– ¿Tiene usted una carta oficial?
– Tengo un documento -digo sacando mi carnet de miembro de la Asociación de Escritores.
Él lo examina del derecho y del revés, luego me lo devuelve.
– Si no tiene usted una carta oficial, esto no sirve de nada.
– ¿Qué clase de carta oficial quiere usted?
– Una carta del Ayuntamiento del cantón o bien un sello del Ayuntamiento del distrito.
– ¡Pero si mi carnet lleva el sello!
Se queda perplejo, vuelve a coger el carnet y va a examinarlo atentamente bajo la lámpara. Me lo devuelve una vez más:
– No se ve bien.
– ¡He venido especialmente de Pekín con el fin de recopilar canciones populares!
No doy mi brazo a torcer, por supuesto, sin andarme con muchos cumplidos. Como me mantengo firme, se vuelve hacia su padre y le gruñe en tono severo:
– ¡Papá, sabes perfectamente que esto va contra los principios!
– Es un amigo al que acabo de conocer.
El padre quisiera continuar explicándose, pero delante de su hijo, jefe de la aldea, no se ve con valor.
– ¡Volved todos a acostaros! Esto va contra los principios.
El hijo repite una vez más esta frase a los presentes. Algunos han ahuecado ya el ala y sus hermanos menores han recogido los instrumentos musicales y los utensilios. No soy el único en sentirme decepcionado, pues el anciano está en verdad desolado, como si hubiera recibido un jarro de agua fría en la cara. Toda su vitalidad y su espíritu le han abandonado, tiene la mirada extraviada, se encoge de manera que inspira lástima. Me siento obligado a explicarme:
– Su padre es un artista popular como ya no quedan, he venido especialmente para instruirme con él. Sus principios están bien, en principio, pero existen también principios más elevados que están por encima de los suyos…
Sin embargo, sería incapaz de explicarle en este momento cuáles son esos grandes principios.
– Vaya usted mañana al Ayuntamiento del cantón, allí le dirán si esto es legal y regrese con un sello.
Se aplaca un poco, se lleva a su padre a un rincón y le cuchichea alguna cosa más. Por último, se echa de nuevo la chaqueta sobre los hombros y sale.
Una vez que todo el mundo se ha ido, el anciano vuelve a echar la tranca a la puerta y se dirige hacia la cocina. Un instante más tarde, su endeble mujer trae un gran cuenco de queso de soja cocido con carne salada y toda clase de verduras en conserva. Yo me niego a comer, pero el anciano insiste. En la mesa, nadie abre el pico. A continuación, me instalo para dormir con él en una habitación que comunica con la pocilga, al lado de la cocina. Es pasada la una de la noche.
Apenas la lámpara ha sido apagada cuando los mosquitos atacan. Golpeo sin cesar mi rostro, mi cabeza, mis orejas y mis manos. La atmósfera resulta asfixiante, reina en la estancia un olor nauseabundo. El perro de la casa está excitadísimo a causa de mi presencia. Entra y sale, provocando los gruñidos incesantes de los cerdos que se agitan sin cesar. Debajo de la cama, algunas gallinas que han olvidado encerrar en el gallinero están también alteradas a causa del perro. Por momentos, baten las alas. Por más que esté agotado, no consigo conciliar el sueño. Poco tiempo después, un gallo debajo de la cama entona sus cocoricós, pero el anciano sigue roncando. No sé si los mosquitos le pican o si pican solamente a los desconocidos. A menos que mi amigo no pierda toda percepción una vez caído en el sueño. No pudiendo aguantar más, me levanto resueltamente, abro la puerta de la estancia principal y me quedo sentado en el umbral.
Se levanta un viento fresco y dejo de sudar. A través de los contornos confusos de los árboles del bosque, no discierno ninguna estrella en medio de la grisura de la noche. La gente duerme aún profundamente en las dispersas casas de tejados de negras tejas. Nunca habría imaginado que podría pasar una velada tan alegre en esta pequeña aldea de montaña, de apenas una docena de hogares. La decepción de haber sido interrumpido se disipa cuando se apodera de mí el fresco; lo que normalmente llamamos la vida permanece en lo indecible.
50
¡Ella dice que basta, que no cuentes más! Bordeas con ella la orilla abrupta del río cuyas aguas se arremolinan con violencia. Delante de vosotros se extiende una profunda ensenada. Cuando el agua entra en ella, describe un arco de círculo, luego su superficie, perfectamente tersa, se vuelve de un verde oscuro, sin una ola. El camino es cada vez más angosto. Ella no quiere seguir avanzando contigo.
Dice que quiere volver, tiene miedo de que la empujes dentro del río.
La cólera asciende en ti, le preguntas si se ha vuelto loca.
Ella dice que es justamente porque está con un demonio como tú por lo que está vacía, por lo que su corazón ahora está tan seco; es imposible para ella no volverse loca. Sabe muy bien que, si sigues caminando con ella a lo largo del río, es porque buscas la primera ocasión para empujarla dentro del agua. Quieres ahogarla para que no deje el menor rastro.
¡Vete al diablo! No puedes dejar de insultarla.
Ella dice, ves, ves, es eso lo que piensas verdaderamente, tu corazón es pérfido, en realidad no la amas, si no la amas, pues tanto peor, pero ¿por qué querer seducirla? ¿Por qué atraerla delante de estas aguas profundas?
Distingues en su mirada un espanto real, quieres acercarte para tranquilizarla.
¡No! ¡No! ¡Ella te prohibe dar un paso más! Te suplica que te alejes, que le perdones la vida. Dice que a la vista de este abismo sin fondo, su corazón se hiela de espanto. Quiere volver enseguida, reencontrar su vida de antes: ella le acusó equivocadamente y se ha dejado llevar por un monstruo como tú a estos confines desérticos. Quiere volver a su lado, reencontrar su pequeña habitación, y esta vez podrá perdonarle todo, pese a que es siempre violento en sus relaciones sexuales. Ella dice que ahora comprende que, precisamente por ser tan impulsivo aquel al que ama, la brusquedad de su deseo no es sino una prueba de su fervor hacia ella, pero ella no soporta ya tu frialdad, es cien veces más sincero que tú, tú eres cien veces más hipócrita que él, en realidad, tú, hace mucho tiempo que estás cansado de ella, pero no lo dices, tú la torturas mentalmente de una manera aún más cruel de lo que la hacía sufrir él en su carne.
Ella dice que piensa en él, que en casa de él después de todo ella era libre, que tiene necesidad de un hogar donde poder refugiarse, lo único que quiere es convertirse en ama de casa, él dijo que quería tomarla por esposa, y ella tiene confianza en él, mientras que tú, estas mismas palabras, no han salido nunca de tu boca. Cuando él hacía el amor con ella, le hablaba de otra mujer, pero era únicamente para excitar su entusiasmo, mientras que tus palabras no provocan en ella más que frialdad, acaba de darse cuenta de que la ama aún de verdad. He aquí por qué está tan nerviosa, porque no está en su estado normal. Si se fue no fue más que para hacerle sufrir a él a su vez, pero ahora ya basta. Ya se ha vengado lo suficiente, tal vez hasta demasiado. Cuando él lo sepa, se va a volver loco, de eso no cabe duda, pero a pesar de todo la querrá y sabrá mostrarse indulgente con ella.
Dice que piensa también en su familia, que aunque su madrastra sea mala, ella forma parte de los suyos. Su padre debe de estar terriblemente inquieto, debe de buscarla por todas partes, es peligroso a su edad.
Ella piensa también en sus colegas de trabajo, aunque sean unos seres banales, avaros, celosos los unos de los otros, el día en que una de ellas se compraba un vestido de moda, nunca dejaba de dejárselo probar a sus amigas.
Piensa también en esas sesiones de baile que eran siempre un aburrimiento, para las que una se pone unos zapatos nuevos y se perfuma, con esa música y esos focos que la hacen vibrar.
Y lo mismo la sala de operaciones con su olor a medicamento, su limpieza impecable, su orden perfecto: cada frasco ocupa en ella un sitio preciso, uno los tiene siempre al alcance de la mano, todo eso le resulta tan familiar, tan próximo. ¡Tiene que abandonar este maldito lugar, esta Montaña del Alma, esto no son más que tonterías!