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Se preguntó si a Myron le gustaría lo que escribía.

Él le había pedido que le enseñara algún artículo, pero ella lo había ido aplazando. Él había salido con Jessica Culver, una de las novelistas más famosas del país, motivo de críticas de la primera página del New York Times Book Review. Sus libros salían en todas las listas de los premios literarios más importantes. Y por si eso no fuera suficiente, como si Jessica Culver no estuviera totalmente por encima de Ali Wilder profesionalmente, era una mujer absurdamente hermosa.

¿Cómo podía Ali hacerle frente a eso?

Sonó el timbre. Miró el reloj. Demasiado pronto para que fuera Myron.

– Craig, ¿puedo llamarte más tarde?

Calígula suspiró.

– Bien, de acuerdo. Mientras, corregiré esto un poco.

Ali pestañeó al oírlo. Recordó un viejo chiste: Estás en una isla desierta con un editor. Te mueres de hambre. Sólo te queda un vaso de zumo de naranja. Pasan los días. Estás a punto de morir. Vas a beberte el zumo cuando el editor te arranca el vaso de la mano y se mea dentro. Tú le miras, estupefacto. «Toma -dice el editor devolviéndote el vaso-. Necesitaba un arreglillo.»

Volvió a sonar el timbre. Erin bajó la escalera corriendo y gritó:

– Ya abro yo.

Ali colgó. Erin abrió la puerta. Ali vio que se ponía rígida. Bajó corriendo la escalera.

Había dos hombres en la puerta. Mostraban sendas placas de policía.

– ¿Qué puedo hacer por ustedes? -dijo Ali.

– ¿Son ustedes Ali y Erin Wilder?

A Ali le fallaron las piernas. No, esto no era un flash-back de cómo se había enterado de la muerte de Kevin. Pero había algo de déjà vu. Se volvió a mirar a su hija. Erin estaba blanca.

– Soy Lance Banner, detective de policía de Livingston. Él es John Greenhall, detective de Kasselton.

– ¿Qué sucede?

– Querríamos hacerles unas preguntas, si no les importa.

– ¿Sobre qué?

– ¿Podemos pasar?

– Primero quiero saber a qué han venido.

– Queríamos hacerles unas preguntas sobre Myron Bolitar -dijo Banner.

Ali asintió, intentando adivinar de qué iba aquello. Se volvió hacia su hija.

– Erin, sube un momento y déjame hablar con estos policías, ¿de acuerdo?

– Disculpe, señora.

Era Banner.

– ¿Sí?

– Las preguntas que queremos hacer -dijo, cruzando la puerta e indicando a Erin con la cabeza- también son para su hija.

Myron estaba en el dormitorio de Aimee.

La casa de los Biel quedaba a poca distancia a pie de la suya. Claire y Erik habían vuelto en coche antes que él. Myron habló con Win unos minutos y le pidió que averiguara lo que tenía la policía sobre Katie Rochester y Aimee. Después les siguió caminando.

Cuando Myron entró en la casa, Erik ya se había ido.

– Está dando vueltas en coche -dijo Claire, acompañándole por el pasillo-. Cree que si va a los sitios que frecuentaba, la encontrará.

Se pararon frente a la puerta de Aimee. Claire la abrió.

– ¿Qué buscas? -preguntó ella.

– No tengo ni idea -dijo Myron-. ¿Conocía Aimee a una chica llamada Katie Rochester?

– Es la otra chica desaparecida, ¿no?

– Sí.

– No lo creo. De hecho, se lo pregunté cuando salió en las noticias.

– Ya.

– Aimee dijo que la había visto por ahí pero que no la conocía. Katie iba al instituto en Mount Pleasant. Aimee iba al Heritage. Ya sabes cómo va.

Lo sabía. Cuando se llegaba al instituto, los vínculos ya estaban solidificados.

– ¿Quieres que haga unas llamadas y pregunte a sus amigos?

– Podría ser útil.

Ninguno de los dos se movió durante un rato.

– ¿Quieres que te deje solo? -preguntó Claire.

– Ahora mismo, sí.

Ella se marchó y cerró la puerta. Myron echó un vistazo. Había dicho la verdad -no tenía ni idea de lo que estaba buscando- pero imaginaba que aquél podía ser un buen primer paso. Era una adolescente. Tenía que tener secretos en su habitación, ¿no?

