En el cielo grisáceo se destaca la silueta singular de un árbol; está inclinado, su tronco está dividido en dos partes de igual tamaño que crecen juntas, sin ramas ni hojas. Completamente despojado, debe de estar muerto; se asemeja a un arpón gigantesco y monstruoso que señalara el cielo. Me dirijo hacia él. En realidad, está situado en el límite del bosque. Por debajo debe de encontrarse la garganta sombría, oculta por la niebla: así pues, es una dirección de lleva derecho a la muerte. Pero no puedo ya abandonar este árbol, mi único punto de referencia. Me esfuerzo por hacer acopio en mi memoria de los paisajes que he visto a lo largo de todo el camino. Primero debo encontrar unas imágenes fijas, como este árbol, y no meras impresiones fugitivas. Todo está presente en mi espíritu y trato de poner orden en él, a fin de utilizar estos recuerdos como puntos de referencia para el regreso. Pero mi memoria se muestra incapaz de ello y, como si fueran unos naipes borrados, cuanto más trato de ordenar estas imágenes, más confuso se vuelve su orden. Agotado, termino por dejarme caer sobre el húmedo musgo.
Así, he perdido el contacto con mi guía y me he extraviado en un bosque primitivo en la zona del punto geodésico de navegación aérea 12M, a más de tres mil metros de altitud. En primer lugar, no llevo conmigo este mapa geodésico. En segundo lugar, no tengo ninguna brújula. En mi bolsillo, no encuentro más que un puñado de caramelos que me diera el botánico que me ha abandonado. Me había aconsejado, para ir a la montaña, llevarme una bolsa de caramelos, para salir del mal paso si me extraviaba. Con las yemas de los dedos, cuento los caramelos en mi bolsillo: siete en total. No puedo hacer otra cosa que sentarme y esperar a que mi guía venga a buscarme.
Todos los relatos sobre personas que murieron extraviadas en la montaña, que me han contado estos últimos días, retornan a mi mente y me aterrorizan. Me siento atrapado en una trampa. En ese instante, me asemejo a un pez apresado en las redes del miedo, traspasado por un gigantesco arpón: se debate sin poder cambiar su destino, salvo por puro milagro. Pero, en mi vida, ¿acaso no he esperado siempre un milagro?
11
Ella lo dice, lo ha dicho más tarde. Quiso morir realmente, la cosa era muy fácil. De pie en el elevado dique del río, ¡le bastaba con cerrar los ojos y arrojarse al vacío! Pero la idea de que podía caer sobre el reborde de piedra de la ribera la helaba de terror. No se atrevía a imaginar el espectáculo espantoso de su cerebro saltando fuera de su cráneo hendido. Sería algo demasiado repugnante. Si moría, debía ser sin perder la belleza, para inspirar compasión y simpatía en los demás.
Dice que habría tenido que remontar el río siguiendo la orilla. Una vez encontrada una zona arenosa, habría bajado a la ribera. Por supuesto, no debía verla nadie ni tampoco saberlo. Se habría adentrado en el agua negra en plena noche, sin quitarse siquiera los zapatos. No quería dejar huellas. Por tanto, habría avanzado, con los zapatos en los pies. Paso a paso, habría entrado, y, una vez que el agua le hubiera llegado a la cintura, incluso antes de llegarle a la altura del pecho e impedirle respirar, la corriente se habría vuelto impetuosa y de golpe la habría arrastrado y hecho rodar en medio del río. No habría conseguido volver a salir ya a flote, pero, a pesar suyo, se habría debatido. Este deseo instintivo de supervivencia no servía de nada. Todo lo más, habría movido débilmente pies y manos. Todo hubiera sucedido muy deprisa, todo hubiera terminado sin darle tiempo a sufrir. Sin poder gritar. No habría tenido ya la menor esperanza, pues aunque hubiese gritado, el agua la habría ahogado al instante. Nadie habría podido oírla ni tampoco habría habido ya manera de salvarla. Y esta vida superflua se habría borrado de la faz de la tierra sin dejar el menor rastro. Dado que no existe ningún medio de desembarazarse de este sufrimiento, es preferible liberarse merced a la muerte, atajando el mal de raíz, limpiamente. Convendría que también la muerte fuese pura. Estaría bien si pudiera morir en la pureza, pero si el cuerpo henchido de agua embarrancaba río abajo en una ensenada, se secaría al sol, comenzaría a corromperse y sería presa de una nube de moscas. Involuntariamente, la había embargado de nuevo una impresión de asco. Nada resulta más repugnante que la muerte. Y nada puede hacer uno para librarse de este asco, nada, pero nada.
Ella dice que nadie puede reconocerla, que nadie sabe su nombre ni apellido. Los que dio al llenar la ficha del hotel son falsos. Dice que nadie de su familia conseguiría dar con su paradero, que nadie puede imaginarse que haya huido hasta este pueblecito de montaña. En cambio, sí se imagina perfectamente la actitud de su familia. Su madrastra debe de haber hecho una llamada al hospital donde ella trabaja, con su voz sorda, como si estuviera acatarrada, sollozando incluso un poco, y también sin duda porque su padre debe de habérselo pedido con apremio. Sabe perfectamente que si ella se muriera, su madrastra en realidad no lloraría. No es más que una carga para esta familia. Su madrastra tiene a su propio hijo, un mozo ya bastante mayorcito. Cuando ella volvía a casa para pasar la noche allí, su hermanito tenía que dormir en una cama plegable en el pasillo. Esperaban poder disponer de su habitación, deseando que ella se casara cuanto antes. Pero ella no quería vivir en el hospital. En esas habitaciones habilitadas para el descanso de las enfermeras de guardia siempre reina un olor a desinfectante. Durante todo el día, en ese universo de sábanas blancas, de camisas blancas, de mosquiteros blancos, de mascarillas blancas, ella parece no tener suyos más que sus ojos y sus cejas. El alcohol, las pinzas, las pincitas, el ruido de las tijeras y de los bisturíes, el lavado repetido de las manos, los brazos continuamente sumergidos en el desinfectante hasta el punto de que la piel se torna blanca y mate, pierde el color de la sangre. A medida que los hombres y las mujeres del quirófano envejecen, la piel de sus manos adquiere el color de un ratón blanco. También a ella no le quedarán algún día más que unas manos completamente descoloridas. Y estas manos embarrancarán en la playa de arena y se cubrirán de moscas. Ella vuelve a sentir asco. Detesta su trabajo, a su familia, e incluso a su padre, un ser inútil que no pinta nada tan pronto como su madrastra levanta algo la voz. Habla un poco menos, ¿de acuerdo? Aunque se enfrente a ella, él no quiere que se sepa. Pues bien, dime, ¿en qué te has gastado el dinero? Si estás hecho un tonto de capirote, ¿cómo quieres que la gente encima te deje dinero? Una frase provoca otras diez, la voz de la madrastra resuena siempre así de fuerte. Él no rechista. Una vez él le tocó el pie, por debajo de la mesa, a tientas, cuando su madrastra y su hermano pequeño no estaban allí y se encontraban ellos dos solos, él bebió demasiado. Ella le perdonó, pero al propio tiempo era incapaz de hacerlo. No sirve para nada, detesta su debilidad. No es un padre que despierte admiración, un verdadero hombre, en el que ella pueda encontrar apoyo y del que se sienta orgullosa. Ella quiere dejar a los suyos desde hace mucho tiempo, siempre ha deseado tener su propia familia. Pero resulta que también de esto está asqueada. En el bolsillo de él, encontró un preservativo. Ella tomaba la píldora y nunca había estado preocupada a este respecto. No puede decir que tuviera un flechazo con él. Pero él fue el primer hombre que conoció que se atreviera a hacerle la corte. La besó. Comenzó a pensar en él. Se habían vuelto a ver, y luego fijado una cita. Él la deseaba, y ella se le entregó. Se habían esperado con impaciencia, se habían embriagado juntos. Ella estaba turbada, con el corazón palpitándole, temerosa, pero consintiendo plenamente. Todo era normal, lleno de felicidad, de belleza, lleno de pudor, sin vulgaridad. Dice que lo primero era amarle y ser amada por él, luego ser su mujer, y convertirse en madre, una joven madre, pero que vomitó. Afirma que no fue porque ella estuviera encinta. Pero, justo después de haber hecho el amor, ella notó algo en el bolsillo trasero del pantalón que él se había quitado. El no quería que registrase nada, pero ella lo hizo pese a todo y vomitó. Aquel día, después del trabajo, ella no volvió a su dormitorio común y no comió nada para ir a toda prisa a casa de él. Apenas hubo entrado, él la besó y le hizo hacer el amor sin dejarle recuperar siquiera el aliento. Él afirmaba que había que aprovechar la juventud, aprovechar todo el amor de su corazón. Teniéndolo acaramelado contra su pecho, ella asintió. Al principio, no querían tener hijos para poder así divertirse algunos años libres de toda preocupación. Ahorrarían para viajar un poco. No montarían una casa de entrada. Les bastaría con tener una pequeña habitación y él ya disponía de una, y ella no deseaba otra cosa que tenerle a él. Estaban loquitos el uno por el otro, nada iba a poder detenerles jamás, jamás de los jamases… Ella no tuvo tiempo de aprovecharlo, y únicamente le quedaba el asco. Un asco irreprimible que daba náuseas. Más tarde, ¡se echó a llorar y a insultar al hombre como una histérica! Su amor por él se había acabado. Le gustaba tanto el olor a transpiración de su camiseta… Hasta cuando iba limpio, era capaz de notarlo. Y, sin embargo, se merecía tan poco ser amado, él que podía hacer esas cosas en cualquier momento y con cualquier mujer. ¡Qué cerdos son los hombres! Una vida que acababa de empezar y ya estaba mancillada, como las sábanas de ese hotelito al que todo el mundo iba a acostarse. Nunca las cambian y huelen a sudor de hombre. ¡Ella no hubiera tenido que ir a este tipo de sitios!