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– ¿Qué demonios vienes a hacer aquí?

– Vengo a verle.

Te esforzabas por parecer educado, pese al terror que te atenazaba. No era un viejo voluble y caprichoso como un niño. Todas tus zalamerías eran inútiles. Sabías perfectamente que podía matarte con su fusil si se enfurecía; motivos tenías para sentirte intimidado. Frente a sus dos cuencas rehundidas, ni siquiera osabas levantar los ojos, por temor a que él se imaginara que mirabas de reojo su fusil.

– ¿Por qué?

No podías decir por qué habías venido.

– Hace mucho tiempo que nadie viene a verme -gruñó él con voz cavernosa-. La pasarela que conduce hasta aquí está completamente podrida, ¿no?

Le explicaste que habías subido desde abajo del barranco, por donde corre el río Ming.

– ¿No me habíais olvidado todos?

– No -me apresuré yo a responder-, los montañeses le conocen a usted como el Viejo Shi. Hablan de usted en sus veladas, pero no se atreven a venir a verle.

Te hubiera gustado decirle que había sido más la curiosidad que el valor lo que te había movido a venir al oírles a ellos hablar de él, pero esto no resultaba fácil explicárselo. Dado que habías encontrado allí una prueba de la veracidad de una leyenda, ahora que le habías visto debías aprovechar la ocasión.

– ¿Quedan lejos los montes Kunlun de aquí?

¿Por qué le preguntaste acerca de los montes Kunlun? Son las montañas de los antepasados donde vive la Reina Madre de Occidente. Ésta está representada en los ladrillos pintados encontrados en las tumbas de los Han bajo la forma de un personaje de cabeza de tigre, con cuerpo humano y cola de leopardo. Y los pesados ladrillos de los Han son perfectamente reales.

– ¡Ah!, si avanzas todo recto, llegarás a los montes Kunlun.

Dijo esto como si señalara los retretes o una sala de cine. Te armaste de valor para seguir preguntando:

– Pero todo recto, ¿no está muy lejos de aquí?

– Todo recto…

Esperando que prosiguiera, echaste una mirada a sus cuencas rehundidas. Su boca desdentada se abrió por dos veces, luego se volvió a cerrar. Imposible saber si había dicho algo, o si únicamente se disponía a hablar.

Hubieras querido emprender la huida pasando por su lado, pero temiendo que se enfureciera optaste por mirarle fijamente y adoptar un aire de perfecta humildad, como si escucharas sus enseñanzas. Pero no te enseñó nada. Sin duda no tenía nada que enseñarte. Sentiste que los músculos de tu rostro estaban demasiado tensos en esa inmovilidad, relajaste las comisuras de los labios y adoptaste un aire más jovial. Pero no notaste ninguna reacción por su parte. Entonces, moviste un pie para desplazar tu centro de gravedad y avanzaste insensiblemente. Te acercaste a sus cuencas rehundidas, sus pupilas permanecían fijas, como si fueran falsas, tal vez no era más que una momia.

Los cadáveres perfectamente conservados de las tumbas Chu de Jiangling o de Mawangdui estaban sin duda en la misma posición que él.

Te acercaste paso a paso sin atreverte a tocarle, temiendo hacerle caer al más mínimo gesto. Alargaste la mano para apoderarte del fusil de caza cubierto de restos de grasa de oso colgado detrás de él. Pero al tocar el cañón del fusil, éste se convirtió en polvo. Te batiste en retirada a toda prisa, sin preocuparte ya de saber si irías a la mansión de la Reina Madre de Occidente.

Por encima de tu cabeza resonó un trueno, ¡el cielo daba muestras de su cólera! Los soldados y generales celestiales golpeaban con mazos de huesos de bestias salvajes el grueso tambor hecho de piel de búfalo procedente del mar de Oriente.

Nueve mil novecientos noventa y nueve murciélagos blancos revoloteaban en la cueva lanzando estridentes chillidos, despertando a los espíritus de la montaña. Enormes bloques de piedra cayeron de las cumbres, provocando en su caída un inmenso desprendimiento como un ejército de jinetes bajando a todo correr las pendientes en medio de una nube de polvo.

¡Ah, ah! ¡De golpe, en el cielo, aparecieron nueve soles! Los hombres con sus cinco costillas, las mujeres con sus diecisiete nervios se pusieron a golpear los instrumentos de percusión y a tañer los instrumentos de cuerda sin dejar de cantar, gritar, gemir y aullar.

Tu alma te abandonó entonces y no viste más que innumerables sapos, boquiabiertos, vueltos hacia los cielos, como una muchedumbre de pequeños hombres decapitados, las manos tendidas hacia el cielo y gritando con la mayor de las desesperaciones: ¡Devolvedme mi cabeza! ¡Devolvedme mi cabeza! ¡Devolvedme mi cabeza! ¡Devolvednos nuestras cabezas! ¡Devolvednos nuestras cabezas! ¡Devolvednos nuestras cabezas! ¡Nuestras cabezas, devolvednos! ¡Nuestras cabezas, devolvednos! ¡Nuestras cabezas, devolvednos! ¡Nuestras cabezas, devolvednos! ¡Nuestras cabezas, devolvednos! ¡Nuestras cabezas, devolvednos! ¡Las cabezas, devolvednos! ¡Las cabezas, devolvednos! ¡Las cabezas, devolvednos! ¡Venid a devolver nuestras cabezas!… Yo entrego mi cabeza…

69

Unos repetidos tañidos de campana y unos redobles de tambor me sacan de mi sueño. No me acuerdo ya de dónde estoy. En medio de una completa oscuridad, termino por reconocer una ventana, me parece que con unos travesaños muy delgados. Para comprobar si estoy todavía soñando, me esfuerzo por levantar mis pesados párpados. Percibo por fin la luz fluorescente de mi reloj. Son las tres. Caigo en la cuenta de que la oración matinal ha comenzado y que estoy hospedado en un templo. Me levanto de golpe.

Cuando llego al patio, el tambor ha enmudecido. Únicamente la campana desgrana sus claros tañidos. Detrás de los árboles, el cielo está sombrío, el tintineo llega de la sala del Gran Tesoro oculta por unos altos muros. A tientas alcanzo la puerta de la galería que conduce al refectorio, pero ésta se halla cerrada. Me dirijo hacia el otro extremo de la galería, pero mis manos no tocan más que una pared de ladrillo. Estoy prisionero, encerrado en este patio rodeado por unos altos muros. Llamo varias veces en vano.

La víspera, había insistido en hospedarme en el monasterio Guoqing. Los monjes que quemaban incienso y distribuían las ofrendas me habían mirado como si dudaran de mi fervor. Yo me había quedado tercamente hasta el cierre de las puertas. Finalmente consultaron a su superior y me instalaron en este patio lateral, en la trasera del templo.

No quiero quedarme encerrado, quiero comprobar, sin infringir no obstante el ritual budista, si en este templo en activo desde hace más de mil años se conserva aún el ritual de la escuela del Tiantai. * Tras volver al patio, acabo divisando un hilo de luz que se filtra por una rendija de una esquina. A tientas, descubro una pequeña puerta que abro sin tener licencia para ello. Salta a la vista que se trata de un templo budista, no hay ningún lugar tabú.

Más allá de la pared-pantalla, una pequeña sala de oración iluminada por algunas velas ha sido invadida por las volutas de humo del incienso; delante del altar cuelga un paño de brocado morado bordado con una inscripción en grandes caracteres: «Súbitamente, el pebetero se calienta». Diríase una revelación. A fin de probar que mis intenciones son intachables y que no he venido a espiar los secretos de los monjes, me alumbro ostensiblemente con el candelero. En las cuatro paredes hay colgadas caligrafías antiguas: nunca hubiera creído que un templo pudiera abrigar una estancia tan refinada, tal vez sea la sala donde vive cotidianamente el Gran Maestro del dharma. Me siento un poco avergonzado por tener la osadía de penetrar en ella, pero ardo en deseos de comprobar si aún se conservan los manuscritos de los dos bonzos célebres de los Tang, Han Shan y Shi De. * Dejo el candelero y abandono la estancia en dirección a la campana.

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