Tú dices que también tú, por supuesto, te acuerdas de esa velada de Año Nuevo, el último año del bachillerato. Era la primera vez que bailabas con una chica, no parabas de pisarla, eras terriblemente tímido, pero ella te repetía que no tenía importancia. Estaba nevando aquella noche, los copos se fundían en tu rostro y, el camino de vuelta a casa después de la velada, lo hiciste a grandes zancadas para dar alcance a la chica con la que habías bailado y que iba por delante de ti…
¡No me hables de otras chicas!
Voy a hablarte del gato que había en mi casa y que era tan vago que ni tan siquiera cazaba ratones.
No me hables de gatos.
¿De qué, entonces?
Cuéntame si la viste, si viste a esa chica.
¿Qué chica?
La chica que se ahogó.
¿La joven instruida instalada en el campo? ¿La muchacha que se suicidó arrojándose al río?
No.
¿Cuál, entonces?
¡La que os atrajo diciendo que fuerais a daros un baño nocturno y a la que a continuación violasteis!
Tú dices que no estabas allí.
Ella dice que está segura de que estabas.
¡Tú afirmas que puedes jurarlo!
Pues bien, sin duda la tocaste.
¿Cuándo?
Debajo del puente, por la noche, tú también la tocaste, ¡todos los chicos sois igual de malos!
Tú dices que en esa época eras todavía un crío, que no te habrías atrevido.
Por lo menos la miraste.
Por supuesto que la miré, no era de una belleza nada corriente, era realmente atractiva.
No la miraste de manera inocente, miraste su cuerpo.
Tú dices que sólo pensaste en ello.
Eso es mentira, seguro que lo hiciste.
Es imposible.
¡Claro que es posible! Eres capaz de todo, ibas a menudo a su casa.
Pues bien, ¿y qué, qué pasó en su casa?
¡En su habitación! Ella dice que le arremangaste la ropa.
¿Cómo?
Ella estaba de pie, apoyada contra la pared.
Tú dices que fue ella la que se arremangó la ropa.
¿Así?, dice ella.
Un poco más arriba, dices tú.
¿No llevaba nada debajo? ¿Ni siquiera sujetador?
Sus pechos acababan de despuntarle. Por supuesto que se alzaban, pero tenía los pezones aún encogidos.
¡No me hables más de ello!
Tú dices que ha sido ella la que ha querido que hablaras.
Ella no quería que hablaras de eso, no quiere seguir escuchando más.
¿Qué quieres que te diga, entonces?
Lo que tú quieras, pero no me hables más de mujeres.
Le preguntas qué le pasa.
No es a ella a la que amas.
¿Cómo puedes decir eso?, preguntas tú.
Cuando hiciste el amor con ella, pensabas en alguna otra.
¡Eso no es cierto! Esta afirmación no tiene ningún fundamento.
Ella dice que no quiere seguir escuchándote, que no quiere saber nada.
Perdóname, la interrumpes tú.
No debes decir nada más.
Tú dices que en ese caso, eres tú quien la escuchas.
Tú nunca la has escuchado.
Tú le preguntas expresamente si siempre comía sandía en la Escuela de Mandos.
Eres un verdadero zopenco.
Le suplicas que continúe, le prometes que no la interrumpirás más.
Ella dice que no tiene nada más que decir.
33
A medida que se remonta el río Taiping desde el distrito de Jiangkou hasta el nacimiento del Jin, las montañas de ambas orillas se vuelven cada vez más imponentes. Una vez pasada la aldehuela de Panxi poblada de han, de tujia y de miao, se entra en la reserva natural. Allí las cadenas verdeantes de montañas comienzan a estar cerca y el lecho del río se estrecha encajonándose. La estación de vigilancia del río Heiwan, un pequeño edificio de ladrillo de dos plantas, está instalada al fondo de una ensenada. El jefe de la estación es un hombre de mediana edad, alto, moreno y enjuto. Las dos serpientes vivas que he visto fue él quien se las confiscó a un furtivo que no era de la región. Me explica que, en las orillas del río, las serpientes qi son particularmente numerosas entre las hojas de Apocynum venetum.
– Este es el reino de la serpiente qi.
Es gracias a esta serpiente que este bosque subtropical de frondosos árboles se ha conservado hasta nuestros días en estado prácticamente virgen.
Ha viajado mucho, como soldado, luego como mando, pero ahora ya no quiere moverse de aquí. Recientemente, rechazó un puesto de comisario de policía y de jefe de la estación de plantación de la reserva natural. Prefiere permanecer aquí totalmente solo, vigilando esta montaña a la que ha tomado afecto.
Según él, cinco años antes, había aún tigres que venían a cazar vacas a la aldea, pero ahora ya nadie ve el menor rastro de ellos. El año pasado, confiscó un leopardo muerto por los montañeses y lo expidió a la oficina de gestión del distrito. Pusieron sus huesos en un baño de anhídrido arsenioso para conservarlos como ejemplares y los guardaron bajo llave. Pero un ladrón se introdujo en el cuarto por la tubería de desagüe y se los llevó. Vendidos como huesos de tigre para ser mezclados con aguardiente, se cree que proporcionan la longevidad.
Me explica que no es ni ecologista ni investigador, sino un simple guarda que permanece en esta estación desde su construcción. El pequeño edificio tiene varias dependencias y puede acoger a los especialistas que vienen de todas partes, ya para investigar, ya para recoger muestras. Su papel consiste en facilitarles la estancia.
– ¿No se siente usted aquí solo, después de tanto tiempo?
Al parecer no tiene ni mujer ni hijos.
– Las mujeres son demasiado plomo.
Y me habla de la época en que era soldado durante la Revolución Cultural; las mujeres también se habían lanzado a pecho descubierto en el movimiento. Una de ellas, una joven miliciana de diecinueve años, se convirtió en tirador de élite de la provincia. Al recrudecerse la lucha armada, se echó al monte con su facción y se cargó uno tras otro a cinco combatientes a los que habían cercado. Loco de rabia, su superior ordenó que la cogieran viva. Al quedarse sin munición, acabó siendo apresada. La desvistieron totalmente y un soldado le vació su cargador en la vagina, haciéndola papilla.
Cuando era responsable del personal en una pequeña mina de carbón, los mineros se batieron incluso con arma blanca por una mujer. Fue testigo de demasiadas trifulcas debido a las mujeres. También él estuvo casado, pero se separó y ahora no quiere ni oír hablar del matrimonio.
– Puede venirse a vivir aquí para escribir sus libros. Podríamos beber juntos. Yo tomo algo en cada comida, no mucho, pero siempre un poquito.
Un campesino pasa por el puente, hecho con el tronco de árbol atravesado sobre el agua, que hay enfrente de la puerta de la casa. Lleva en la mano una ristra de pececillos. Mi anfitrión le saluda y le hace seña de que se acerque explicándole que tiene un invitado.
– Voy a hacer una fritada picante con sésamo, es estupenda para acompañar el aguardiente.
Me explica que, si quiere comer carne fresca, siempre puede pedírsela a los campesinos que vuelven del mercado. En la aldehuela más próxima, a veinte lis de aquí, hay una pequeña tienda donde se puede comprar aguardiente y cigarrillos. Lo más normal es que se alimente de queso de soja, pues cada vez que un campesino lo prepara le reserva un poco. Cría también algunas gallinas. Tiene, así pues, siempre pollos y huevos.
Es mediodía, al pie de las montañas verdeantes tomo aguardiente con él mientras degusto su fritada a la pimienta y sésamo y el cuenco de carne de cerdo en salazón que ha preparado.
– Es verdaderamente una vida digna de inmortales ésta -digo yo.
– De inmortales o no, lo cierto es que aquí se está tranquilo. Por lo menos a uno no le molestan demasiado. Las cosas son simples para mí, un solo camino conduce a este lugar y pasa ante mis ojos. Mi única tarea consiste en vigilar las montañas.