Habían pasado tres semanas. Myron seguía saliendo con Ali. Era el día de la boda de Esperanza. Ali le acompañó. Myron entregó a la novia. Tom -nombre completo Thomas James Bidwell III- era primo de Win. No había muchos invitados. Curiosamente, la familia del novio, miembros diplomados de las Hijas de la Revolución Estadounidense, no estaba encantada con la boda de Tom con Esperanza Díaz, una latina del Bronx. Quién lo iba a decir.
– Es curioso -dijo Esperanza.
– ¿Qué?
– Siempre pensé que me casaría por dinero, no por amor. -Se miró al espejo-. Pero aquí me tienes, casándome por amor y consiguiendo dinero.
– La ironía no ha muerto.
– Eso es bueno. ¿Vas a ir a Miami a ver a Rex?
Rex Storton era una estrella de cine ya mayor a la que representaban.
– Cogeré un avión mañana por la tarde.
Esperanza se volvió, abrió los brazos y le dedicó una deslumbrante sonrisa.
– ¿Y bien?
Estaba espectacular.
– Uau -dijo Myron.
– ¿Tú crees?
– Ya lo creo.
– Pues vamos. Vamos a casarme.
– Vamos.
– Una cosa primero. -Esperanza le llevó a un lado-. Quiero que seas feliz por mí.
– Lo soy.
– No voy a dejarte.
– Lo sé.
Esperanza le miró a la cara.
– Seguimos siendo amigos íntimos -dijo ella-. ¿Está claro? Tú, yo, Win, Big Cyndi. No ha cambiado nada.
– Por supuesto que sí -dijo Myron-. Todo ha cambiado.
– Te quiero, ya lo sabes.
– Y yo te quiero a ti.
Ella volvió a sonreír. Estaba preciosa. Siempre había tenido un halo rústico alrededor. Pero ese día, con ese vestido, la palabra «luminoso» era sencillamente demasiado poco. Era tan alocada, un espíritu tan libre, había insistido tanto en que nunca sentaría la cabeza con otra persona. Pero allí estaba, con un hijo, a punto de casarse. Incluso había madurado.
– Tienes razón -dijo ella-. Pero las cosas cambian, Myron-. Y a ti nunca te han gustado los cambios.
– No empieces con eso.
– Fíjate. Viviste con tus padres hasta los treinta y tantos. Te has comprado la casa de tus padres. Sigues siendo amigo de tu compañero de universidad, quien, las cosas como sean, no puede cambiar.
Él levantó una mano.
– Lo he pillado.
– Pero es curioso.
– ¿Qué?
– Siempre pensé que tú serías el primero en casarte -dijo ella.
– Yo también.
– Win, bueno, francamente es mejor no entrar en eso. Pero tú siempre te has enamorado con tanta facilidad, sobre todo de esa bruja de Jessica.
– No la llames así.
– Como quieras. Tú eras perfecto para el sueño americano: casarte, tener dos coma seis hijos, invitar a los amigos a barbacoas en el patio, todo el rollo.
– Y tú nunca.
Esperanza sonrió.
– ¿No fuiste tú quien me enseñó lo de Men tracht und Gott lacht?
– Vaya, me encanta cuando las profanas os ponéis a hablar yiddish.
Esperanza le cogió del brazo.
– Esto puede ser bueno.
– Lo sé.
Ella respiró hondo.
– ¿Vamos?
– ¿Estás nerviosa?
Esperanza le miró.
– Ni un poquito.
– Pues adelante.
Myron la llevó por el pasillo. Creía que sería halagador hacer el papel de su difunto padre, pero cuando entregó la mano de Esperanza a Tom, cuando Tom sonrió y le estrechó la mano, Myron sintió ganas de llorar. Se apartó y se sentó en la primera fila.
La boda no fue tanto una mezcla ecléctica como una fantástica colisión. Win era el padrino de Tom y Big Cyndi la dama de honor de Esperanza. Big Cyndi, la antigua compañera del equipo de lucha, medía metro noventa y pesaba más de ciento veinte kilos. Sus puños parecían jamones en lata. Había dudado mucho sobre su atuendo: un vestido clásico de dama de honor de color melocotón o un corpiño negro de piel. Se había decidido por la calle de en medio: piel de color melocotón con flecos, sin mangas, luciendo unos brazos con unas dimensiones relativas y una consistencia de columnas de mármol de una mansión georgiana. Llevaba el cabello al estilo mohawk y en malva, y en lo alto un adorno de pastel de boda.
