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A

– Gracias -dijo.

– ¿Estás bien?

Desde atrás, una vocecita dijo:

– Estoy bien.

– No soy un chófer, Aimee. Siéntate delante.

Ella dudó, pero finalmente hizo lo que le pedía. Cuando cerró la puerta, Myron se volvió a mirarla. Aimee miró fijamente al parabrisas. Como tantos adolescentes, se había puesto demasiado maquillaje. Los jóvenes no necesitan maquillaje, y mucho menos tanto. Tenía los ojos rojos como un mapache. Llevaba puesto algo muy ajustado, una especie de gasa fina y envolvente, la clase de cosa que, aunque tengas muy buen tipo, más vale que no te pongas después de los veintitrés.

Se parecía mucho a su madre a esa edad.

– Se ha puesto verde -dijo Aimee.

Myron arrancó.

– ¿Qué ha pasado?

– Algunos estaban bebiendo mucho. No quería irme con ellos.

– ¿Dónde?

– ¿Dónde qué?

Myron volvió a pensar que el centro no era un lugar de reunión para jóvenes. La mayoría frecuentaba los bares del Upper East Side o tal vez los del Village.

– ¿Dónde estabais bebiendo?

– ¿Importa eso?

– Me gustaría saberlo.

Aimee por fin se volvió a mirarle. Tenía los ojos húmedos.

– Me lo prometiste.

Él siguió conduciendo.

– Me prometiste no hacer preguntas, ¿recuerdas?

– Sólo quiero asegurarme de que estás bien.

– Lo estoy.

Myron giró a la derecha, para cruzar la ciudad.

– Entonces te llevaré a casa.

– No.

Él esperó.

– Estoy en casa de una amiga.

– ¿Dónde?

– Vive en Ridgewood.

Él la miró y después volvió la vista a la calle.

– ¿En el condado de Bergen?

– Sí.

– Preferiría llevarte a casa.

– Mis padres saben que estoy en casa de Stacy.

– Quizá deberías llamarles.

– ¿Para decirles qué?

– Que estás bien.

– Myron, creen que he salido con unos amigos. Si les llamo no harán más que preocuparse.

Tenía razón, pero a Myron no le hizo gracia. Se encendió la luz de la reserva. Tendría que poner gasolina. Se dirigió hacia la West Side Highway y cruzó el George Washington Bridge. Se paró en la primera estación de servicio de la Ruta 4. Nueva Jersey es uno de los dos estados que no permiten autoservicio de gasolina. El empleado, con un turbante y una novela de Nicholas Sparks, no se emocionó al verle.

– Diez dólares -dijo Myron.

Les dejó solos. Aimee empezó a sorber por la nariz.

– No pareces borracha -empezó Myron.

– No he dicho que lo estuviera. Era el chico que conducía.

– Pero sí que parece que hayas llorado -siguió él.

Ella hizo aquel gesto adolescente que podía pasar por un encogimiento de hombros.

– ¿Dónde está tu amiga Stacy?

– En su casa.

– ¿No ha ido a la ciudad contigo?

Aimee meneó la cabeza y después la apartó.

– Aimee…

Su voz era baja.

– Creía que podía confiar en ti.

– Y puedes.

Ella volvió a menear la cabeza. Después cogió la manilla de la puerta como si fuera a abrirla. Empezó a salir. Myron la cogió de la muñeca izquierda un poco más fuerte de lo que pretendía.

– Eh -dijo ella.

– Aimee…

Ella intentó desasirse. Myron no le soltó la muñeca.

– Vas a llamar a mis padres.

– Sólo necesito saber que estás bien.

Ella tiró de los dedos de Myron, intentando zafarse. Myron sintió sus uñas en los nudillos.

– ¡Suéltame!

La soltó. Ella saltó fuera del coche. Myron quiso salir tras ella, pero aún tenía abrochado el cinturón. La cinta del hombro lo retuvo en el asiento. Se soltó y salió. Aimee caminaba por la autopista con los brazos cruzados desafiadoramente.

Él corrió a su lado.

– Por favor, sube al coche.

– No.

– Te llevaré, ¿vale?

– Déjame en paz.

Ella salió corriendo. Los coches pasaban rozándola. Alguno le tocó la bocina. Myron la siguió.

– ¿Adónde vas?

– He cometido un error. No debería haberte llamado.

– Aimee, vuelve al coche. No estás segura aquí fuera.

– Vas a contárselo a mis padres.

– No lo haré. Lo prometo.

