayor-. Volvieron dificultosamente como si estuvieran cruzando los Adirondacks nevados, levantaron los platos como si fueran pesadas rocas y escalaron como pudieron la montaña hacia el fregadero.

– Gracias -dijo Claire.

Salieron. La habitación quedó en silencio. Erik masticaba silenciosamente.

– ¿Queda café? -preguntó.

Ella le sirvió. Él cruzó las piernas cuidadosamente para no estropear la raya de los pantalones. Llevaban diecinueve años casados, pero la pasión se había ido por la ventana en menos de dos. Ahora pisaban arenas movedizas, pero hacía tanto tiempo que las pisaban que ya no parecía tan difícil. El mayor estereotipo del mundo es lo rápido que pasa el tiempo, pero era cierto. No parecía que hiciera tanto tiempo que hubiera desaparecido la pasión. A veces, como ahora, recordaba la época en que sólo mirarlo le cortaba la respiración.

Sin levantar la cabeza, Erik preguntó:

– ¿Has sabido algo de Aimee?

– No.

Estiró el brazo para levantarse la manga, miró el reloj y arqueó una ceja.

– Son las dos de la tarde.

– Acabará de despertarse.

– Deberíamos llamarla.

No se movió.

– ¿Con «deberíamos» -dijo Claire- te refieres a mí?

– Lo haré yo si quieres.

Claire cogió el teléfono y marcó el número de móvil de su hija. Habían regalado un teléfono a Aimee el año pasado, y ella se empeñó en añadir una tercera línea por diez dólares al mes. Erik se negó. Pero Aimee gimió, todos sus amigos -¡todos!- tenían uno, un argumento que siempre siempre hacía que Erik observara: «No somos todos, Aimee.»

Pero Aimee ya estaba preparada para eso. Cambió rápidamente de táctica y tiró de los hilos de la protección paterna: «Si tuviera mi propio teléfono, siempre estaría en contacto. Podrías encontrarme veinticuatro horas al día. Y si tuviera una urgencia…»

Eso cerró la venta. Las madres entendían esa lógica básica: el sexo y la presión de los iguales puede vender, pero nada vende más que el miedo.

La llamada fue a parar al contestador. La voz entusiasmada de Aimee -había grabado su mensaje inmediatamente después de tener el teléfono- dijo a Claire que, «bueno, deja tu mensaje». El sonido de la voz de su hija, por familiar que fuera, le dolió, aunque no sabía por qué exactamente.

Cuando sonó el tono, Claire dijo:

– Hola, cariño, soy mamá. Llámame, ¿vale?

Colgó.

Erik seguía leyendo su periódico.

– ¿No contesta?

– Caramba, ¿cómo lo has adivinado? ¿No será cuando le he dicho que me llamara?

Él frunció el ceño ante el sarcasmo.

14
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