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Tú dices que él ha perdido la llave.

Ella dice que comprende.

Tú dices que él había visto perfectamente esa llave dejada sobre la mesa, pero que ha desaparecido tan pronto como se ha dado la vuelta.

Ella dice que sí, que así es.

Dices que era una llave muy sencilla, sin llavero; al principio tenía uno, que era un perrito de pelaje rizado, un pequinés, de plástico rojo. Se lo había regalado una amiga, amiga nada más, no una amiguita.

Ella dice que está claro.

Tú dices que a continuación el perrito se rompió, era cómico, se había roto por el cuello, no quedaba de él más que una cabecita roja; a él eso le pareció un poco cruel y lo había separado de la llave.

¡Claro!, dice ella.

Tú dices que él creía haber dejado la llave sobre el pie de la lámpara del escritorio, al lado de unas chinchetas; éstas siguen allí, pero la llave ha desaparecido. Ha apartado los libros que había encima de la mesa: también había allí unas cartas, en espera de una hipotética respuesta, amontonadas cerca de la lámpara. El interruptor estaba tapado por un sobre. Pero la llave seguía inencontrable.

Son cosas que pasan a menudo, dice ella.

Él quería salir para ir a una cita, pero no podía dejar la puerta abierta. Si la hubiera cerrado, no habría podido entrar sin llave. Tenía que encontrarla. Entre los libros, papeles, correspondencia, monedas sueltas que cubrían la mesa, una llave hubiera tenido que verse fácilmente.

Es cierto.

Pero no había manera de encontrarla. Se había puesto a gatas debajo de la mesa, había retirado con la ayuda de una escoba un montón de pelotillas e incluso un billete de autobús. Cuando una llave cae al suelo, siempre hace un ruido, ahora bien, allí, en el suelo, no había más que algunos libros apilados, pero de llave nada. Imposible confundir una llave con un libro.

Por supuesto.

Pura y simplemente se había volatilizado.

¿Y en los cajones?

Ha buscado también. Recordaba que había abierto los cajones. Tenía la costumbre de guardar en ellos la llave a la derecha, era una vieja costumbre. El cajón estaba lleno de toda clase de documentos: cartas, manuscritos, chapas de matrícula de bicis, comprobantes de atención médica gratuita, recibos del gas. También algunas medallas, el estuche de una pluma, un cuchillo mongol y una pequeña espada de esmalte cloisonné, todos modestos objetos sin valor, meros recordatorios.

Todo el mundo tiene, son preciosos a los ojos de sus propietarios.

Los recuerdos no son necesariamente todos preciosos.

Es cierto.

A veces es incluso una liberación olvidarlos. Un botón, por ejemplo, que ya no se utilizará nunca más; el traje en el cual estaba cosido este botón de cristal azul oscuro se ha convertido desde hace tiempo en una fregona, pero el botón no ha sido tirado.

Bueno, ¿y a continuación?

A continuación, ha abierto todos los cajones y ha rebuscado en ellos.

No podía estar allí.

Lo sabía, pero ha rebuscado por todas partes.

Por supuesto. ¿Y sus bolsillos, los ha revisado?

Los ha revisado todos. Los bolsillos delanteros y los bolsillos traseros de su pantalón, que ha tenido que palpar por lo menos cinco o seis veces, los bolsillos de su chaqueta puesta sobre la cama también. Ha rebuscado en los bolsillos de toda la ropa que había sacado, no en los de la que tenía guardada en su maleta.

Y a continuación…

A continuación, ha desparramado por el suelo todo cuanto había encima de la mesa, ha puesto un poco de orden en las revistas colocadas en la estantería de la cabecera de la cama, incluso ha abierto los armarios de los libros, ha sacudido las mantas, el colchón, ha mirado debajo de la cama, ¡ah!, sí, y también en los zapatos, porque un día una moneda de cinco fens se cayó dentro de uno de sus zapatos y no se dio cuenta de ello más que al salir, pues le molestaba al andar.

Pero sus zapatos, ¿no los llevaba puestos?

Sí, pero como los libros de la mesa de trabajo estaban ahora en el suelo, no tenía ya sitio para andar y no quería pisotear los libros con sus zapatos. Se descalzó con determinación y se puso a buscar agachado.

¡El pobre!

Y esa llave tan sencilla, sin llavero, había desaparecido en la habitación. Ya no podía salir y contemplaba, impotente, esta habitación puesta patas arriba. Diez minutos antes, su vida estaba aún en orden. No podía decir que su habitación estuviera perfectamente limpia y ordenada, nunca lo estaba realmente, pero resultaba a pesar de todo agradable a la vista. Él tenía su manera de vivir, sabía dónde había puesto cada uno de sus objetos y encontraba su habitación muy confortable. En resumidas cuentas, tenía unos hábitos que le proporcionaban una sensación de confort.

Así es.

Pero ahora no era así. ¡Todo estaba puesto a la buena de Dios, de cualquier manera!

No había que ponerse nervioso, había que reflexionar.

Dices que se había hecho mala sangre, que no tenía ya ningún lugar donde dormir, ningún lugar donde sentarse, ningún lugar incluso donde permanecer de pie, su vida se había vuelto un verdadero estercolero. Únicamente podía arrodillarse sobre sus montones de libros. ¿Cómo no perder los nervios? Sólo podía tomarla consigo mismo. No era culpa de los demás, pues era él quien había perdido la llave de la puerta, él quien había creado un desorden semejante. No había manera de liberarse de este desorden, de este enorme lío. ¡Y no podía salir, a pesar de sus obligaciones!

Sí.

No quería seguir contemplando este espectáculo, permanecer por más tiempo en esta habitación.

¿Y tenía una cita, no?

Cita o no, es cierto, tenía que salir, pero llevaba ya una hora de retraso para su cita. No se puede estar esperando una hora sin hacer nada. Además, no se acordaba ya muy bien dónde era esa cita, ni siquiera con quién había quedado.

Con una amiga, sin duda, dice ella en voz baja.

Tal vez sí, tal vez no. Dice que no se acuerda ya realmente. Pero tenía que salir, no podía soportar más esa leonera.

¿Ha dejado la puerta abierta, entonces?

No ha podido hacer otra cosa que salir sin cerrar con llave. Una vez abajo de la escalera, en la calle, los transeúntes iban y venían como de costumbre, la marea de coches discurría sin fin, sin que se supiera lo que tanto les urgía. Ha bajado y ha comenzado a andar por la acera. Nadie sabía que él había perdido la llave, nadie sabía que su puerta había quedado abierta, nadie iba a ir a su casa para robarle sus pertenencias. Únicamente sus amigos íntimos podían acercarse hasta allí, pero una vez que vieran que no había ni sitio donde poner los pies, se sentarían sobre las pilas de libros y le esperarían hojeando alguno. Luego se cansarían y se irían. Era inútil ocuparse de ellos. Sin embargo, estaba preocupado por su habitación, aunque no había nada allí que valiera la pena ser robado, aparte de algunos libros, de la ropa o zapatos de lo más normales y corrientes. Sus mejores zapatos los llevaba precisamente puestos. Había además montones de manuscritos inconclusos, abandonados por cansancio. Al caer en la cuenta de esto, ha empezado a sentirse contento y ha dejado de pensar en esa jodida llave perdida y en la puerta de su habitación. Se ha paseado entonces a la ventura por las calles. Normalmente, siempre andaba con prisas, atareado, se agitaba sin cesar por sí mismo o por tal o cual persona o asunto. Ahora ya no estaba actuando por nadie y nunca se había sentido tan ligero. Ha aminorado el paso, cosa que hacía muy raramente en tiempo normal, y ha avanzado primero la pierna izquierda, sin apresurarse por levantar la derecha; esto no era fácil de hacer. No sabía ya andar de modo tranquilo, no sabía ya pasear. Cuando se pasea, se pisa el suelo con toda la planta de los pies, de manera absolutamente relajada.

Sentía una sensación extraña andando así y los transeúntes parecían haberlo notado; debían de haber reparado en que le pasaba algo anormal. De reojo, ha observado a la gente con la que se cruzaba, pero se ha dado cuenta de que sus ojos penetrantes no estaban de hecho pendientes más que de sí mismos. A veces, por supuesto, echaban un vistazo a los escaparates de las tiendas preguntándose si los precios eran buenos. Se ha dado cuenta al punto de que era el único en esa calle que miraba a los demás, pero que nadie se fijaba en él. Por último, era el único en caminar a la manera de un plantígrado, pisando el suelo con toda la planta de los pies. Los otros andaban sobre los talones, lesionando de paso, un día tras otro, año tras año, sus nervios encefálicos. Sus problemas, su ansiedad, eran ellos mismos quienes se los creaban, ¿o no?

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