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Una vez sellada la tapa de la urna, ésta es instalada sobre una pira delante del templo del Gran Tesoro, y a continuación, antes de encender el fuego, da comienzo una sesión de lectura de sutras con miras a la liberación del alma, no es posible el menor error en el ceremonial, resultaría inconcebible la menor negligencia, pero ningún templo podría contener a decenas de miles de personas apretujándose y empujándose, ni los mozos más fuertes podrían resistir la oleada de la muchedumbre, las gentes zarandeadas y pisoteadas lanzan gritos de dolor. Nadie sabría decir dónde se inició el fuego, ni cuántas víctimas perecieron quemadas o aplastadas, si hubo más muertos por ahogamiento o abrasados, de todas formas el fuego duró por espacio de tres días y tres noches antes de que el Señor de las alturas se apiadara, dejando caer por fin una lluvia bienhechora que no dejó más que una extensión de ruinas y de estelas rotas, objetos de estudio para las generaciones venideras.

37

Detrás del muro en ruinas, están sentados a la mesa mi padre, mi madre y mi abuela materna, todos ellos muertos. Me esperan para comer. Pienso que ya he vagabundeado bastante de un lado para otro, y hace ya demasiado tiempo que no me siento en familia. Tengo ganas de sentarme a la misma mesa que ellos para charlar de todo y de nada, como cuando estaba en casa de mi hermano pequeño, cuando el doctor me diagnosticó un cáncer y hablábamos de cosas de las que no es posible hablar más que en familia. En aquel tiempo, a la hora de la comida, mi sobrinita siempre quería ver la televisión, pero era imposible que comprendiera que todos los programas estaban centrados exclusivamente en la campaña contra la contaminación espiritual, explicada para todo el mundo por las figuras del mundo cultural que tomaban postura unas tras otra recurriendo a la palabrería de los documentos oficiales. No eran programas para niños y tampoco eran en absoluto apropiados para la hora de las comidas. Yo estaba harto de las noticias difundidas por la radio, la prensa escrita y la televisión, y no aspiraba más que a volver a mi propia vida, a hablar del pasado de mi familia que había sido ya olvidado, por ejemplo, de ese bisabuelo loco que no tenía más que un deseo: convertirse en mandarín y que había hecho donación a este fin de todo su patrimonio, una calle entera, aunque en vano, ya que no logró ni tan siquiera obtener un mediocre puesto de funcionario y que enloqueció al comprender que había sido burlado. Entonces prendió fuego a su última morada, aquella en la que vivía, y murió a la edad de apenas treinta años, más joven de lo que yo soy ahora. Los treinta, etapa de la que dijo el Confucio que la personalidad apenas está formada, sigue siendo cuando menos una edad frágil en la que resulta fácil caer en la esquizofrenia. Mi hermano pequeño y yo no habíamos visto jamás ninguna foto de este bisabuelo, acaso porque en sus tiempos la fotografía no había sido introducida aún en China, o bien porque estaba reservada a la familia imperial. Pero mi hermano pequeño y yo probamos los deliciosos platos que preparaba nuestra abuela, y el que más fuerte impresión nos había dejado era la gamba emborrachada, cuya carne temblaba aún cuando la tenías en la boca. Antes de comernos una, teníamos que armarnos de valor. También me acuerdo aún de que mi abuelo, paralizado como consecuencia de un ataque de apoplejía, había alquilado en el campo una vieja casa de campesino para evitar los bombardeos de los aviones japoneses. Se quedaba tumbado en la pieza principal en una hamaca de bambú, el rostro aureolado por sus plateados cabellos agitados por el viento que penetraba por la puerta abierta de par en par. Tan pronto como sonaba una alerta aérea, era presa del terror. Mi madre decía que lo único que ella podía hacer era repetirle al oído sin cesar que los japoneses no tenían bombas suficientes y que las reservaban para las ciudades. En aquella época, yo era más joven de lo que mi sobrinita es ahora, y acababa justo de aprender a andar. Recuerdo que para ir hasta el patio trasero había que cruzar un umbral muy alto más allá del cual había que bajar aún un escalón. Yo no podía franquearlo solo, y este patio era para mí siempre un lugar misterioso. Delante de la puerta de entrada se extendía una era, y me acuerdo de que, con los hijos de los campesinos, me revolcaba por la paja que se estaba secando. En las apacibles aguas del río que bordea la era se había ahogado un perrito. No sé si algún asqueroso individuo lo arrojó al agua o si se ahogó él solo, pero lo cierto es que su cadáver permaneció largo tiempo en la orilla. Mi madre me tenía formalmente prohibido jugar en la orilla del río y yo no podía ir a excavar en la arena más que yendo detrás de los adultos que iban allí a sacar agua. Hacían unos agujeros en la orilla y recogían el agua filtrada por la arena.

Comprendo en este instante que estoy rodeado de un mundo de muertos y que detrás de ese muro en ruinas se encuentran mis parientes desaparecidos. Tengo ganas de retornar entre ellos, sentarme a la misma mesa, escuchar incluso las conversaciones más fútiles, tengo ganas de oír sus voces, de ver sus miradas, de sentarme con gran comedimiento entre ellos, aun cuando no tome nada. Sé que las comidas del otro mundo poseen un valor de símbolo, que son una especie de ceremonia en la que no les está permitido participar a los vivos, sentarme a su mesa se me antoja de repente la felicidad suprema. Me acerco, pues, a ellos con precaución, pero una vez que he franqueado la pared en ruinas, se levantan y desaparecen en gran silencio detrás de otra pared. Oigo sus sigilosos pasos que se alejan, veo la mesa vacía que han dejado. En un instante, la mesa se cubre de tierno musgo, se resquebraja y queda reducida a un montón de piedras, y entre sus hendiduras crecen hierbajos. También sé que hablan de mí en otra casa en ruinas, que no aprueban mi conducta y que se inquietan por mí. En realidad, nada debería preocuparles, pero sé que lo están. Los muertos se preocupan a menudo por los vivos. Están discutiendo a escondidas, pero se callan una vez que yo aplico mi oído a la pared de húmedas piedras recubierta de musgo. Deben de seguir hablando con los ojos, decir que no puedo continuar así, que me hace falta una familia normal, una esposa prudente y virtuosa que se ocupe de mis comidas y lleve la casa, que si he contraído una enfermedad incurable ello se debe a mi inadecuada alimentación. Traman para saber cómo intervenir en mi vida, yo tengo que decirles que no hay motivo para la inquietud, que llegado a la edad madura tengo mi propio estilo de vida, que ese estilo de vida lo he elegido yo mismo, que no puedo volver al carril que ellos trazaron para mí. No puedo vivir como ellos, máxime cuando su vida no ha sido lo que se dice un éxito, pero no puedo dejar de pensar en ellos, quiero mirarles, escuchar su voz, hablar con ellos del pasado. Quiero preguntarle a mi madre si realmente me llevó en barca por el río Xiang. Recuerdo una barca de madera con una vela de bambú trenzada, en la que se apretujaban unas gentes, sentadas en unos bancos, a cada uno de los lados de la cabina, rodilla contra rodilla. A través de la vela, se veía el agua del río a punto de saltar por encima de la borda. La barca no paraba de cabecear, pero nadie decía ni mu, todos ponían cara de que no pasaba nada, por más que todos se habían dado cuenta de que la barca que iba hasta los topes podía zozobrar de un momento a otro. Nadie quería enfrentarse a la verdad. También yo ponía cara de que no pasaba nada, no lloraba ni me agitaba, esforzándome por no pensar en la catástrofe que podía producirse de un momento a otro. Quiero preguntarle si ella también huía. Si hubiera vuelto a ver ese tipo de barca en el Xiang, ese recuerdo sería perfectamente real. Quiero preguntarle también si es cierto que habíamos escapado a unos bandidos refugiándonos en un chiquero. El tiempo, ese día, era igual que el que hace hoy, lloviznaba; en una curva especialmente pronunciada de una cuesta, el autobús derrapó y el conductor no dejaba de lamentarse diciendo que, de haber tenido mejor cogido el volante, las ruedas del vehículo no habrían ido a parar a la cuneta. Recuerdo que eran las ruedas del lado derecho, porque, a continuación, los ocupantes del autobús se apearon todos y llevaron sus equipajes al lado izquierdo de la carretera, en la ladera de la montaña, y luego fueron a empujar, pero las ruedas seguían patinando en el barro, sin resultado. El autobús iba equipado con un motor de carbón vegetal, pues eran aún los tiempos de la guerra y los vehículos civiles no funcionaban con gasolina. Para hacerlo arrancar, primero era preciso girar con fuerza una manivela, hasta que el motor se ponía a petardear. En aquella época, los vehículos eran como los humanos, no se sentían bien hasta haberse aliviado de los gases que atestaban su vientre, pero en aquella ocasión el autobús, incluso después de haber petardeado, no era capaz más que de hacer patinar sus ruedas manchando de barro la cara de la gente que lo empujaba. El conductor se esforzaba por hacer una señal a los coches que pasaban, pero ninguno quería pararse para sacarle del apuro. Con semejante tiempecito, el cielo estaba realmente oscuro, y ellos no pensaban más que en huir. Pasó un último coche rozando la cuneta, con sus faros amarillos reluciendo como los ojos de una bestia salvaje. A continuación, los pasajeros treparon la pendiente a tientas en medio de la oscuridad, desafiando la lluvia, resbalando sin cesar por el camino de montaña fangoso, cogiéndose todos a las ropas del que les precedía. No eran más que una cuadrilla de ancianos, de mujeres y de niños. El grupo alcanzó por fin con gran esfuerzo una casa de labor sin luz, de la que nadie quiso abrir la puerta. Lo único que podían hacer era resguardarse en el chiquero para protegerse de la lluvia; unos disparos resonaban sin cesar en la montaña. Resplandecían unas antorchas. Sin duda, unos bandidos. El miedo impedía a todos proferir la menor palabra.

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