En la plaza, el ambiente comienza a relajarse un poco, el eco de la trompeta flota en la montaña, el tambor es menos triste, la gente entra en calor. La luna aparece entre las nubes, la luz de las lámparas de petróleo parece más viva. La mujer gruesa, muy robusta, lleva un cuenco lleno de agua sobre la cabeza y, con un tallo de bambú en cada mano, hace girar unos platos. A continuación, inclina su talle redondo y da las gracias al público con un saltito de puntillas, tal como lo hacen los bailarines en la televisión. La gente aplaude también. El jefe de la compañía es un verdadero pico de oro, sus bromas son cada vez más numerosas y los números cada vez más escasos. El ambiente se caldea, la alegría se apodera de los asistentes.
El último número es un número de contorsionismo. Una muchacha vestida de rojo que, hasta aquel momento, pasaba los accesorios, salta encima de una mesa cuadrada sobre la que tres taburetes forman una pirámide. Se recorta sobre la sombra de las montañas, cuerpo rojo vivo iluminado por la luz blanca de las lámparas. En el cielo, el disco lleno de la luna, un instante antes oscuro, se ha tornado naranja.
Hace primero una figura de faisán de pie, apretando suavemente una pierna entre sus brazos y levantando bien alta la cabeza. La gente aplaude. Luego abre resueltamente las piernas en horizontal y se sienta sobre un taburete, sin hacerlo moverse ni un ápice. La gente la aclama. Por último, separa aún más las piernas y se arquea hacia atrás, sacando su pubis. La gente contiene el aliento. Su cabeza reaparece lentamente entre sus muslos, como un monstruo. La jovencita aprieta entre sus piernas su cabeza de la que le cuelga una larga trenza. Pone sus negros y redondos ojos como platos, llenos de tristeza, como si contemplara un mundo desconocido. Luego coge con ambas manos su pequeño rostro infantil. Diríase una extraña araña roja de forma humana, que escrutase a la multitud. La gente, que se apresta a aplaudir, suspende el gesto. Ella se apoya sobre las manos, levanta las piernas y se pone a girar sobre una sola mano; a través de su vestido rojo se dibujan muy claramente sus pezones. Se oye la respiración de los espectadores y se desprende un olor a sudor. A un niño que iba a hablar se lo impide un cachete que le propina la mujer que le sostiene en brazos. La muchacha de rojo aprieta los dientes, su vientre sube y baja lentamente, su rostro reluce de humedad. Se contorsiona hasta perder su figura humana, bajo este claro de luna, en la sombra profunda de estas montañas. Sólo sus finos labios y sus ojos negros brillantes expresan su sufrimiento. Y este sufrimiento atiza más el deseo cruel de los hombres.
Esta noche la gente está terriblemente excitada, como si corriera sangre de gallo por sus venas. Aunque sea va muy tarde, las casas permanecen casi todas iluminadas, y en sus interiores resuenan largamente voces y un ruido de objetos como si alguien se tropezara con ellos. También a mí me resulta imposible conciliar el sueño, mis pasos me conducen a la plaza vacía ahora. Las lámparas de petróleo han sido descolgadas y sólo persiste la claridad de la luna, límpida como el agua. No consigo hacerme a la idea de que a la sombra de estas montañas, solemne y profunda, se haya desarrollado un espectáculo donde la figura humana era deformada hasta tal punto, me pregunto si no ha sido un sueño.
60
No pienses en nada más cuando bailes. Acabas de conocerla, es tu primer baile con ella. Y te dice eso.
– ¿Qué pasa? -preguntas tú.
– El baile es el baile, no pongas expresamente esa cara seria.
Estallas a reír.
– Un poco de seriedad, apriétame.
– De acuerdo.
Ella se parte de risa.
– ¿De qué te ríes?
– ¿No puedes apretarme un poco más?
– Claro que sí, por supuesto.
Tú la aprietas. Sientes su pecho flexible y respiras el dulce perfume que sube de la piel de su amplio escote. En la estancia, la luz es muy tenue, un paraguas negro ha sido puesto delante de la lámpara colocada en un rincón. El rostro de las parejas bailando se funde en la sombra. Un radiocasete difunde una música suave.
– Así está muy bien -dice ella en voz baja.
Tu respiración levanta sobre sus sienes sus finos cabellos que acarician tus mejillas.
– Eres muy atractiva.
– ¿Qué quiere decir eso?
– Te amo, aunque no sea el gran amor.
– Es mejor así; el gran amor es demasiado complicado.
Dices que tú piensas lo mismo.
– Los dos, al fin y al cabo, somos de la misma raza -dice ella riendo, un poco emocionada.
– Estamos hechos el uno para el otro.
– No voy a casarme contigo.
– ¿Por qué ibas a querer hacerlo?
– Y sin embargo voy a casarme.
– ¿Cuándo?
– El año que viene tal vez.
– Queda mucho aún.
– Aunque sea el año que viene, no será contigo.
– Ni que decir tiene, ya lo sé. El problema es con quién.
– Con un hombre, en cualquier caso.
– ¿No importa cuál?
– No necesariamente. Pero, de todos modos, será preciso que pase por eso.
– ¿Y luego te divorciarás?
– Quizá.
– Y en ese momento tendré de nuevo la posibilidad de bailar contigo.
– Pero no me casaré contigo.
– ¿Por qué ha de ser así inevitablemente?
– Eres persona muy perspicaz.
Parece sincera.
Le das las gracias.
Por la ventana, se distinguen miles de luces que parpadean: lámparas de los inmuebles en forma de cubos y faros de los coches que circulan en una ola incesante. Una pareja de bailarines describe un círculo en la pequeña estancia y te da un golpe en la espalda. Tú te paras para retener a tu pareja.
– No te creas que voy a felicitarte porque bailes bien.
Ella aprovecha la ocasión para volver a la carga.
– No bailo para exhibirme.
– ¿Por qué, entonces? ¿Para acercarte a las mujeres?
– Hay maneras de estar aún más cerca.
– No eres muy indulgente que digamos.
– Porque tú no me sueltas ni un instante.
– De acuerdo, no diré nada más.
Se acaramela contra ti, cierras los ojos. Bailar con ella es un verdadero placer.
La vuelves a ver, una noche de pleno otoño en que sopla un viento del nordeste glacial. Luchas contra el viento en bici. Por la carretera, las hojas muertas y los papeles sucios remolinean. Sientes ganas de repente de ir a ver a uno de tus amigos, un pintor, y así podrás esperar en su casa a que el viento amaine. Tuerces por una callejuela iluminada por unas farolas amarillentas y divisas una silueta solitaria, la cabeza metida entre los hombros; te sientes de golpe un poco triste.
En el patio de un negro de tinta, allí donde él vive, sólo un resplandor luce en la ventana. Llamas a la puerta. Una voz sorda te responde. Te abre y te dice que tengas cuidado con el escalón, en la oscuridad. La habitación está iluminada por una vela que resplandece dentro de una nuez de coco serrada.
– No está mal. Se ve que aprecias lo agradable del lugar. ¿Qué haces?
– Nada -responde.
Hace calor en la habitación. Va vestido únicamente con un jersey ancho, el pelo desgreñado. En invierno, hay instalada una estufa, equipada con una chimenea.
– ¿Estás enfermo?
– No.
Percibes un movimiento cerca de la vela. Los muelles del viejo canapé chirrían y descubres entonces a una mujer.
– Tienes una invitada, por lo que veo -digo para excusarme.
– No pasa nada. Siéntate. -Me señala el canapé.
Y allí la reconoces al fin. Te tiende indolentemente la mano, una mano frágil y suave. Sus largos cabellos cuelgan delante de sus ojos. Sopla sobre un mechón para apartarlo. Bromeas:
– Si no recuerdo mal, antes no tenías el pelo tan largo.
– A veces, me lo recojo, otras me lo dejo suelto. Simplemente, no habías reparado en ello.
Ella se ríe haciendo un mohín.
– ¿Os conocéis? -pregunta tu amigo el pintor.