También se sentía bien estando allí. Desde que había hecho su promesa a Claire, toda su perspectiva había empezado a cambiar. Sus sentidos estaban extrañamente afinados. Hacía tiempo que no hacía esto -investigar- pero el músculo de la memoria se puso en marcha e hizo efecto. Estar en la habitación de la chica hizo que todo volviera. En el baloncesto, tienes que llegar a la zona para hacer lo que sabes. En esta clase de cosas, la sensación era similar. Estar allí, en la habitación de la víctima, lo desencadenaba. Le situaba en la zona.

Había dos guitarras en la habitación. Myron no sabía nada de instrumentos, pero era evidente que una era eléctrica y la otra acústica. Un póster de Jimi Hendrix en la pared. Púas de guitarra clavadas en bloques de plastilina. Myron los leyó. Eran púas de coleccionista. Una pertenecía a Keith Richards, otras a Nils Lofgren, Erik Clapton, Buck Dharma.

Sonrió. La chica tenía buen gusto.

El ordenador seguía encendido, con un salvapantallas de un acuario. Él no era un experto, pero sabía lo suficiente para empezar. Claire le había dado la contraseña de Aimee y le había dicho que Erik había revisado sus mensajes. De todos modos echó un vistazo. Se conectó e introdujo la contraseña.

Sí, todos los mensajes habían sido borrados.

Buscó Windows Explorer y puso los archivos por orden cronológico, para ver en qué había trabajado recientemente. Aimee había estado componiendo canciones. Pensó en esa joven tan creativa y en dónde estaría ahora. Echó una ojeada a los documentos de texto más recientes. Nada especial. Intentó ver sus descargas. Había algunas fotografías recientes. Las abrió. Ella con un grupo de compañeros de escuela, pensó. No había nada especial en ellos a primera vista, pero tal vez Claire podía encontrar algo.

Sabía que los adolescentes perdían el seso por los mensajes instantáneos en línea. Desde la calma relativa de sus ordenadores, mantenían conversaciones con docenas de personas, a veces al mismo tiempo. Myron conocía a muchos padres que se lamentaban de esto, pero en sus tiempos se habían pasado horas al teléfono cotilleando unos con otros. ¿Era peor el correo electrónico?

Sacó su lista de compañeros. Había al menos cincuenta nombres en la pantalla como SpazaManiacJackII, MSGWatkins y YoungThang Blaine 742. Los imprimió. Haría que Claire y Erik los repasaran con algunas de las amigas de Aimee, a ver si algún nombre se salía de lo normal, si alguno era desconocido. Era un tiro a ciegas, pero les mantendría ocupados.

Soltó el ratón del ordenador y se puso a buscar a la antigua usanza. Primero la mesa. Miró en los cajones. Bolígrafos, papeles, blocs de notas, pilas de recambio, un montón de cedés de programas de ordenador. Nada personal. Había varias facturas de un lugar llamado Planet Music. Myron miró las guitarras. Tenían adhesivos de Planet Music en la parte posterior.

Menudo hallazgo.

Pasó al siguiente cajón. Más de nada.

En el tercer cajón algo le llamó la atención. Metió la mano y lo levantó suavemente para verlo mejor. Sonrió. Protegida con un plástico… estaba la tarjeta de baloncesto de novato de Myron. Se miró a sí mismo de joven. Myron recordaba la sesión de fotos. Había posado en varias posturas absurdas -saltando, fingiendo un pase, en la antigua posición «triple amenaza»- pero se decidieron por una de él agachándose y regateando. El fondo era un campo vacío. En la foto llevaba su jersey verde de los Boston Celtics, una de las pocas veces que se lo había puesto en su vida. La empresa de cromos había impreso varios miles antes de su lesión. Ahora eran objetos de coleccionista.

Era agradable saber que Aimee tenía uno, aunque no estaba seguro de lo que podía deducir de ello la policía.

Lo devolvió al cajón. Ahora sus huellas estarían allí, pero de hecho estarían por toda la habitación. Daba igual. Siguió. Quería encontrar un diario. Eso es lo que pasaba siempre en las películas. La chica lleva un diario, y escribe sobre su novio secreto y su doble vida y todo eso. Eso funcionaba en la ficción. En la vida real a él no le sucedía.

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