Ella dejó de correr y después se paró. Pasaron más coches zumbando por la Ruta 4. El empleado de la gasolinera les miró y abrió los brazos en un gesto de desesperación. Myron levantó un dedo como indicando que necesitaban un minuto.

– Lo siento -dijo Myron-. Sólo me preocupa tu bienestar. Pero tienes razón. Hice una promesa. La mantendré.

Aimee todavía tenía los brazos cruzados. Le miró con los ojos entornados, de ese modo que sólo pueden mirar los adolescentes.

– ¿Lo juras?

– Lo juro -dijo él.

– ¿No más preguntas?

– No.

Volvió al coche.

Myron la siguió. Dio su tarjeta al empleado y después se marcharon.

Aimee le dijo que cogiera la Ruta 7 Norte. Había tantos centros comerciales, tantos grandes almacenes, que parecía una sola línea continua. Myron recordaba que su padre, siempre que pasaban frente al centro comercial de Livingston, meneaba la cabeza, señalaba y se quejaba: «¡Fíjate cuántos coches! Si la economía va tan mal, ¿por qué hay tantos coches? El aparcamiento está lleno. Fíjate».

Los padres de Myron vivían actualmente en una comunidad vigilada cerca de Boca Raton. Su padre había vendido por fin la ferretería de Newark y ahora se pasaba la vida maravillándose con lo que la mayoría de personas llevaban haciendo años: «Myron, ¿Has estado en Staples? Por Dios, tienen toda clase de papeles y plumas. Y precios especiales. No quiero ni hablar de ello. He comprado dieciocho destornilladores por menos de diez dólares. Siempre que voy compro tantas cosas, que le digo al hombre de la caja, no veas cómo se ríe, Myron, siempre le digo, "he ahorrado tanto dinero que estoy en bancarrota"».

Myron miró de soslayo a Aimee. Recordaba sus años de adolescencia, la guerra que es la adolescencia, y pensó en todas las veces que había engañado a sus padres. Había sido un buen chico. No se metía en líos, sacaba buenas notas, estaba bien considerado por su destreza en el baloncesto, pero había ocultado cosas a sus padres. Todos los chicos lo hacen. Tal vez era saludable. Los niños que están demasiado vigilados, que están bajo la constante vigilancia de los padres, son los que acaban saliendo por la tangente. Todos necesitan una salida. Hay que dejar sitio a los chicos para que se rebelen. Si no, la presión no para de aumentar hasta que…

– Coge esa salida -dijo Aimee-. Linwood Avenue West.

Hizo lo que le decía. Myron no conocía bien la zona. Nueva Jersey es una serie de pueblecitos. Sólo se llega a conocer bien el propio. Él era un chico del condado de Essex. Aquello era Bergen. Se sentía fuera de su elemento. Cuando se pararon en un semáforo, suspiró y se recostó en el asiento, y aprovechó el movimiento para mirar bien a Aimee.

Parecía joven, angustiada e indefensa. Myron pensó en lo último un momento. Indefensa. Se volvió y la miró a los ojos, y encontró un desafío en ellos. ¿Indefensa era la palabra correcta? Por estúpido que fuera pensarlo, ¿cuánto jugaba el sexismo en eso? Pongámonos chauvinistas un momento. Si Aimee fuera un chico, por ejemplo un muchachote del equipo de fútbol del instituto, ¿estaría tan preocupado?

La verdad era que la trataba de forma diferente porque era una chica.

¿Eso estaba bien o era presa de una tontería de correcciones políticas?

– Coge la siguiente a la derecha, después a la izquierda hasta el final de la calle.

Así lo hizo. Pronto se vieron metidos en un laberinto de casas. Ridgewood era un pueblo antiguo pero grande, con árboles en las calles, casas victorianas, calles serpenteantes, colinas y valles. La geografía de Jersey. Los suburbios eran piezas de rompecabezas, interconectadas, con partes metidas dentro de otras partes, pocos límites claros o ángulos rectos.

Le guió por una calle en cuesta, hacia abajo por otra, a la izquierda, después a la derecha, y después otra vez a la derecha. Myron obedeció en piloto automático, con los pensamientos en otra parte. Intentó elaborar algo correcto que decir. Aimee había estado llorando, de eso estaba seguro. Parecía en cierto modo traumatizada, pero a su edad, ¿no es todo un trauma? Probablemente se había peleado con su novio, el tal Randy que había mencionado en el sótano. Quizás el tal Randy la había dejado. Los chicos hacían esas cosas en el instituto. Se dedicaban a romper corazones. Les hacía sentirse hombres.

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