El hombre no puede deshacerse de esta máscara, es la proyección de su carne y de su alma. Se le pega a la piel, jamás podrá liberarse de ella, pero está sumido en un profundo asombro, como si no pudiera creer que se trate de sí mismo.
Esta imposibilidad de abandonar la máscara le causaba inmensos sufrimientos. Una vez que se la ha puesto, es imposible arrancársela porque depende de ella, porque no tiene voluntad personal, o, si la tiene, no conoce el modo de expresarla y prefiere no mostrarla. La máscara deja así la impresión de un hombre que se contempla eternamente en el más profundo de los asombros.
Es una verdadera obra maestra. La encontré en un museo de Guiyang. Por aquella época, el museo estaba cerrado por reformas. Gracias a unos amigos que me consiguieron una carta de recomendación, y otros que hicieron algunas llamadas telefónicas por mí con tal o cual pretexto, me atreví a molestar a un conservador adjunto del museo, un mando muy amable, rechoncho, siempre con una taza de té en la mano. Pienso que ahora debe de estar jubilado. Hizo que abrieran dos reservados y me dejó pasearme entre las estanterías llenas de bronces, de armas y de todo tipo de piezas de alfarería. Era por supuesto todo magnífico, pero no encontraba nada que pudiera dejarme un recuerdo imperecedero. Aprovechándome de su generosidad, volví una segunda vez. Él me confió que sus reservados estaban sobrecargados y que no sabía en realidad muy bien qué quería ver yo. Lo mejor era que me dejara el catálogo en el que cada pieza iba acompañada de una pequeña foto. Terminé por encontrar esta máscara nuo clasificada entre los objetos de religión y de superstición. Me explicó que permanecían siempre guardadas bajo llave, que nunca habían sido expuestas, que si quería de verdad verlas tendría previamente que cumplir con cierto número de formalidades. Cuando volví una tercera vez, el amable conservador hizo subir para mí un gran baúl mundo. Al sacar las máscaras una por una, me quedé boquiabierto.
Había una veintena de ellas, confiscadas en los años cincuenta como objetos de superstición. Me pregunto quién fue el que llevó a cabo esta buena obra, pues, de este modo, no fueron quemadas como madera de calefacción y escaparon a la Revolución Cultural. Según las estimaciones de un arqueólogo de este museo, se trataba de piezas de las postrimerías de la dinastía Qing. Los colores habían desaparecido todos, los únicos rastros de laca que subsistían habían ennegrecido y perdido su brillo. En las fichas se mencionaba su procedencia: los distritos de Huangping y de Tianzhu, en el curso superior de los ríos Wushui y Qingshui, una región poblada de han, de miao, de tong y de rujia.
Me dirigí, así pues, hacia allí.
25
En la luz anaranjada de la mañana, los colores de las montañas son puros y frescos, el aire límpido y claro, no pareces haber pasado una noche en blanco, estrechas un hombro suave, su cabeza está apoyada contra ti. No sabes si es la muchacha que has visto en sueños esta noche, no distingues ya cuál es la más real de las dos. Todo cuanto sabes en este momento es que ella te sigue obedientemente sin interesarse por tu destino final.
Al tomar este sendero de montaña, tras haber subido la pendiente, no pensabas llegar a una vasta meseta cubierta hasta el infinito de campos en terraza. Dos pilares se alzan allí, que en otro tiempo debían de formar una puerta de piedra. De cada lado yacen unos fragmentos de leones y de tambores de piedra. Dices que antaño vivía allí una familia de gran renombre. Una vez cruzado el portal, los patios se sucedían unos a otros. La residencia debía de medir como mínimo un li de largo, pero ahora no son más que arrozales.
Todo ardió cuando los Taiping se rebelaron y vinieron a este pueblo de Wuyi, ¿no? Ella hace esta pregunta expresamente.
Tú dices que el incendio se produjo más tarde. En otro tiempo, el Segundo Señor, nieto del primogénito de la familia, era un gran mandarín en la corte. Nombrado presidente del Ministerio de los Castigos, se vio involucrado en un asunto de contrabando de sal. En realidad, más que afirmar que infringió la ley por un soborno, sería mejor decir que el emperador, en su estupidez, dio crédito a unas falsas acusaciones lanzadas por los eunucos. Sospechaba que él estaba implicado en una conjura urdida por la familia de la emperatriz para usurpar el trono; siguió a ello la confiscación de todos sus bienes y la decapitación de todos los miembros de su familia. De las trescientas personas que ocupaban esta inmensa residencia, todos los hombres, incluso los niños menores de un año, fueron exterminados, y las mujeres entregadas como sirvientas. Fue realmente lo que se llama poner fin a la descendencia. ¿Cómo hubiera podido evitarse que esta residencia fuera arrasada?
