Vivió también aquí un letrado de aldea que perseguía el mérito y la gloria. Estuvo toda su vida tratando de pasar los exámenes hasta alcanzar la edad madura y, con más de cincuenta y dos años, terminó por aprobar, siendo el último de su promoción. Esperaba cada día con impaciencia ser nombrado para un puesto. ¿Quién hubiera dicho que su hija aún célibe miraría con ternura a su joven cuñado y acabaría embarazada?
Esta estúpida muchacha creía que el bezoar de buey la ayudaría a abortar y cogió unos cólicos que duraron dos meses. Enflaquecía cada día más, mientras que su vientre se hinchaba. Finalmente, sus padres descubrieron la cosa y quedaron trastornados. Para salvar su reputación, el anciano imitó el método utilizado por el emperador con sus ministros y los hijos rebeldes cuya muerte ordenaba. No dudó en encerrar a su hija deshonrada en un ataúd de tablas. El asunto no tardó en difundirse y llegó hasta la cabeza de distrito. Temiendo siempre perder su bonete de mandarín, el jefe de distrito, que se hacía ya mala sangre debido a las prácticas poco ortodoxas corrientes en esta región, quiso en este caso aplicar un castigo ejemplar y transmitió el asunto a la prefectura que, a su vez, lo transmitió a la corte imperial.
El emperador, totalmente ocupado con su favoritas, desatendía desde hacía tiempo los asuntos de la corte, pero un día que se aburría mortalmente quiso conocer los sentimientos del pueblo para con él. Los ministros le informaron entonces de esta historia ejemplar que no dejó de provocar sus suspiros, pues era un hombre de buen sentido. «He aquí una familia que conocía bien los ritos», dijo. Estas palabras se convirtieron al punto en una declaración oficial y fueron transmitidas a la prefectura. Allí, el prefecto añadió una anotación a la misma: esta declaración debía ser grabada inmediatamente en una tablilla y difundida entre toda la población sin más demora. A continuación fue transmitida con urgencia por medio de un correo hasta la cabeza de distrito. El jefe de distrito no dudó en montar en un palanquín, acompañado de sus hombres que golpeaban el gong y gritaban para hacer apartarse a la gente a lo largo del camino. Y, una vez arrodillado para recibir la declaración emanada del emperador, ¿cómo hubiera podido este viejo letrado contener las lágrimas de gratitud? El jefe de distrito le dijo solemnemente: «Esta declaración que emana del Hijo del Cielo vale más que mil onzas de oro. Id inmediatamente a erigir un pórtico en su honor y hacedla grabar para que no sea olvidada jamás. ¡Este acontecimiento extraordinario reportará gloria a vuestros antepasados y conmoverá a cielo y tierra!». El viejo pidió en préstamo varias decenas de miles de libras de arroz y contrató a unos picapedreros cuyo trabajo supervisó día y noche. Al cabo de seis años, el pórtico minuciosamente esculpido fue acabado antes del solsticio de invierno. Para su inauguración, el viejo ofreció un gran convite a todos sus vecinos y, al final del año, hizo sus cuentas. Debía aún cuarenta onzas de plata y ciento sesenta monedas de oro. Terminó por resfriarse y caer enfermo. Ya no se levantó y murió antes de la siembra de primavera.
El pórtico conmemorativo se alza aún hoy en la entrada de la aldea y los indolentes pastores lo utilizan para atar sus bueyes en él. Sin embargo, la inscripción horizontal entre los dos pilares no pareció adecuada al presidente del comité revolucionario cuando vino de inspección por estos pagos, y ordenó al secretario de la aldea reemplazarla por el eslogan: «Que la agricultura tome ejemplo de Dazhai». * Las sentencias paralelas de los pilares: «Desde siempre, fidelidad y piedad filial se transmiten de padres a hijos», «Eternamente, el Shijing y el Shujing se extenderán por el mundo» debían ser sustituidas por «Cultivar la tierra para la revolución, sin egoísmo y por el bien común». ¿Quién podía saber en aquel entonces que el modelo de Dazhai sería puesto en entredicho y que la tierra sería devuelta a los campesinos? Ahora, cuanto más trabaja uno más se enriquece. Nadie presta ya atención a estos eslóganes. Por otra parte, todos los descendientes de esta familia han hecho fortuna con el comercio; ¿cuál de entre ellos tendría tiempo de volver para cambiar estas máximas?
Detrás del pórtico, en la puerta de la primera casa, hay sentada una anciana. Maja alguna cosa en un almirez de madera. A su lado, un perro amarillento olisquea en todos los sentidos. La anciana esgrime la mano de mortero y cubre al animal de maldiciones:
– ¡Largo, despeja!
Tú, en cualquier caso, no eres perro. Continúas avanzando para poder dirigirle la palabra:
– ¿Qué, anciana, está haciendo pasta de queso picante?
Sin responderte, ella te dirige una mirada y se pone de nuevo a moler pimiento picante fresco.
– Disculpe, ¿hay por aquí algún lugar llamado la Roca del Alma?
Sabes perfectamente que sería inútil preguntarle sobre un arduo asunto como la Montaña del Alma, por lo que le explicas que vienes de una aldea situada más abajo, la aldea de la familia Meng, y que alguien te ha hablado de una tal Roca del Alma.
Ella interrumpe su labor y te mira fijamente. De hecho, es sobre todo a tu amiga a quien ella examina, luego vuelve la cabeza y te pregunta en tono de gran misterio:
– ¿Busca tener un hijo, no es así?
Ella te coge furtivamente de la mano para atraerte hacia sí, pero le preguntas sin comprender:
– ¿Qué relación existe entre esta roca y el hecho de querer un hijo?
– ¿Qué relación, dices? -exclama ella con voz aguda-. Son siempre las mujeres las que van allí. ¡Van a quemar incienso cuando no consiguen tener un hijo varón!
Y se echa a reír ahogadamente, como si le hicieran cosquillas.
– ¿Y esta joven quiere tener un hijo varón?
Agresiva, la anciana se dirige a ella.
Tú le explicas:
– Estamos de viaje, vamos un poco por todas partes.
– Pero ¿qué hay de interesante aquí? Estos últimos días ha ocurrido lo mismo, han venido varias parejas de la ciudad. Han alborotado la aldea.
No puedes evitar preguntarle:
– ¿Qué han venido a hacer?
– Llevaban un aparato eléctrico, que no paraba de berrear y resonaba por toda la montaña. En la era se apretaban abrazados unos con otros, sin parar de menear las caderas. ¡Qué vergüenza!
– Ah, bueno, ¿buscaban también ellos la Montaña del Alma?
Tú estás cada vez más interesado.
– ¡La montaña de la desgracia dirás! Ya te lo he dicho, es allí donde las mujeres que quieren un hijo varón van a quemar incienso.
– ¿Por qué no pueden ir los hombres hasta allí?
– Si no le temes a la negra, puedes ir allí. ¿Quién te lo impide?
Ella tira otra vez de ti, pero tú dices que sigues sin comprender.
– ¡Te verás manchado por la sangre!
No sabes si la vieja te pone en guardia o bien te maldice.
– Ella dice que es tabú para los hombres.
Quiere justificar lo que dice la anciana.
Tú dices que no existe ningún tabú.
– Ella se refiere a la sangre menstrual de las mujeres -te dice al oído, como si quisiera incitarte a que os fuerais.
– Pues bien, ¿qué pasa con la sangre menstrual de las mujeres?
Tú dices que te importa un comino esa sangre.
– Vamos a ver lo que hay en esa Montaña del Alma.
Ella dice que ya basta, que no tiene ganas de ir allí. Tú le preguntas de qué tiene miedo, ella dice que tiene miedo de las palabras de la anciana.
– Pero ¿cómo van a existir tales prácticas? ¡Vayamos allí! -le dices tú.
Y le preguntas el camino a la vieja.
– No hacéis bien, vais a atraer a los demonios.
La anciana está a tus espaldas. Esta vez está claro que se trata de unas imprecaciones.
Ella dice que tiene miedo, que tiene como un presentimiento. Tú le preguntas si tiene miedo de encontrarse con una bruja. Y añades que en esas aldeas de montaña todas las ancianas son unas brujas y las jóvenes unas zorras.