– Mi pobre chiquillo, ¿no tienes ganas de volver a empezar?
– ¿Por qué no?
Avanzas hacia ella.
– De todas formas, debes de estar satisfecho -dice ella.
Quieres asentir con la cabeza en vez de responder, pero empiezas a sentir unas agradables ganas de dormir.
– ¡Di algo! -te implora ella al oído.
– ¿Decir el qué?
– No importa el qué.
– ¿Hablar de la llave?
– Si tienes aún alguna cosa que decir.
– Podríamos decir que esa llave…
– Te escucho.
– Se ha perdido, eso es todo.
– Eso ya lo has dicho.
– Por último, él salió a la calle…
– A la calle, ¿que era cómo?
– La calle estaba llena de gente que tenía prisa.
– ¡Continúa!
– Él está un poco sorprendido.
– ¿De qué?
– No comprende por qué la gente está tan ocupada.
– Les gusta estar ocupados.
– ¿Es acaso una obligación?
– Si no estuvieran ocupados, no podrían dejar de estar un poco inquietos.
– Es cierto. Todos tienen una expresión extraña, como si estuvieran preocupados.
– Y también una expresión muy seria.
– Entran con cara seria en las tiendas, salen con cara seria, cogen con cara seria un par de zapatillas, se sacan con cara seria un poco de dinero suelto, compran con cara seria un polo…
– Que chupan con cara seria…
– No me hables de polos.
– Eres tú quien ha empezado.
– No me interrumpas, ¿por dónde iba?
– Sacan un poco de dinero suelto, delante de un pequeño mostrador regatean el precio, con cara seria, ¿qué más hacen con cara seria? ¿Qué más cosas serias hay?
– Mean delante de un urinario.
– ¿Y a continuación?
– Todas las tiendas han cerrado.
– La gente regresa apresuradamente a sus casas.
– Pero él no tiene prisa por ir a ninguna parte, parece tener un lugar adonde ir, lo que se llama comúnmente un hogar. Para conseguir esta vivienda ha tenido que discutir con los responsables de las viviendas.
– De todas formas, tiene esta habitación.
– Pero no encuentra su llave.
– ¿La puerta no ha quedado abierta?
– La cuestión consiste en saber si ha de volver allí o no de forma inevitable.
– ¿No puede pasar la noche donde le plazca?
– ¿Igual que un vagabundo? ¿Como una corriente de aire que anduviese a su capricho en la noche de esta ciudad?
– ¡Saltaría dentro de un tren a la ventura y se iría adonde éste le llevase!
– Jamás había pensado que iría adonde le llevara su capricho, cada vez más lejos.
– ¡Búscate una mujer, no importa cuál, y ámala con ardor!
– Desesperadamente, hasta la extenuación.
– Hasta la muerte, valdrá la pena.
– Eso es, el viento de la tarde sopla por todas partes, él está de pie en una plaza vacía, oye un ruido, triste y desolador, no alcanza a distinguir si es el ruido del viento o el latir de su corazón, de repente tiene la impresión de haberse sacudido de encima toda responsabilidad, se siente liberado, y finalmente es libre, una libertad que no nace más que de él mismo, puede empezarlo todo de nuevo desde un principio, como un recién nacido totalmente desnudo que se hubiera caído en la bañera, se pone en pie y llora con toda naturalidad, para que el mundo oiga su voz, quiere llorar hasta decir basta, pero se da cuenta de que no tiene ya más que su cuerpo y no consigue ya gritar, entonces contempla su propio cuerpo que no sabe adonde ir, de pie en medio de una plaza vacía, ha de hacer una señal, darle una palmada en el espalda, decirle una gracia, pero sabe que en ese momento bastaría con que le rozaran para que se muriera de espanto.
– Como un sonámbulo, su alma le ha abandonado.
– Comprende, al fin, que su sufrimiento nace de su cuerpo.
– ¿Tienes intención de despertarle?
– Temes que no pueda soportarlo. Cuando eras pequeño, oíste decir que, si se echaba agua fría sobre la cabeza de un sonámbulo, corría el riesgo de morir, dudas en adelantar la mano, mantienes la mano levantada, sigues dudando, pero no te atreves a rozarle el hombro.
– ¿Por qué no le despiertas despacito?
– Estás detrás de él, sigues su cuerpo, se diría que quiere ir aún a alguna parte.
– ¿Regresa a su casa? ¿A su habitación?
– No estás seguro, te limitas a seguirle, atraviesas una avenida, entras en una callejuela, luego vuelves a salir, acto seguido llegas a otra avenida, entras en otra callejuela, sales de nuevo.
– ¡Ha vuelto a la misma avenida!
– Pronto va a hacerse de día.
– Pues bien, una vez más…
65
Desde hace tiempo estoy cansado de las luchas insensatas que desgarran este bajo mundo. En cada discusión, en cada polémica, en cada debate, me encuentro en plena línea de mira, soy juzgado, sermoneado, condenado. En espera del veredicto, aguardo en vano que algún genio bueno capaz de invertir el curso de las cosas intervenga en un arranque de generosidad para sacarme de este mal paso. Pero cuando éste termina por aparecer, cambia de chaqueta o desvía abiertamente la mirada.
A la gente le encanta dárselas de maestro, de dirigente, de juez, de médico, de consejero, de arbitro, de hermano mayor, de confesor, de crítico autorizado, de director de conciencia, de jefe míos, nunca se preocupan por saber si realmente tengo necesidad de ellos, todos quieren ser mi salvador, mi esbirro (los que me asestan alguna puñalada trapera, no los que dan la cara por mí), mis nuevos padres y madres, puesto que los auténticos están muertos, o incluso quieren decididamente ponerse en el lugar de mi patria cuando no sé siquiera lo que es, ni siquiera si tengo una. En cambio, mis amigos, mis defensores, todos los que toman partido por mí se ven en la misma situación que yo; he aquí mi destino.
Por otra parte, tampoco me veo capaz de hacer el papel de héroe trágico que ha fracasado en su pulso con el destino, aunque siento un gran respeto por aquellos que nunca han temido la derrota, como Xingtian, el héroe legendario, que recogió su cabeza cortada y siguió batiéndose. Y con todo, no podría más que mirarles de lejos y darles mis silenciosas condolencias.
Soy igualmente incapaz de hacer vida de ermitaño. No sé por qué he abandonado precipitadamente el templo de Shangqing: ¿era porque no soportaba ya esta «no-acción» en la serenidad? ¿Era porque no tenía paciencia para leer las láminas grabadas de los miles de volúmenes del Canon taoísta en una edición Ming que, felizmente, no había sido quemada gracias a la intervención de algunos viejos monjes? ¿Era porque me daba pereza saber más cosas de la vida de estos ancianos que conocieron mil dificultades? ¿Acaso tenía miedo también de sondear los secretos interiores de estas jóvenes monjas? ¿Era para no arruinar completamente mis propias aptitudes mentales? A fin de cuentas, no soy más que un simple esteta.
En la ruta del Tibet, a más de cuatro mil metros de altitud, me he puesto a calentarme al amor del fuego con un equipo de peones camineros. Viven éstos en una casa de piedra, cuyo interior está completamente renegrido por el humo. Alrededor, no hay más que altas montañas blancas cubiertas de nieve y de hielo. Por la carretera ha llegado un autobús del que ha bajado un grupo muy animado, algunos con una mochila a la espalda, otros con pequeños martillos de hierro, o con archivadores llenos de muestras: al parecer son estudiantes que están realizando un cursillo de investigación. Han introducido la cabeza por la ventana para ver la estancia negra y ahumada, pero únicamente ha entrado una muchacha que llevaba un pequeño paraguas rojo. Fuera, flotaban unos copos de nieve.
Creyendo sin duda que era yo un peón caminero, ella me ha pedido agua. Le he sacado un cacillo del caldero negro de hollín suspendido encima del hogar. Ella ha lanzado un grito. Se ha quemado en la boca al beber. Yo me he excusado. Acercándose a la lumbre, me ha preguntado: