– Atraviesa usted actualmente por grandes dificultades -prosigue la anciana-, está rodeado de hombrecitos.
Conozco perfectamente a estos hombrecitos. En el Canon taoísta se les llama sanshi, los «tres cadáveres», viven desnudos, habitan a menudo en los cuerpos de los hombres, se esconden en su garganta y se alimentan de su saliva. Esperan a que éstos estén dormidos para ascender a la corte celestial a fin de informar al Señor del Cielo de los vicios en que han caído.
La anciana dice también que un hombre malvado de ojos inyectados en sangre quiere castigarme y que me costará mucho escapar de él, por más que haga votos y queme incienso.
La mujer gruesa se desliza del sillón al suelo, rueda sobre el piso. No es de extrañar que éste se halle limpio; enseguida advierto que mis pensamientos son impuros y ella reanuda sus imprecaciones contra mí. Me asegura que los tigres blancos que me rodean son un total de por lo menos nueve.
– ¿Me queda alguna posibilidad de salvación? -digo yo mirándola.
Ella escupe una espuma blancuzca, pone los ojos en blanco, con una expresión aterradora. Está probablemente en trance, en un estado de histeria. La habitación no le brinda sitio suficiente para rodar por el suelo y su cuerpo choca contra mis pies. Yo los retiro instintivamente y me levanto, con los ojos clavados en ese cuerpo grueso que se revuelca frenéticamente por el suelo.
Me invade el temor. No sé si es el miedo a mi propio destino o a sus imprecaciones. Me he gastado dinero simplemente para burlarme de ella, por lo que he de ser castigado de una u otra forma. A veces, las relaciones entre los seres humanos provocan realmente pavor.
La médium no cesa de murmurar y me vuelvo hacia la anciana para conocer el sentido de sus palabras. Ella se limita a sacudir la cabeza sin más explicaciones. Veo entonces a mis pies el cuerpo grueso, retorcido por las convulsiones, curvarse ligeramente y luego acurrucarse lentamente bajo las patas del sillón de bejuco, como una bestia malherida. De hecho, el hombre pertenece a esas especies de animales que, una vez heridos, pueden volverse particularmente feroces. Lo que le aterra es su propia locura, y, una vez enloquecido, se tortura a muerte, esto es lo que yo creo.
Lanza un largo suspiro sordo que remolinea en su garganta, un grito de bestia salvaje. Con los ojos cerrados, se levanta a tientas. La anciana se acerca a ella a toda prisa para sostenerla y ayudarla a sentarse en el sillón. Estoy convencido de que ha tenido una verdadera crisis de histeria.
Su impresión no es falsa. Dado que he venido en busca de una simple distracción, ella no puede sino vengarse y maldecir mi destino. Pero la amiga que me acompaña está de lo más inquieta y parlamenta con la anciana para organizar una nueva sesión a fin de quemar incienso y hacer votos por mí. La anciana le pregunta a la médium que murmura algo, con los ojos en todo momento cerrados.
– Dice que una sesión no sirve de nada.
– ¿Hubiera tenido que comprar más incienso? -inquiero yo.
Mi amiga pregunta entonces a la anciana cuánto dinero tendría que ofrecerle. Veinte yuanes, responde ella. Mentalmente, calculo que eso equivale a invitar a un amigo a un restaurante. Acepto con tanta más razón cuando que es para mí sólo. La anciana reanuda su discusión con la médium y responde:
– Aunque lo hiciera, no resultaría.
– Entonces, ¿no puedo escapar a mi fatídico destino?
La anciana transmite una vez más la pregunta. La médium murmura y la anciana añade:
– Eso depende.
¿De qué depende? ¿De mi devoción?
El arrullo del palomo se reanuda detrás del tragaluz. En mi opinión, ese palomo seguramente ha saltado ya sobre la hembra. Una vez más, no obtendré el perdón.
15
En la entrada de la aldea, el follaje de un sebo de China negro tira ya al rojo oscuro, abrasado por la escarcha. De pie bajo el árbol, apoyado en su azada, hay un hombre de semblante ceniciento, pálido como la muerte. Le preguntas cómo se llama esta aldea. Él te dirige una mirada penetrante, sin responderte. Te vuelves hacia ella para decirle que este individuo es un ladrón de tumbas. Ella no puede aguantarse la risa y, una vez que le habéis dejado atrás, te susurra al oído que debe de haberse envenenado con mercurio. Dices que permaneció demasiado tiempo en la fosa de una tumba que estaba saqueando y que su compinche murió. Él fue el único superviviente.
