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Nos embarga el cansancio, los tres acurrucados en medio del estrecho camarote de la embarcación. El abogado y yo, aovillados a cada lado, y ella, que se aprieta entre nosotros dos. Las mujeres son así, tienen necesidad de calor.

En la penumbra, adivino los rizomas que se extienden detrás de los diques y, más allá, las marismas cubiertas de cañaverales. Después de muchas vueltas y revueltas, llegamos a una vía de agua que atraviesa unos tupidos cañaverales, allí podrían acabar con nosotros, ahogarnos sin dejar ni rastro. En realidad, somos tres contra uno y, aunque uno sea una mujer, no tenemos enfrente más que a un anciano, por lo que podemos dormir tranquilos. Ella se ha dado la vuelta ya y yo toco su espalda con mi talón. Coloca sus nalgas contra mi muslo, pero nadie presta atención a ello.

El mes de octubre, en este lugar de agua, es la estación de la recolección, y por todas partes se ve menear de senos y brillar húmedas miradas. Su cuerpo es atractivo, dan ganas de acercarse a ella y acariciarla. Acurrucada contra el pecho de mi amigo, siente sin duda el calor de mi cuerpo. Alarga una mano para posarla sobre mi pierna, como si quisiera consolarme un poco, ya por frivolidad, ya por gentileza. Entonces se oye un rugido, o más bien una queja profunda, que viene de la popa de la embarcación. Primero uno siente ganas de protestar, pero es imposible no escuchar. Una endecha desgarradora flota en la noche, al hilo del viento, a flor de agua. El anciano canta, canta tan tranquilo, completamente ensimismado, moderando su voz que surge de lo más profundo de su pecho; es como una queja largo tiempo contenida que se liberara de repente. Primero las palabras resultan inaudibles, luego, poco a poco, uno logra captarlas sin comprenderlas no obstante del todo, debido al dialecto que emplea, teñido de un fuerte acento campesino. Algo así como: «Tú, hermanita de diecisiete años, jovencita de dieciocho años… la suerte de tu cuñado has seguido… por todas partes… por todas partes… sin igual… la pequeña sirvienta… con el resplandor…». Una vez perdido el hilo, ya no se comprende nada.

Les he preguntado tocándoles la mano:

– ¿Lo oís? ¿Qué es lo que canta?

Sus cuerpos se rebullen, tampoco ellos duermen.

El abogado repliega sus piernas, se sienta y grita al barquero:

– Eh, buen hombre, ¿qué está cantando?

En un batir de alas, un ave espantada emprende el vuelo ululando por encima del camarote. Aparto un poco la tela, la embarcación se acerca a la orilla. En las aguas bajas del dique sobresalen unas matas negruzcas, tal vez alubias de soja. El anciano ya no canta, se ha levantado un viento fresco que ahuyenta el sueño. Me dirijo a él educadamente:

– Buen hombre, lo que canta usted es como una romanza, ¿no?

Él no dice nada, ocupado como está en timonear la espadilla. La barca avanza rápidamente.

– Tómese un descanso y beba con nosotros. ¡Y luego cántenos alguna cosa!

El abogado también se lo ha pedido.

El anciano guarda silencio y sigue maniobrando su espadilla.

– No tenga prisa, hombre, y venga a beber un trago y entre en calor, le daré dos billetes más si nos canta alguna cosa, ¿de acuerdo?

Como una piedra que cae en el agua, las palabras del abogado no encuentran ningún eco. Ya esté el barquero molesto o furioso, la embarcación sigue deslizándose por el agua. Y sólo nos mecen el ruido de los remolinos que hace la espadilla y unas olitas que golpean suavemente la borda de la barca.

– Durmamos -susurra la amiga del abogado.

Nos volvemos a acostar, un tanto decepcionados. El camarote parece más estrecho con nuestros tres cuerpos tumbados, apretados unos contra otros. Siento el calor de su cuerpo. Deseo o ternura, ella ha cogido mi mano y la cosa no pasa a mayores, nadie quiere estropear la misteriosa turbación de esta noche. Entre el abogado y ella, ni un ruido. Tan pronto como he sentido la dulzura y el calor de su cuerpo, he intentado reprimir la emoción que me embargaba, pero mi deseo reprimido no ha hecho sino acrecentarse y la noche ha recuperado su misteriosa turbación.

Al cabo de bastante rato, la endecha resuena de nuevo en la oscuridad, endecha de un alma en pena errante en la noche, abrumada, insatisfecha. Unas cenizas incandescentes relucen un instante en la oscuridad. Sólo queda el calor de los cuerpos y la flexibilidad de los contactos, mis dedos se han engarzado con los suyos, pero ninguno de nosotros ha proferido el menor sonido, nadie se atreve a turbar el silencio, cada uno contiene su respiración y escucha el rugir de la tempestad que sopla en sus venas. La voz cascada del anciano resuena de forma intermitente, le canta a los pechos perfumados de una mujer, a las piernas deseables de otra, pero ningún verso resulta comprensible del todo, imposible pescar más que unos fragmentos, él canta de manera confusa, tan sólo resultan perceptibles la brisa y el tacto, los versos se suceden, ninguno es repetido de principio a fin, pero se parecen casi todos ellos, flores y pistilos, los rostros se ruborizan, no lo hagas, raíces, raíces de loto, faldas de gasa flotando al viento, talle fino, el regusto amargo de los caquis, no amargo sino áspero, en las olas mil pares de ojos, en el cielo las libélulas, no, no, no se puede fiar uno…

El barquero bucea a todas luces en lo más profundo de su memoria para encontrar los sentimientos que darán expresividad a su lenguaje, un lenguaje que no tiene un sentido claro, que no transmite más que sensaciones intuitivas, atiza el deseo, y se infiltra en su canto, como una queja, como un suspiro. Al cabo de un buen rato se detiene, la mano que sostiene la mía se suelta al fin. Nadie se mueve.

El anciano tose, la barca cabecea ligeramente. Me siento para mirar fuera del camarote. La superficie del agua se ha vuelto más blanca, la barca atraviesa una localidad. Las casas se hacinan en la ribera, bajo la luz de los faroles las puertas están todas cerradas, no brilla luz alguna en las ventanas. En la popa, el anciano no cesa de toser, la barca cabecea cada vez más fuerte, se le oye orinar en el agua.

68

Continúas subiendo las montañas. Y cada vez que te acercas a la cima, extenuado, piensas que es la última vez. Alcanzado tu objetivo, cuando tu excitación se ha calmado un poco, te quedas insatisfecho. Cuanto más desaparece tu fatiga, más aumenta tu insatisfacción, contemplas la cadena de montañas que ondea hasta donde se pierde la vista y el deseo de ascender se apodera de nuevo de ti. Aquellas que has escalado no presentan ya ningún interés, pero estás convencido de que detrás de ellas se esconden otras curiosidades, cuya existencia todavía desconoces. Pero cuando llegas a la cima no descubres ninguna de estas maravillas, no encuentras más que el solitario viento.

Al hilo de los días, te adaptas a tu soledad, subir las montañas se ha vuelto una especie de enfermedad crónica. Sabes perfectamente que no encontrarás nada, no te sientes impulsado más que por tu obcecación y no cesas de trepar. En este proceso, por supuesto, tienes necesidad de algún consuelo y te meces en tus quimeras, te creas tus propias leyendas.

Tú cuentas que bajo una escarpadura viste una cueva, casi enteramente obturada por un montón de rocas. Creíste que era la casa del Viejo Shi, un santo del que hablan las leyendas montañesas de la etnia qiang.

Cuentas también que estaba sentado sobre una tabla de cama carcomida que se convirtió en polvo tan pronto como la tocaste. Los trozos estaban húmedos debido a la atmósfera cerrada de la cueva. Delante de la entrada corría un riachuelo y, por todas partes por donde ponía uno los pies, estaba todo cubierto de musgo.

Su cuerpo estaba apoyado contra la pared, su rostro de cuencas rehundidas, seco como una ramita de madera muerta, estaba vuelto hacia ti. Su fusil encantado colgaba de una rama de árbol hincada en una grieta de la pared, por encima de su cabeza. Sólo tenía que alargar la mano para apoderarse del arma que no tenía el menor rastro de herrumbre. Estaba todavía cubierta de negros restos de grasa de oso. El anciano te preguntó:

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