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Finalmente, me informé para saber si de verdad había existido ese tipo de hospicios. A diez kilómetros en las afueras, en un lugar llamado la Aldea de las Flores de Melocotonero, donde había llegado después de más de una hora de bici bajo el tórrido sol, terminé por encontrar una construcción cuya placa indicaba que se trataba de un hospicio, al lado de una fábrica de madera donde no crecía ningún melocotonero. En su interior se alzaban algunos edificios rudimentarios de dos plantas, pero no vi ningún anciano. ¿Acaso se habían refugiado en sus habitaciones debido al calor?

Pasé por delante de una oficina con la puerta abierta de par en par donde un mando, vestido con una camiseta, los pies sobre la mesa, respaldado contra una silla de bejuco, estaba interesándose con gran concentración en la actualidad. Le pregunté si ese lugar había sido un hospicio. Él dejó su periódico:

– También eso ha cambiado. Ahora ya no hay hospicios, se les llama casas de asistencia para ancianos.

No le pregunté si existían todavía «asilos de ancianos», únicamente le pedí que comprobara si figuraba en sus registros el nombre de mi abuela fallecida. Sin poner dificultades ni pedirme mis papeles, sacó de un cajón un registro de defunciones que hojeó año por año. Terminó por detenerse en una página al tiempo que me preguntaba el nombre de la difunta.

– ¿Una mujer?

– Eso es -dije.

Me acercó el registro para que yo mismo reconociese el nombre. Era ciertamente el nombre de mi abuela, la edad correspondía más o menos.

– Hace más de diez años que murió -suspiró.

– Sí -dije. Luego añadí-: ¿Ha trabajado siempre usted aquí?

Asintió con la cabeza. Le pregunté entonces si se acordaba de la fallecida.

– Déjeme pensar. -Arrellanó la cabeza contra el respaldo de la silla-. ¿Una señora mayor, pequeña y delgada?

Yo asentí. Sin embargo, recordé las antiguas fotos de familia que mostraban a una señora más bien entrada en carnes. Por supuesto, eran fotos muy viejas, puesto que yo, a esa edad, jugaba a la peonza. Con posterioridad, no debía de haberse hecho fotografiar nunca. Su porte físico, varias décadas más tarde, había podido cambiar totalmente, sólo el esqueleto no podía haberse transformado. Mi madre no era alta, ella tampoco debía de serlo mucho.

– Siempre andaba refunfuñando, ¿no es así?

Raras son las ancianas que no refunfuñan, pero lo más importante era que el nombre era exacto.

– ¿Le dijo que tenía dos nietos?

– ¿Y es usted uno de ellos?

– Sí.

– Me parece que me habló de ello -dijo sacudiendo la cabeza.

– ¿Decía que un día vendrían a buscarla?

– Sí, así es.

– Pero en esa época estaba en el campo también yo.

– Durante la Revolución Cultural… -explicó en mi lugar, luego añadió-: Oh, ella murió de muerte natural.

No le pregunté lo que entendía él por muerte no natural, lo único que inquirí fue el lugar donde descansaba.

– Fue incinerada. Procedemos siempre a la cremación, no sólo con los ancianos, sino incluso con nosotros mismos.

– La gente es tan numerosa en las ciudades que ya no hay sitio para enterrarles.

Terminé su frase en su lugar, luego proseguí:

– ¿Han sido conservadas sus cenizas?

– Nos hemos desembarazado de ellas. Aquí, de las cenizas de los ancianos sin familia, nos desembarazamos…

– ¿Existe una fosa común?

– Hmm… -reflexionó sobre la manera de responderme.

El que merecía ser censurado era yo, su nieto que había faltado a la piedad filial, no él, y no podía sino darle las gracias.

Salí del hospicio y me monté en mi bicicleta pensando que la fosa común no tendría ningún valor arqueológico. Pero siempre podría considerar que había honrado la memoria de mi abuela difunta, aquella que me había comprado una peonza.

54

Andas constantemente en busca de tu infancia, se ha convertido en una verdadera enfermedad. En todos los lugares donde has vivido, tienes necesidad de reencontrar la casa, el patio, la calle que obsesionan tus recuerdos. Te acuerdas de que viviste en el piso de un pequeño edificio aislado delante del cual se extendía un terreno cubierto de escombros. Ignoras si eran los restos de un incendio o de un bombardeo. Entre las paredes en ruinas crecía mijo, y a veces, bajo las tejas y los ladrillos rotos, se introducían grillos. Uno de ellos, particularmente vivaracho, llamado el Moreno, producía un sonido estridente cuando agitaba sus alas de un negro brillante. Otro, llamado Amarillejo, era de gran tamaño, peleón, con unos dientes perfectamente visibles. Pasaste horas maravillosas en esa explanada cubierta de cascotes.

