Agita su cuchillo de ceremonia y describe un gran círculo en el aire. Hinchando las mejillas, sopla a pleno pulmón en su cuerno. Luego se vuelve hacia mí:
– Si trazo también un talismán, el que lo lleve no conocerá más que la fortuna.
No consigo darme cuenta de si él mismo cree en sus procedimientos mágicos, pero en cualquier caso agita sus manos y sus pies con convicción y ostenta una expresión de gran satisfacción. Organizar esta ceremonia en su propia morada, animado por sus hijos, respetado por los habitantes de la aldea y más aún en presencia de un invitado de fuera, le lleva por supuesto al colmo de la excitación.
A continuación encadena imprecación tras imprecación, invoca a cielo y tierra, el sentido de sus palabras es cada vez más confuso, sus gestos cada vez más enloquecidos. En torno al altar, despliega sus artes pugilísticas y en el manejo de la espada. Sus hijos acompañan sus transformaciones, siguiendo el ritmo de sus pasos y de su melodía con la ayuda de gongs y de tambores, que tocan con fuerza creciente. Sobre todo el más joven de los seis, que toca el tambor: se ha quitado decididamente la camisa, dejando brillar su piel negra y sobresalir los músculos de sus hombros. Detrás de la puerta se agolpan espectadores cada vez más numerosos. Los que están en primera fila reciben tantos empujones que se han sentado en el suelo. Al término de cada canto, todo el mundo aclama y aplaude siguiéndome a mí. El anciano se siente cada vez más dichoso. Hace una demostración de todos los movimientos de artes marciales que conoce, sin el menor temor, invoca uno tras uno a todos los espíritus que posee en sí, en un estado de semiebriedad, de semilocura. No se detiene para recuperar el aliento hasta que yo doy la vuelta al casete de mi magnetófono. En la estancia y afuera, la excitación del gentío está su punto álgido. La gente ríe, se interpela, parlotea. Incluso las grandes reuniones de campesinos no deben de ser tan animadas.
Mientras se seca con una toalla, se dirige a las niñas que tenía delante de sí:
– Cantad, vosotras también, para el profesor.
Las chiquillas ríen burlonamente entre ellas, cotorrean durante un momento dándose empujones unas a otras antes de hacer salir de su grupo a una niña llamada Maomei. Graciosa, no cuenta más que catorce o quince años, pero no tiene aire de tímida del todo. Pregunta guiñando sus grandes ojos redondos:
– ¿Cantar qué?
– Una canción montañesa.
– ¡Voy a cantar «La boda de las hermanas»!
– ¡Canta más bien «Flores de las cuatro estaciones»!
Al lado de la puerta, una mujer de mediana edad me recomienda:
– Es mejor que cante «La boda de las hermanas», pues es una bonita canción.
La muchacha me mira, se inclina, luego desvía la mirada. Su voz cristalina se abre paso entre la algarabía del gentío y se eleva directa en los aires. Me transporta al punto a las montañas. El viento, los cristalinos y oscuros manantiales, las penas que se pasan como la corriente lenta de las aguas, son a la vez lejanos y claros. Imagino las antorchas de los viajeros en la negra sombra de la montaña. Delante de mis ojos flota la visión de un anciano, con una tea de abeto encendida en la mano, que conduce a una muchacha de la misma edad que la joven cantora, delgadísima, con ropas de algodón estampado. Desfilan por delante de la puerta del instructor de estudios de una pequeña aldea. Yo estaba en su casa descansando, no sabía de dónde venían, ni adonde se dirigían, delante de ellos una inmensa montaña de negros bosques profundos. Me dirigieron una mirada sin detenerse, luego penetraron en el bosque. Una pavesa caída delante de la puerta brilló todavía durante un instante. Cuando volví la mirada para dar con el rastro de la antorcha, vi una minúscula llama danzar en la oscuridad, más allá de las rocas. Flotaba en la noche negra y las pavesas que caían detrás de ella trazaban levemente el camino que seguían. Luego todo desapareció, la pequeña llama danzante, las pavesas, igual que una canción, un canto de tristeza puro y luminoso flotando en la sombra de una estancia y en la mecha de una lámpara, no mayor que un guisante. En aquellos años, yo era como ellos, con los pies desnudos en los arrozales trabajando la tierra, y al caer la noche, la casa del instructor era el único refugio donde podía charlar, tomar el té, sentarme y distraerme de mi soledad.
