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Y así fue como sus contemporáneos echaron a perder a Zheng Banqiao. Lo que en él era desapego se convirtió en simple ornamento para los pintores frustrados. Se ha abusado tanto de sus trazos de bambú que se ha caído en lo puramente convencional, una manera simple por parte de ciertos letrados de adaptarse a los gustos sociales.

Lo que peor soporto es la pretendida «estupidez extravagante». ¿Quieres ser estúpido? Pues selo, ¿dónde está el problema? En realidad es una manera de parecer inteligente simulando la tontería.

Era un genio desgraciado, mientras que Bada estaba loco.

Al principio simulaba la locura, luego se volvió realmente loco. Sus logros artísticos se deben a que no jugaba a hacerse el loco.

O bien, sólo se dio cuenta de la locura del mundo al examinarla con mirada extraña.

O bien, no pudiendo soportar el mundo el sano juicio, acabó abocándole a él a la locura, para alcanzar así su perfección.

Al final de sus días, Xu Wei * también se volvió loco y asesinó a su mujer.

O bien, fue su mujer quien le asesinó a él.

Resulta duro decirlo, pero, incapaz de soportar las costumbres de su tiempo, no pudo sino caer en la locura.

El que, en cambio, no fue ningún loco fue Gong Xian, trascendió las costumbres de su tiempo sin tratar de oponerse a él y supo preservar su propia naturaleza.

No quiso luchar nunca contra la necedad con lo que llamamos la inteligencia, llevó una vida muy apartada y se enfrascó en un sueño lúcido.

Era también una especie de autoprotección. Sabía que no podía oponerse a este loco mundo.

Tampoco era su intención oponerse, eso nunca le preocupó en exceso y supo proteger su integridad personal.

No era un ermitaño, no se decantó hacia la religión, ni era tampoco budista ni taoísta. Pasaba su vida en su huerto y vivía de las clases que impartía; con su pintura nunca trató de ganar favores, no envidió a nadie, su pintura pertenece por entero al dominio de lo inefable.

Su pintura no tiene ninguna necesidad de consagración, pues la esencia de su pintura refleja ya la hondura de sus sentimientos.

Tú o yo, ¿podemos lograrlo?

Pero él ya lo logró, con ese paisaje nevado.

¿Puedes certificar que esta pintura es suya?

¿Importa eso realmente? Si piensas que es suya, suya es.

¿Y si no?

Entonces no es suya.

En otras palabras, tú y yo creemos que la hemos visto.

Así pues, suya es.

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Al abandonar los montes Tiantai, me he dirigido a Shaoxing, reputada por sus añejos aguardientes y las celebridades de que fue cuna: políticos, hombres de letras, grandes pintores e incluso una heroína revolucionaria. Actualmente sus mansiones son museos conmemorativos. Incluso ha sido restaurado el templo de tierra batida donde se pretende que el personaje más vil nacido de la pluma de Lu Xun, Ah Q, * encontraba refugio por la noche. Ha sido pintado de vivos colores y adornado con una placa que ostenta una dedicatoria trazada por un célebre calígrafo contemporáneo. Ah Q no habría podido imaginar nunca que disfrutaría de semejante prestigio tras su muerte, él que fue decapitado como un bandido. Me doy perfecta cuenta de hasta qué punto la gente humilde de esta localidad debía de llevar una vida precaria, sobre todo la heroína revolucionaria Qíu Jin, * que había tomado partido por la grandeza de su nación.

Una foto de ella cuelga en su antigua residencia: una mujer de talento nacida en el seno de una gran familia, afable y hermosa, de graciosas cejas, mirada viva y aspecto distinguido. Sin embargo, fue decapitada a sus veinte y tantos años a la luz del día, tras haber sido paseada por la ciudad, atada de pies y manos.

El gran escritor Lu Xun se pasó la vida ocultándose y huyendo. Felizmente, terminó por refugiarse en una concesión extranjera, pues en caso contrario no habría muerto de enfermedad sino sin duda asesinado. Ningún sitio de este país es un lugar seguro. Lu Xun escribió: «Derramo mi sangre por Xuanyuan». Esta frase me la aprendí de memoria cuando era estudiante, pero ahora no puedo dejar de dudar acerca de lo bien fundado de la misma. Xuanyuan es el nombre del Emperador Amarillo, que fue, según la leyenda, el primer emperador de este país, de esta patria, de esta nación. ¿Por qué tiene uno que derramar por fuerza su sangre por la gloria de sus antepasados? ¿Es algo verdaderamente grandioso derramar la propia sangre? Dado que uno no tiene más que una cabeza, ¿por qué habría de dejársela cortar por ese tal Xuanyuan?

La sentencia de Xu Wei: «En el mundo, todo cuerpo es falso, es el propio hombre quien tiene que modelarlo, mi verdadero rostro soy yo quien lo creo» es más penetrante aún. Pero dicho cuerpo, por más que sea falso, ¿por qué debe tener el hombre la obligación de modelarlo? Falso o no, ¿no sería posible ahorrarle la responsabilidad de modelarlo? Además, por lo que se refiere a este verdadero rostro, que sea auténtico o no carece de importancia, el problema radica en crearlo o no.

En el fondo de la callejuela, todo ha permanecido en su sitio igual que en el pasado: su «biblioteca cubierta de hiedra», el despacho con las ventanas claras y la mesita de té en un estado impecable. Un lugar tan apacible debió de proteger a Lu Xun de la locura. El mundo no está hecho sin duda para los hombres, pero los hombres deben pese a todo vivir en él. Si uno quiere existir y preservar el «verdadero rostro» que tenía en el momento de nacer, si no se quiere morir de forma violenta ni volverse loco, sólo cabe huir. No me quedaré por más tiempo aquí, me voy a toda prisa.

En las afueras de la ciudad se encuentra la tumba de Yu el Grande, en los montes Guiji, primer soberano de una dinastía poseedora de una genealogía fiable desde el siglo XXI antes de nuestra era. Fue aquí donde unificó el Imperio, donde reunió a los príncipes feudatarios y recompensó a cada uno de acuerdo a sus méritos.

Cruzo el puentecillo de piedra que salva el río Ruoye, al pie de una colina cubierta de abetos: en la plaza, delante de los vestigios de la tumba de Yu el Grande, hay puestas a secar unas espigas de trigo. La mies tardía ya ha sido cosechada. El reconfortante sol de otoño me sumerge en un grato adormilamiento.

Una vez cruzada la puerta, en este gran patio silencioso, me embarga un sentimiento de soledad. Imagino cómo aquí, hace siete mil años, los descendientes del hombre de Hemudu cultivaban el arroz, criaban cerdos y modelaban personajes de terracota, cómo los descendientes del hombre de Liangzhu * hacían cerámicas con signos en huecograbado y motivos geométricos, y cómo Yu el Grande pasó revista a los antepasados de los Baiyue * con el cuerpo tatuado y los cabellos cortados, con sus tótemes de pájaros. Fangfeng, un zafio gigante, ataviado con unas ropas de cáñamo que flotaban a su alrededor, ceñido con una correa de cuero, llegó con retraso a la ceremonia. Yu el Grande ordenó al punto a su guardia personal decapitarlo.

Hace dos mil años, Sima Qian ** vino en persona a investigar aquí para escribir sus monumentales Memorias históricas. También él fue castigado por el emperador y, si bien pudo salvar la cabeza, perdió sus partes pudendas.

En el tejado del edificio principal, entre dos dragones azules, un espejo redondo refleja la luz cegadora del sol. En la sala oscura del templo se alza una estatua reciente de Yu el Grande, que expresa una benevolencia un tanto convencional. En cambio, las nueve hachas situadas detrás de él, símbolos de su acción pacificadora de las nueves regiones, resultan más significativas.

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