Habrías podido contar la historia de otro modo. Considerando el conjunto arquitectónico que forman esta tortuga de piedra negra medio rota que surge del suelo, estas puertas, estos tambores y estos leones de piedra, el lugar podía no haber sido otrora la residencia de una familia, sino más bien una tumba. Evidentemente, con su alameda de un li, esta tumba debía de ser de una gran magnificencia, pero ahora era difícil probar su existencia. La estela erigida sobre el caparazón de la tortuga de piedra fue robada por un campesino durante el período de la reforma agraria, y transformada en muela de molino, mientras que los restantes pedestales fueron enterrados en el lugar mismo, pues su peso no permitía su reutilización o bien exigía demasiada mano de obra para desplazarlos. Pero no era ciertamente un hombre del pueblo el que fue enterrado allí, ni tampoco un hidalgo del lugar que no habría osado permitirse semejante lujo, por más que hubiera poseído gran cantidad de tierras. Sólo príncipes y ministros tenían ese privilegio.
Y precisamente, aquel del que tú hablas, es uno de los fundadores de un Estado que, a consecuencia de la rebelión de Zhu Yuanzhang, hostigó a los tártaros; tanto combatió que puede decirse que prácticamente ninguno de sus hombres murió de muerte natural como él. Sólo los que daban prueba de un excepcional valor podían morir en su lecho y disfrutar de unas grandes exequias. Evidentemente, el futuro ocupante de la tumba vio que los viejos generales, que estaban al lado del emperador, desaparecían uno tras otro a causa de las intrigas. Helado de espanto desde la mañana a la noche, finalmente se atrevió a presentar su carta de dimisión al emperador: «Ahora que reina la paz en el país y el pueblo está tranquilo -escribía-, la clemencia del emperador es inmensa, ministros y generales abarrotaban la corte, pero a mí, pequeño ministro sin talento, de más de cincuenta años de edad, con una anciana madre viuda derrengada por el trabajo, sola en casa y enferma, no me quedan muchos años por delante y sería mi deseo regresar a mi tierra natal para servir aún un poco a mi madre». Cuando la carta de dimisión llegó a manos del emperador, él había abandonado ya la capital imperial. Su Majestad el Hijo del Cielo no pudo dejar de lamentarlo y ordenó que se le entregara un valioso presente. A su muerte, el emperador consintió en firmar de su puño y letra un edicto según el cual tendría derecho a ser enterrado en una gran tumba, para que sus méritos fuesen eternamente exaltados por las futuras generaciones.
Esta anécdota tiene también otra versión, muy alejada de lo que se menciona en los libros de historia, pero que encaja mucho más con un «escrito a vuelapluma». Cuando el ocupante de la tumba vio que el emperador eliminaba a los veteranos so capa de «introducir rectificaciones en el programa de la corte», afirmó que debía partir para las exequias de su padre y abandonó su puesto para refugiarse en el campo. A continuación, simuló la locura y no quiso ver ya a nadie. El emperador alimentaba alguna sospecha y no estaba tranquilo. Envió a un emisario que cruzó los montes y valles para llegar a su casa, pero encontró la puerta cerrada. Arguyendo que era portador de una orden imperial, penetró a la fuerza en la mansión. ¿Quién se hubiera imaginado que nuestro hombre saldría a cuatro patas ladrando furiosamente? El emisario permanecía escéptico. Cubriéndole de injurias, le ordenó, en nombre del emperador, que se cambiase de ropa para regresar con él a la capital. Nuestro hombre se puso entonces a oler unas cagarrutas de perro que había en una esquina de la pared, y acto seguido se las tragó al tiempo que sacudía la cabeza. El emisario no pudo sino regresar a la corte para dar cuenta de ello al emperador, cuyas sospechas se desvanecieron. Tras la muerte del hombre, se le dispensaron unos grandes funerales. En realidad, las cagarrutas de perro habían sido elaboradas por su doncella favorita con azúcar mezclado con granos de sésamo majados, pero ¿como hubiera podido el emperador imaginar semejante cosa?