La tristeza ha afectado a todo el mundo, nadie dice una palabra. La muchacha ha parado de cantar desde hace un buen rato, cuando otra, mayor que ella, apoyada contra la puerta, deja escapar un profundo suspiro. Sin duda una muchacha que está a punto de casarse:
– ¡Qué tristeza!
Luego el gentío reclama de nuevo:
– ¡Canta una canción ligera!
– ¡Tío, canta «Las cinco vigilias»! *
– Canta «Las dieciocho caricias».
Son sobre todo los jóvenes los que le interpelan.
El anciano recupera el aliento, se quita su hábito y se levanta del banco para alejar a la joven cantora y los niños pequeños sentados en el umbral de la puerta.
– ¡Vamos, pequeños, vamos, a acostaros! ¡Se acabaron los cantos, vamos, a acostaros!
Nadie quiere marcharse. La mujer de mediana edad, de pie delante de la puerta, les llama entonces uno por uno por su propio nombre. El viejo golpea con el pie en el suelo, como si estuviera enfadado, y se pone a gritar:
– ¡Salid todos! ¡Vamos a cerrar, a cerrar, id a dormir!
La mujer avanza por la estancia y empuja a las chiquillas afuera mientras les grita a los chicos:
– ¡Salid, vosotros también!
¡Los jóvenes sacan la lengua y lanzan un extraño grito!
– Yé…
Finalmente, dos muchachas algo mayores abandonan obedientemente la casa. La gente echa fuera a los otros niños. La mujer va a cerrar la puerta y los adultos que se han quedado en el exterior aprovechan la ocasión para introducirse en la estancia. Una vez echada la tranca, el calor aumenta, así como un fuerte olor a transpiración. El anciano se aclara un poco la voz, escupe al suelo, guiña un ojo hacia el gentío. Ha cambiado de fisonomía. Con expresión maliciosa, avanza con andares de gato. Guiñando los ojos a los presentes, canta con voz contenida:
El hombre prepara, ¿qué prepara?
prepara su bastón,
la mujer prepara, ¿qué prepara?
prepara su acequia.
El gentío le aclama. El anciano se seca la boca con la mano:
El bastón ha caído dentro,
¡se agita como una locha!
Las carcajadas estallan, la gente se parte de la risa, algunos patalean.
– ¡Cántanos también «El pequeño idiota se casa»! -se alza una voz.
Los jóvenes pegan un grito:
– ¡Tcha!
El anciano desplaza la mesa a un lado y hace un espacio en medio de la estancia. Se acuclilla en el suelo, cuando de repente llaman a la puerta. Disgustado, pregunta:
– ¿Quién hay?
– Yo -responde del exterior una voz de hombre.
Abren la puerta y entra un joven, con la chaqueta echada sobre los hombros, el cabello peinado con raya. La gente cuchichea:
– El jefe de la aldea, el jefe de la aldea, el jefe de la aldea…
El anciano se levanta. El recién llegado muestra una sonrisita que refrena al punto cuando su mirada cae sobre el magnetófono puesto sobre la mesa, luego se dirige hacia mí.
– Es mi invitado.
El viejo se vuelve para presentarme al joven.
– Es mi hijo mayor.
Le tiendo la mano. Él se quita la chaqueta que lleva echada sobre los hombros y pregunta sin estrechar la mano:
– ¿De dónde viene?
– Es un profesor de Pekín -se apresura a explicar el anciano.
Su hijo frunce el ceño: