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Sí.

Bésame, besa la palma de mi mano, ¿dónde estás?, ¡no te vayas!

Estoy cerca de ti.

No, invoco a tu alma, te llamo, ven, no me abandones.

Niña estúpida, no pienso hacerlo.

Tengo miedo, miedo de que me abandones, no me dejes, no soporto la soledad.

¿Acaso no estás entre mis brazos, ahora?

Sí, lo sé, te estoy muy agradecida, querido mío.

Duerme, duerme tranquila.

No tengo sueño, tengo la mente perfectamente despejada, veo la noche transparente, el bosque azul, la nieve acumulada, ninguna estrella, ni tampoco luna, todo eso lo veo claramente, qué noche más extraña, querría permanecer eternamente contigo en esta noche nevada, ¡no me dejes, no me abandones, tengo ganas de llorar, no sé por qué, no me abandones, no te quedes tan lejos de mí, no beses a otras mujeres!

79

Ha venido un amigo a hablarme de su reeducación por el trabajo. Era invierno y nevaba. Por la ventana contempla el paisaje nevado frunciendo los ojos, como si la reverberación fuese demasiado fuerte, como si se abandonara a sus recuerdos.

Cuenta que en la granja de reeducación por el trabajo había un punto geodésico, que debía de hacer -levanta la cabeza y por la ventana calibra la altura de un edificio muy próximo-, que debía de hacer por lo menos cincuenta o sesenta metros, en cualquier caso, no era menos alto que ese edificio. Una bandada de cuervos revoloteaba alrededor, ya alejándose, ya acercándose, dando vueltas sin cesar mientras lanzaban graznidos. El jefe de la granja encargado de la vigilancia de los condenados a la reeducación era un viejo soldado que había participado en la guerra de Corea y se había distinguido por sus hazañas. Inválido de guerra, tenía una pierna más corta que la otra y caminaba renqueando. No sé qué problemas había tenido, pero no había podido pasar del grado de capitán y no paraba de echar pestes por haber sido destinado allí para vigilar a esos criminales.

Su puta madre, ¿quién es ese cabrón que no me deja dormir? Soltaba tacos con su acento del norte de Jiangsu. Con una gran capa militar echada sobre los hombros, daba vueltas alrededor del punto geodésico.

¡Sube a ver!, me ordena. Tuve que quitarme mi chaqueta de algodón y trepar. A media subida, el viento soplaba con fuerza, mis pantorrillas temblaban. Al mirar hacia abajo, sentí que mis piernas temblequeantes iban a aflojárseme. Era el año de la hambruna. En las aldeas de los contornos, la gente se moría de hambre. En la granja, las cosas andaban un poco mejor. Las batatas y los cacahuetes que habíamos plantado se amontonaban en los silos. El capitán se había quedado con una parte que no entregó a sus superiores. La ración fijada para cada uno estaba garantizada y, si bien algunos presentaban edemas, a pesar de los pesares conseguíamos trabajar. Pero yo estaba realmente demasiado débil para trepar.

Yo llamo: ¡Capitán!

Dime lo que hay allí arriba, exclama él.

Levanto la cabeza.

¡Se diría que hay una bolsa colgada!, le digo.

Los ojos me hacen chiribitas.

¡No consigo subir más!, exclamo yo.

¡Entonces, que te sustituyan! Soltaba una grosería tras otra, aunque en el fondo no era mala persona.

Bajo.

Ve a buscar al Ladrón, dice.

El Ladrón estaba también condenado a la reeducación, un pequeño demonio de diecisiete años que había robado una bolsa a un pasajero de un autobús. Le habían apodado el Ladrón.

Lo encuentro. Él mira hacia arriba y duda. El capitán monta en cólera.

¿Es que te estoy mandando a la muerte?

El Ladrón dice que tiene miedo de caerse.

El capitán ordena que le den una cuerda, luego añade que ¡le tendrá tres días sin comer si no trepa!

El Ladrón se la ata a la cintura y trepa. Abajo, sudamos de miedo por él. Una vez llegado a dos tercios, ata su cuerda a los barrotes metálicos. Llega a lo alto. La bandada de cuervos sigue revoloteando en torno a él. El los ahuyenta con la mano, luego un saco de yute cae volando hasta abajo del punto geodésico. Nos acercamos todos a verlo. ¡El saco, acribillado de agujeros por los cuervos, está medio lleno aún de cacahuetes!

¡Tu puta madre! El capitán se pone de nuevo a jurar.

¡A formar!

Un silbato. Bien, a formar todos. Comienza a echar la bronca. Luego pregunta: ¿Quién ha hecho eso?

Nadie se atreve a rechistar.

No ha podido volar tan alto él solo, ¿o no? ¡Y yo que me he creído que era la carne de un muerto!

Todos se aguantan las ganas de reír.

Si nadie se delata, se suspende el rancho.

Todo el mundo teme eso. Nos miramos unos a otros. Pero todos sabemos que sólo el Ladrón es capaz de trepar hasta lo alto del punto geodésico. Las miradas se vuelven hacia él. Él baja la cabeza y, acto seguido, no pudiendo aguantarse más, se hinca de rodillas y confiesa haber robado y escondido el saco allí arriba. Afirma que tenía miedo de morirse de hambre.

¿Te has valido de una cuerda?, pregunta el capitán.

No.

Entonces, ¿a qué vienen todos esos remilgos que acabas de hacer? ¡Que este jodido canalla se quede sin comida durante todo un día!, declara el capitán.

Todo el mundo le aclama.

El Ladrón rompe en sollozos.

El capitán se aleja renqueando.

Otro amigo ha venido a decirme que tiene un asunto extremadamente importante que discutir conmigo.

De acuerdo, ¿de qué se trata?

Dice que es largo de contar.

Yo le digo que resuma.

Él me dice que, aun resumiendo, debe empezar por el principio.

Pues bien, empieza, le digo yo.

Me pregunta si conozco a tal guardia imperial de tal emperador manchú cuyo nombre imperial y número de era me indica, así como el nombre y el apelativo de su superior. Es el descendiente en línea directa de la séptima generación de ese noble. Yo le creo, sin sentir el menor asombro. Que su antepasado sea criminal o ministro aspirante a la corte no tiene ninguna trascendencia para él en nuestra época.

Él, sin embargo, declara que sí, que eso tiene una enorme importancia. El departamento de antigüedades, los museos, las oficinas de archivos, la comisión política consultiva del pueblo, los anticuarios han venido todos a verle y no dejan de importunarle.

Yo le pregunto si posee aún alguna reliquia valiosa.

Te quedas corto, dice él.

¿Algo de un precio inestimable?

Inestimable o no, él no lo sabe, pues de todas formas es imposible evaluarlo, aunque sea en millones, decenas de millones o varios cientos de millones. Me dice que no se trata de una pieza o dos, sino de bronces rituales de los Shang, de jades, de espadas de los Reinos Combatientes, sin mencionar las figuritas raras y valiosas de épocas pasadas, caligrafías, cuadros e inscripciones, con que llenar todo un museo. El catálogo de estos objetos, publicado desde hace ya mucho tiempo, no abarca menos de cuatro volúmenes encuadernados al estilo tradicional. Puede consultarse en una biblioteca de libros antiguos. ¡Estos tesoros que fueron acumulados durante siete generaciones, desde hace doscientos años, a partir de la era Tongzhi, se han conservado hasta nuestros días!

Digo que no me parece extraño que se hayan conservado, pero que comienzo a temer por su seguridad.

Él dice que no tiene nada que temer por ese lado, pero que no puede vivir ya tranquilo, pues su familia, una gran familia, los descendientes de sus abuelos, de su padre, sus tíos y todos sus allegados no dejan de venir a verle y no paran de discutir, está hasta la coronilla.

¿Quieren repartírselo?

Dice que no hay nada que repartir. Estas decenas de miles de objetos preciosos, en oro y plata, esas cerámicas y toda la fortuna familiar fueron quemadas o bien robadas no se sabe cuántas veces, ya por los Taiping, ya por los japoneses o los diferentes señores de la guerra. Más tarde, fueron recogidas por sus antepasados que o bien las regalaron al Estado, o bien las vendieron para su lucro personal. Otras veces, se las confiscaron. Ahora, ya no queda ni una.

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