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Era exactamente la frase que había pronunciado el viejo botánico cuando me encontraba en el bosque virgen.

Las del interior decían:

«Mirando sin ver, escuchando sin oír, vacío y serenidad alcanzarás. Allí están los tres cielos: el cielo de jade, el cielo supremo y el cielo extremo.

»Coligiendo el comienzo de los remotos tiempos, encontrando la clave, todo es claro y tres leyes descubrirás: la ley celestial, la ley terrenal, la ley humana».

El viejo superior me explicó el sentido de estas frases:

– El tao es el origen de los diez mil seres, y es también la ley que rige los diez mil seres. Lo subjetivo y lo objetivo se respetan mutuamente y se funden en uno. El origen es el ser en el no-ser y el no-ser en el ser, si los dos se unen es el a priori, es decir, que el cielo y el hombre se unen, y el punto de vista del hombre y del cosmos alcanzan la unidad. Los taoístas tienen la pureza como principio fundamental, la no-acción como sustancia, la naturaleza como forma de vida, la longevidad como verdad, pero la longevidad exige la anulación del yo. Éstos son a grandes rasgos los principios del taoísmo.

Mientras me hablaba, chicos y chicas formaron corro en torno a nosotros. Una joven monja pasó incluso su brazo por encima del hombro de un chico, concentrada la atención, llena de inocencia. Ignoro si seré capaz de alcanzar este estado de anulación del yo, de paz y de ausencia de deseos.

Una noche, después de la cena, jóvenes y viejos, chicos y chicas, se reunieron en el patio del templo para ver quién conseguía hacer resonar, soplando dentro, una rana de cerámica mayor que un perro. Algunos lo lograban, otros no. El ambiente estuvo animado durante un buen rato, luego se dispersaron para cumplir con sus obligaciones de la noche. Yo permanecí solo, sentado en el umbral de la puerta, mirando fijamente el tejado del templo desprovisto de toda decoración masiva y aterradora de dragones, serpientes, tortugas o peces.

Los tejados inclinados de líneas puras se destacaban en el cielo. Detrás, los árboles se elevaban en el bosque, balanceándose silenciosamente en el viento del atardecer. En un momento dado, se hizo un silencio total. Sin embargo, uno tenía la sensación de seguir oyendo un nítido silbido que venía de no se sabe dónde. Se prolongaba tranquilamente, luego desaparecía lentamente. El murmullo del riachuelo que pasaba por debajo del puente de piedra, en la puerta del templo, y el murmullo del viento de la noche parecieron entonces, por un instante, emanar de mi propio corazón.

64

Cuando ella vuelve con el pelo cortado, esta vez reparas en ello.

– ¿Por qué te has cortado el pelo?

– Para romper con el pasado.

– ¿Y lo has conseguido?

– De todas formas, es necesario hacerlo. Hago como si hubiera roto.

Tú te ríes.

– ¿Qué te hace tanta gracia? -Luego ella añade con dulce voz-: Me arrepiento un poco, ¿te acuerdas de mi bonito pelo?

– Está muy bien así. Eres más libre. Ya no tienes que soplar para apartarte el flequillo. Era un incordio.

Es ella quien se ríe esta vez.

– Deja de hablarme de mi pelo, hablemos de otra cosa, ¿de acuerdo?

– ¿De qué?

– De tu llave. ¿No la perdiste?

– La he encontrado. -Podría haber dicho también que la había perdido, que era inútil buscarla.

– Cuando uno ha roto, ha roto.

– ¿Te refieres a tu pelo? Yo, a mi llave.

– Me refiero a mis recuerdos. Tú y yo somos de la misma raza.

Ella frunce los labios.

– Pero siempre falta un poquito de nada para que nos encontremos.

– ¿A qué llamas tú un poquito de nada?

– No me atrevo a decir que sea culpa tuya, pero sí digo que siempre nos cruzamos.

– Pero esta vez he venido, ¿o no?

– Tal vez vayas a marcharte de nuevo enseguida.

– O tal vez me quede.

– Entonces está muy bien, por supuesto.

Sin embargo, te sientes incómodo.

– Tú no sabes más que hablar de eso, sin hacerlo.

– ¿Hacer el qué?

– ¡El amor, naturalmente! Sé lo que necesitas.

– ¿Amor?

– Una mujer. Necesitas una mujer -dice ella con franqueza.

– Pues bien, ¿y tú? -La miras fijamente a los ojos.

– Pues igual, yo necesito un hombre.

Cruza por su mirada un destello de desafío.

– Mucho me temo que uno solo no te baste.

Vacilas un poco.

– Pues bien, digamos que necesito a los hombres.

Ella es más directa aún que tú.

– Es más exacto así.

Te sientes aliviado.

– Cuando un hombre y una mujer están juntos…

– El mundo es como si desapareciera…

– … Sólo queda el deseo.

Ella apostilla tu frase.

– Estoy de acuerdo contigo. Son palabras que salen del fondo del corazón. Pues bien, ahora, un hombre y una mujer están juntos…

– Entonces, ven -dice ella-. Baja el estor.

– ¿Prefieres la oscuridad?

– Así uno puede olvidarse.

– ¿No lo has olvidado ya todo? ¿Tienes aún miedo de ti misma?

– Me estás fastidiando. Piensas en ello, pero no te atreves a hacerlo. Déjame que te ayude.

Ella se pone delante de ti y te acaricia el pelo. Hundes la cabeza en su pecho y murmuras:

– Voy a bajar el estor.

– No vale la pena.

Ella se sacude, agacha la cabeza y se baja la cremallera de los vaqueros. Ves un enredijo en la blanca y fina carne apretada por el elástico de la braga. Pegas a él tu rostro y besas su tierno pubis. Ella aprieta tu mano:

– No seas tan impaciente.

– ¿Te desvistes tú sola?

– Sí, ¿no es más excitante?

Ella se saca la blusa por encima de la cabeza, que agita por costumbre, pues ya no es necesario con sus cabellos cortos. Se mantiene de pie delante de ti, en medio de sus ropas desparramadas, desnuda, con su mata de vello, tan negra como sus cabellos, que brilla con un vivo resplandor. No le queda más que su sujetador bien repleto. Estira las dos manos hacia su espalda y se dirige a ti en un tono de reproche mientras frunce el ceño:

– ¿Ni siquiera esto sabes hacer?

Turbado, no has comprendido en el acto.

– ¡Sé un poco atento, hombre!

Te levantas al punto, te colocas detrás de ella y le desabrochas el sujetador.

– Está bien. Ahora te toca a ti.

Ella lanza un suspiro de alivio y viene a sentarse en el sillón frente a ti, sin dejar de mirarte fijamente, con una vaga sonrisa en los labios.

– ¡Eres una arpía!

Apartas encolerizado las ropas que acabas de quitarte.

– No, una diosa -rectifica ella.

Totalmente desnuda, tiene un aire realmente imponente, inmóvil, esperando que tú te le acerques. Por último, cierra los ojos y te deja besar todo su cuerpo. Quieres murmurar algo.

– No, no digas nada.

Ella te estrecha muy fuerte y, sin un ruido, te fundes con ella.

Una media hora o tal vez una hora más tarde, se levanta de la cama y pregunta:

– ¿Tienes café?

– En la repisa.

Ella llena un tazón en el que remueve una cucharilla, se sienta en el borde de la cama y toma un sorbo mientras te observa.

– ¿No crees que es delicioso? -dice.

Tú no tienes nada que decir. Ella bebe con deleite, como si nada hubiera pasado.

– ¡Qué mujer más extraña eres! -Contemplas el halo de sus desarrollados pechos.

– Yo no tengo nada de extraño, todo es de lo más natural. Necesitas el amor de una mujer.

– No me hables de mujer y de amor. ¿Eres así con todo el mundo?

– Es suficiente con que quiera a alguien y le desee.

Su tono neutro te ha puesto furioso. Tienes ganas de herirla, pero te limitas a decir:

– ¡Qué puta!

– ¿No es eso acaso lo que tú quieres? Es más difícil para ti que para una mujer. Si a ella le importa un bledo, ¿por qué habría de dudar en disfrutar de la situación? ¿Qué más tienes que decir?

Ella deja su taza, vuelve hacia ti sus grandes pezones pardos y dice en un tono compasivo:

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