Te acuerdas de que viviste también al fondo de un gran patio de vecindad cuya entrada estaba cerrada por una grande y maciza puerta negra, tenías que ponerte de puntillas para alcanzar la anilla de hierro que servía de aldaba. Una vez abierta la pesada puerta, tenías que dar la vuelta a la pared-pantalla enmarcada por una pareja de unicornios esculpidos en piedra, con el cuerno brillante a fuerza de haber sido gastado por los niños que lo acariciaban cada vez que pasaban. Detrás de la pared-pantalla, descubrías un patio interior húmedo, uno de cuyos rincones estaba cubierto de musgo. Era allí donde se arrojaba el agua sucia y el lugar estaba resbaladizo. En esa época, criabas un par de conejos albinos. Uno fue mordido en su jaula de hierro por una comadreja. El otro desapareció un poco más tarde. Lo encontraste al cabo de algunos días mientras jugabas en el patio trasero, con el pelaje manchado, ahogado en un orinal. Lo examinaste largo rato y, a partir de aquel día, recuerdas no haber jugado nunca más en ese patio.

También te acuerdas de haber vivido en un patio de vecindad con la puerta en forma de luna, donde crecían unos crisantemos de un amarillo de oro y gallocrestas púrpura; quizá era debido a estas flores por lo que los rayos del sol brillaban tanto en el patio. En el fondo, una portezuela daba a una escalera de piedra, al pie de la cual se extendían las aguas de un lago. Las noches de mediados de otoño, las personas mayores abrían esta puerta e instalaban allí una mesa repleta de pasteles de forma redonda, pipas de sandía y fruta. Podía admirarse allí la luna sobre el lago, mientras la gente mascaba pipas de sandía y bebía té. En la lejanía, las aguas oscuras se juntaban con el cielo donde brillaba el astro, totalmente redondo. Otra luna resplandecía en las aguas, alargada en desmesura. Una noche, fuiste solo hasta allí y retiraste la tranca de la puerta. Te quedaste al punto cautivado por las aguas del lago, sombrías y calmas. Esta belleza era demasiado profunda, insoportable para un niño, saliste huyendo. Y a continuación, cuando volvías a pasar cerca de esta puerta, tenías mucho cuidado de no tocar la tranca.

Asimismo te acuerdas de que viviste en otra casa, con un jardín de flores, pero únicamente recuerdas que podías jugar a las canicas en la estancia pavimentada de baldosines decorados, situada debajo de tu habitación. Tu madre te prohibía jugar en el jardín. En esa época, estabas enfermo y pasabas la mayor parte del tiempo guardando cama; no podías más que jugar a las canicas de todos los colores en tu habitación. Cuando tu madre no estaba allí, te ponías de pie sobre la cama para mirar afuera, agarrándote a la ventana, los pabellones multicolores de los transatlánticos que ondeaban al viento en el muelle.

Has vuelto a estos antiguos lugares, pero no has encontrado nada de todo ello. El lugar cubierto de cascotes, el pequeño edificio, la grande y pesada puerta negra con una anilla de hierro, la callejuela tranquila que pasaba por delante, todo ha desaparecido, e incluso el patio con su pared-pantalla. En su lugar, tal vez, ha sido construida una carretera asfaltada por donde circulan camiones de cláxones estridentes, cargados de mercancías, que levantan polvo y envoltorios de polos, autobuses de línea con los cristales desvencijados, las bacas cubiertas de maletas y de bultos llenos de toda clase de productos locales, de ropas de confección y de artículos de uso corriente, objetos de comercio de lo más variado; el suelo está cubierto de pipas de sandía y de cortezas de caña de azúcar escupidas desde las ventanas. Ya no hay musgo, ni puerta en forma de luna, ni crisantemos de un amarillo de oro y gallocrestas púrpura, ni reflejos que se alargan en las aguas del lago, ni soledad ni profundidad aterradora, sólo una fila de edificios rudimentarios de ladrillo rojo a lo largo de un angosto pasaje con una estufa de carbón delante de cada puerta. En la margen del río, el chasquido de los pabellones de los barcos ha enmudecido. No hay más que almacenes, almacenes, almacenes, un depósito, almacenes, un depósito, almacenes, sacos de cemento en cajas de cartón, sacos de abono de grueso plástico, y gritos o cantos penetrantes, vomitados por los altavoces que difunden programas radiofónicos.

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