Dices que su bisabuelo hizo eso mismo durante toda su vida, y también el bisabuelo de su bisabuelo. Cuando se tiene un antepasado que se ha dedicado a este tipo de tráfico, resulta difícil tener las manos limpias. Pero no es como fumar opio, que termina uno por dilapidar su fortuna entera y por arruinar a la propia familia. Los ladrones de tumbas obtienen inmensas ganancias sin realizar la menor inversión. Les basta con mostrarse resueltos a la hora de ponerse manos a la obra. Cuando se ha hecho una vez, se dedican a ello generación tras generación. Hablando así, provocas su alegría. Ella te coge de la mano, está dispuesta a seguirte a cualquier parte.
Cuentas que en la época del bisabuelo del bisabuelo del bisabuelo de este hombre, el emperador Quianlong efectuó una ronda de inspección. ¿Quién, entre los funcionarios locales, no habría deseado halagar al emperador? Cualquier medio era bueno para escoger las más bellas mujeres del lugar y hacerse con los tesoros de las pasadas dinastías. El padre de su bisabuelo no poseía más herencia que un poco de árida tierra. En la buena temporada, se dedicaba a cultivar la tierra, pero en la de poco trabajo, recorría las aldeas y los pueblos, palanca al hombro, vendiendo figuritas que fabricaba él mismo poniendo a cocer algunas libras de azúcar mezcladas con toda clase de colores. ¿Acaso podía sacar realmente grandes beneficios fabricando silbatos para los niños y unos personajes como el famoso cerdo que lleva a una chica sobre su lomo? El apodo de su antepasado era Li el Tercero. Se pasaba los días callejeando sin pensar ni por asomo en aprender a fabricar figuritas de azúcar, pero sí empezaba a pensar en cómo echarse también él una chica a sus espaldas. Cuando veía a una mujer, entablaba conversación con ella y todos los aldeanos le tildaban de golfo. Un buen día, llegó a la aldea un curandero de picaduras de serpiente. Provisto de un tubo de bambú, de un atizador y de un gancho metálico, con un saco de arpillera a la espalda lleno de serpientes, se introducía entre las tumbas. Li el Tercero lo encontraba divertido y había seguido sus pasos, convirtiéndose en su acólito. El curandero le dio un remedio contra las picaduras de serpiente semejante a una negra cagarruta, recomendándole que se la guardara en la boca. Muy azucarada, esa cosa debía refrescarle la boca y aclararle la voz. Al cabo de quince días pasados con él, Li el Tercero descubrió el engaño. Las serpientes no eran más que un mero pretexto, saquear tumbas su verdadera actividad. Y como el criador de serpientes tenía necesidad realmente de un ayudante, Li el Tercero comenzó así su carrera.
De vuelta a la aldea, Li iba tocado con un gorro acanalado de seda negra rematado en un botón de jade. Era un sombrero de segunda mano obtenido a bajo precio en la casa de empeños de Chen el Canijo, en una calle del pueblo de Wuyi, una calle antigua que aún no había sido incendiada por los rebeldes Tai-ping. Tenía una magnífica estampa, como decían los aldeanos, todo el aspecto de haber «hecho fortuna». Algunos incluso habían franqueado el umbral de su casa para hacerle a su padre propuestas de matrimonio para él. Finalmente, se casó con una joven viuda, sin que se haya sabido nunca a ciencia cierta si fue ella la que trató primero de seducirle o bien si fue él el que se interesó por ella. Sea como fuere, decía, alzando el índice, que, él, Li el Tercero, había frecuentado La Casa de la Alegre Primavera, con su linterna roja, en la calle baja del pueblo de Wuyi, donde se gastó un lingote de reluciente plata. No podía explicar, por supuesto, que dicha plata había sufrido durante mucho tiempo en la tumba el ataque de la cal y del arsénico. Por suerte, la había frotado una y otra vez en el empeine de sus zapatos.