Mientras se probaba el… traje, Big Cyndi había abierto los brazos y dio una vuelta ante Myron. Las mareas de los océanos habían cambiado de curso y los sistemas solares de sitio.
– ¿Qué te parece? -preguntó.
– ¿Malva y melocotón?
– Es lo último, señor Bolitar.
Siempre le llamaba «señor». A Big Cyndi le gustaba la formalidad.
Tom y Esperanza intercambiaron votos en una iglesia singular. Los bancos estaban adornados con amapolas blancas. El lado del pasillo de Tom iba vestido de blanco y negro: un mar de pingüinos. El lado de Esperanza estaba tan lleno de color que Crayola habría mandado a un explorador. Parecía el desfile de Halloween en Greenwich Village. El órgano tocó hermosos himnos. El coro cantó como los ángeles. El escenario no habría podido ser más sereno.
Sin embargo, para la recepción, Esperanza y Tom querían un cambio de ritmo. Habían alquilado un club de S amp;M cerca de la Onceava Avenida llamado Leather and Lust. Big Cyndi trabajaba allí de gorila y a veces, a altas horas de la noche, salía al escenario a hacer un número que los dejaba a todos alucinados.
Myron y Ali aparcaron en un espacio al salir de la West Side Highway. Pasaron frente a King David's Slut Palace, una tienda porno abierta veinticuatro horas. Las ventanas estaban enjabonadas. Había un gran rótulo en la puerta que decía cambio de propietarios.
– Vaya -dijo Myron señalando el rótulo-. Ya era hora.
Ali asintió.
– Hasta ahora lo han llevado fatal.
Cuando entraron en Leather and Lust, Ali se paseó como si estuviera en el Louvre, mirando las fotos de la pared, observando los aparatos, los trajes, el material para atar. Meneó la cabeza.
– Soy una ingenua sin remedio.
– Sin remedio no -dijo Myron.
– ¿Qué es eso? -preguntó.
– No tengo ni idea.
– ¿A ti te…?
– Oh, no.
– Lástima -dijo Ali. Y después-: Es broma. Broma broma.
Su relación progresaba, pero la realidad de salir con alguien con hijos pequeños se estaba imponiendo. No habían pasado toda una noche juntos desde aquella primera. Myron sólo había podido saludar brevemente a Erin y a Jack desde la fiesta. No estaban seguros de cuán rápidos o lentos debían avanzar en su relación, pero Ali era muy firme en cuanto a que debían proceder lentamente con los chicos.
Ali tuvo que marcharse temprano. Jack tenía que hacer un trabajo para la escuela y ella le había prometido ayudarle. Myron la acompañó fuera, y decidió quedarse a pasar la noche en la ciudad.
– ¿Cuánto tiempo estarás en Miami? -preguntó Ali.
– Sólo un par de noches.
– ¿Te darían ganas de vomitar si te digo que te echaré de menos?
– No muy violentamente, no.
Ella le besó suavemente. Myron la observó alejarse, con el corazón acelerado, y después volvió a la fiesta.
Como ya había decidido quedarse, se puso a beber. No era lo que se podría decir un gran bebedor -aguantaba la bebida tan bien como una niña de catorce años- pero esa noche, en aquella maravillosa aunque rara celebración, se sentía de humor para emborracharse. Win también, aunque él necesitaba más para ponerse ciego. El coñac era como leche materna para Win. Apenas se le notaba el efecto, al menos en apariencia.
Esa noche no importaba. La limusina de Win les esperaba fuera. Les llevaría de vuelta a la ciudad.
El piso de Win en el Dakota valía mil millones de dólares y tenía una decoración que recordaba a Versalles. Cuando llegaron, Win se sirvió un oporto de un precio obsceno, Quinta do Noval Nacional 1963. La botella había sido decantada varias horas antes porque, como explicó Win, debes dar al oporto vintage tiempo para respirar antes de consumirlo. Myron normalmente se tomaba un chocolate, pero su estómago no estaba de humor. Además no le daría al chocolate tiempo de respirar.
Win puso la televisión y vieron Antiques Roadshow. Una mujer esnob con un acento arrastrado llevaba un horrible busto de bronce. Le contaba al tasador la historia de que Dean Martin, en 1950, había ofrecido a su padre diez mil dólares por aquel retorcido amasijo de metal, pero su padre, dijo ella con un dedo insistente y una mueca a juego, era demasiado astuto. Aquello podía valer una fortuna. El tasador asintió pacientemente, esperó a que la mujer acabara y después bajó el martillo: