– Mañana por la mañana, a las seis.
– ¿Y eso por qué?
– ¿No ve usted que he tomado aguardiente?
– No he sido yo quien le ha puesto una multa. No debería usted vengarse con los pasajeros si está cabreado. ¿Es que no lo entiende?
Trato de contenerme.
– Cuando se conduce después de haber tomado alcohol, uno se arriesga a que le caiga una multa, ¿lo entiende o no?
Apesta efectivamente a alcohol y exhibe un semblante de absoluto descaro. Viendo sus dos ojillos bajo su frente que se frunce cuando mastica la comida, me coge tal cabreo que me dan ganas de abrirle la cabeza de un botellazo. Salgo a toda prisa del restaurante.
De vuelta a la carretera, delante del vehículo vacío, tomo conciencia del absurdo de este bajo mundo; de no haber subido a este autobús, me habría evitado todas estas molestias. No habría habido ni conductor, ni pasajeros, ni inspectores, ni multa; y el problema, ahora, es encontrar un lugar donde pasar la noche.
Vuelvo bajo el entoldado donde se sirve té. Encuentro a un pasajero.
– Ese jodido autobús no vuelve a salir.
– Lo sé.
– ¿Dónde piensa pasar usted la noche?
– Yo también ando buscando.
– ¿Adonde se han ido el resto de los pasajeros?
Me dice que son todos del lugar, que saben adonde ir, que no les preocupa en absoluto el tiempo, que llegar un día antes o después no tiene mayor importancia para ellos. Él, en cambio, viene del zoo de Guiyang donde ha llegado un telegrama del distrito de Yinjiang. Les han comunicado que unos montañeses han capturado a una bestia salvaje desconocida. Tiene que llegar antes de la noche a la cabeza de distrito para volver a salir a la mañana siguiente hacia la montaña. Si llega demasiado tarde, mucho se teme que se encuentre a la bestia muerta.
– ¡Déjela que reviente! ¿O acaso corre el riesgo de que le caiga una multa? -le digo.
– No, no lo entiende usted.
Yo le digo que en este mundo no hay modo de entender nada.
El dice que a lo que se refiere es a una bestia desconocida, no al mundo.
Le pregunto si verdaderamente existe una gran diferencia entre este mundo y una bestia desconocida.
Entonces me muestra el telegrama. En él puede leerse efectivamente: «Campesinos de distrito capturado animal desconocido, urge enviar alguien para identificación». Luego me explica que un día su zoo recibió una llamada de teléfono anunciando el descubrimiento de una salamandra gigante de cuarenta a cincuenta libras arrojada a la orilla por un río de montaña y que, una vez que hubieron mandado a alguien, no sólo estaba ya muerta, sino que además los aldeanos se habían repartido su carne; el cadáver ya no podía ser reconstituido y era por supuesto imposible conservarla como ejemplar. Esta vez, tendría que hacer por fuerza autostop para llegar.
Le hago compañía un buen rato. Pasan varios camiones. El enarbola su telegrama, pero nadie le hace el menor caso. Yo no tengo el deber de salvar a ninguna bestia salvaje, ni siquiera al mundo. ¿Para qué quedarse allí, tragando polvo? Me decido a volver para comer en el restaurante.
Pregunto a la camarera si se puede dormir allí. Ella me dirige una mirada cargada de odio, como si le hubiese preguntado si recibía clientes:
– ¿Es que no lo ha visto usted? ¡Esto es un restaurante!
Me juro a mí mismo no volver a subir a este autobús, pero me quedan seguramente cien kilómetros por hacer y, a pie, tengo por lo menos para dos días.
Cuando vuelvo al borde de la carretera, el hombre del zoo ya no está allí; ignoro si ha conseguido que le lleven.
El sol está a punto de ponerse. Bajo el entoldado donde la gente bebe té, los bancos han sido retirados. Más abajo resuenan unos redobles de tambor. Me pregunto de qué se tratará. Vista desde arriba, la aldea no es más que una sucesión de tejados de tejas, y, entre las casas, hay unos patios empedrados. Más lejos se extienden las terrazas, cuyo arroz primerizo ha sido cosechado. Algunas han sido ya aradas como atestigua el lodo negro removido.
Bajo la pendiente en dirección a los redobles de tambor. Un campesino sube de un arrozal, con los pantalones arremangados, las pantorillas negras de barro. Más lejos, un niño lleva a un búfalo tirándolo de una cuerda hacia un estanque en las afueras de la aldea. Al ver el humo que se eleva de los tejados, me invade una sensación de paz.
Me detengo, escucho el tambor. Ya no hay conductor, ni inspectores de brazalete rojo, ni ningún exasperante autobús, ni telegrama exigiendo reconocer con urgencia a una bestia desconocida, la naturaleza recobra sus prerrogativas. Pienso en esos años pasados en el campo, obligado a tomar parte en el trabajo manual. De no haber evolucionado la situación, ¿no estaría yo como ellos, cultivando la tierra? Y también yo, al final del trabajo, con las pantorrillas cubiertas de barro, me sentiría tan cansado que ni siquiera tendría ánimos ya de lavarme, pero no experimentaría una ansiedad semejante. ¿Por qué tanta prisa por ir allí? Nada más natural que este humo que sale de los hogares a la luz del crepúsculo, estos tejados de tejas, estos redobles de tambor, unas veces próximos, otras lejanos.
Los repetidos redobles de tambor parecen salmodiar una leyenda sin palabras. Y sólo quedan los tejados de las casas que se oscurecen a medida que cambian el color del agua y la luz del cielo, las losas de piedra grisáceas confusamente distintas entre los patios de las casas, el barro que ha conservado la tibieza del sol, el aliento exhalado por los hocicos de los búfalos, los fragmentos de conversación que suben de las viviendas, que se dirían discusiones, y también el viento de la tarde, el temblor de las hojas de los árboles por encima de mi cabeza, el olor de la paja y del establo, el chapotear del agua que se agita, el chirrido de una puerta, tal vez, o de la roldana de un pozo, el piar de los gorriones y el arrullo de una pareja de tórtolas en alguna parte en su nido, las llamadas de las voces agudas de las mujeres y de los niños, el olor de la artemisia y el bordoneo de los insectos en vuelo, el barro seco bajo los pies, pero blando por debajo, el deseo latente y la sed de felicidad, las vibraciones que hacen nacer en el corazón los redobles de tambor, las ganas de caminar descalzo y de sentarme en el umbral de una puerta gastado por el paso de los hombres.
29
Un enviado del brujo de Tianmenguan, el Paso de la Puerta Celeste, vino a Mujiangping, la Terraza de los Ebanistas, para encargar a un viejo escultor una cabeza de la diosa Tianluo. Dijo que volvería a buscarla personalmente para ofrendarla el día veintisiete del duodécimo mes en el altar de sus antepasados. El enviado ofreció una oca en prenda y prometió que, si el trabajo era realizado en el plazo previsto, entregaría una jarra de aguardiente de arroz y media cabeza de cerdo; con todo lo cual el anciano podría festejar el Año Nuevo. Fue entonces cuando el viejo escultor se sintió presa del terror, dándose cuenta de que tenía los días contados. La diosa Guanyin es dueña y señora de nuestra vida y la diosa Tianluo de nuestra muerte; ésta venía a urgirle para que pusiera fin a su vida.
En los últimos años, al margen de su trabajo de ebanista, había hecho bastantes esculturas, había tallado figuras del dios de la Riqueza, del monje abstinente, del encargado del registro de los vivos y de los muertos, había fabricado también para las compañías teatrales nuo series completas de máscaras, Zhang Kaishan mitad hombres y mitad dioses, Mashuai mitad hombres y mitad dioses, pequeños demonios mitad hombres y mitad diablos, amén de figuras cómicas de Qintong en actitudes gesticulantes. Para gentes venidas de allende la montaña, había tallado también figuras de Guanyin, pero lo cierto es que nadie le había encargado todavía la feroz figura de la diosa Tianluo, la que gobierna la vida de los seres, y resultaba que ahora ella había venido a reclamarle su vida. ¿Cómo podía ser tan atolondrado como para haber aceptado con tanta facilidad? Había sido a causa de su vejez, de su gran codicia. Bastaba con que le tentaran con algún objeto de valor para que esculpiera cualquier cosa. Todo el mundo coincidía en decir que sus esculturas rebosaban de vida. A simple vista, uno podía reconocer al dios de la Riqueza, al Mandarín de las Almas, a un Luohan sonriente, al monje abstinente, al encargado del registro de los vivos y de los muertos, al general Zhang Kaishan, a un Mashuai o a un pequeño demonio, a una Guanyin. Nunca antes había visto ninguna Guanyin, tan sólo sabía que era una madre que favorecía el nacimiento de los hijos. Cuando una mujer llegada de allende las montañas le trajo dos pies de tela roja para encargarle una figurita de Guanyin, ella pasó la noche en su casa. A la mañana siguiente, volvió a partir contentísima, llevándose consigo a la Guanyin que él había creado con sus manos en espacio de una noche. Pero en toda su vida nunca había esculpido a la diosa Tianluo, en primer lugar porque nadie se lo había pedido y, en segundo, porque esta figura feroz no podía ser expuesta más que en el altar de un brujo. No pudo reprimir un estremecimiento. Se le heló la sangre; sabía que la diosa Tianluo le atraía ya hacia ella, esperando arrebatarle la vida.