Le pregunto si sigue dedicándose a la caligrafía.
Eso no da de comer. Es como tú con tus libros. A menos que te hagas célebre algún día y que todo el mundo te vaya detrás para pedirte una bonita caligrafía. Así lo quiere la sociedad, ahora lo he comprendido.
Ni que decir tiene.
¡Pero eso me crispa los nervios!
Entonces es que no lo has comprendido todavía. Le interrumpo para preguntarle si ha comido.
No te preocupes por eso. Dentro de un momento, llamaré a un taxi para llevarte a un restaurante. El que tú quieras. Sé que tu tiempo es precioso. Pero primero te diré lo que tengo que decirte: quisiera que me ayudaras.
¿Ayudarte a qué? ¡Di!
Ayudarme a hacer entrar a mi hija en una universidad de renombre.
Yo le digo que no soy rector de universidad.
Por supuesto, pero debes de tener relaciones, supongo. Ahora he hecho fortuna, pero a los ojos de la gente no soy más que un especulador que se dedica al comercio. No quiero que mi hija conozca la misma vida que yo, quisiera hacerla entrar en una universidad conocida para que más tarde viva en las altas esferas de la sociedad.
¿Y que conozca al hijo de algún alto mando?
De eso no pienso ocuparme yo, ya sabrá ella cómo apañárselas.
¿Y si, al final, a ella no le interesa conocerlo?
No me interrumpas, ¿puedes ayudarme sí o no?
Hay que ver sus notas, yo no puedo hacer nada.
Sí, saca buenas notas.
Pues bien, en ese caso no tiene más que pasar el examen.
¡Pero qué atrasado estás! ¡Crees que todos los hijos de altos mandos pasan sus exámenes!
Eso yo no lo he investigado.
Tú eres escritor.
¿Y qué?
¡Tú eres la conciencia de la sociedad, tienes que hablar por el pueblo!
Déjate de bromas. ¿Acaso eres tú, el pueblo? ¿O bien soy yo? ¿O bien el pretendido nosotros? No escribo más que para mí.
Lo que me gusta de ti es que siempre dices la verdad.
Eso, por supuesto. Vamos, viejo hermano, ponte tu abrigo, vamos a comer, que tengo hambre.
Alguien llama de nuevo a la puerta. El hombre al que abro me resulta desconocido. Lleva una bolsa de plástico negro. Le digo que no quiero comprar huevos, que salgo a comer.
El no vende huevos. Abre su bolsa para mostrarme lo que contiene. No esconde ningún arma en su interior. Bueno, no es ningún delincuente. Incómodo, saca un grueso manuscrito y me explica que ha venido a verme para pedirme consejo. Ha escrito una novela y quiere que yo le eche un vistazo. Le hago entrar y le invito a sentarse.
Él declina el ofrecimiento. Quiere dejar su manuscrito y volver a pasarse otro día.
Yo le digo que no merece la pena, que es mejor hablar de lo que haya que hablar ahora mismo.
Rebusca con ambas manos en su bolsa y saca un paquete de cigarrillos. Yo le alargo las cerillas, esperando que encienda rápidamente su cigarrillo y que termine por exponerme lo que ha venido a decirme.
Me explica entre balbuceos que ha escrito una historia real…
Le interrumpo para puntualizarle que yo no soy periodista y que no me intereso por la realidad.
Farfullando aún más, me dice que sabe que la literatura no es lo mismo que un reportaje de prensa. Lo que él ha escrito es una novela basada en unos hechos y personajes reales, con un soporte de ficción. Desea que yo le diga si esta novela puede ser publicada.
Le digo que no soy editor.
Dice que lo sabe perfectamente, que lo único que él quiere es que yo le recomiende y también que corrija su manuscrito. Si acepto, podría incluso añadir mi nombre, sería una especie de colaboración. Por supuesto, su nombre se mencionaría a continuación del mío en la cubierta.
Digo que temo que sea aún más difícil de publicar si se añade mi nombre.
¿Por qué?
Porque bastantes problemas tengo ya para publicar mis propias obras.
Él asiente, para indicarme que comprende.
Temiendo que no haya comprendido del todo, le explico que lo mejor sería que encontrase por su propia cuenta un editor.
Él guarda silencio, perplejo.
Anticipándome, yo le pregunto: ¿Puede llevarse su manuscrito?
¿Puede usted hacérselo llegar a un editor?, replica él desorbitando los ojos.
Es preferible que lo envíe usted directamente a una editorial, eso le evitará seguramente problemas. Exhibo una gran sonrisa.
Él ríe también, vuelve a meter el manuscrito en su bolsa y balbucea algunas palabras de agradecimiento.
No, soy yo quien le estoy agradecido.
Llaman de nuevo a la puerta, pero ya no tengo ninguna intención de abrir.
80
Jadeando, paso a paso, sorteando mil dificultades, avanzas hacia el glaciar. El río helado es de un verde esmeralda, oscuro y transparente. Bajo el hielo, negras y verdes, parecen serpentear inmensas vetas de jadeíta.
Resbalas por la superficie reluciente, el frío paraliza tus mejillas, los témpanos que descubres delante de tus ojos tornasolan de mil fuegos. El vaho que sale de tu boca se hiela de inmediato en tus cejas. Una inmensa soledad gélida te rodea.
El lecho del río está bien marcado, el glaciar se ha desplazado poco a poco, de forma imperceptible, unos metros o unas decenas de metros por año.
Trepas por el glaciar, como un insecto que pronto va a quedar inmovilizado, congelado por el frío.
Delante, en la sombra que el sol no puede alcanzar, se alza una pared de hielo barrida por el viento. Cuando sopla a más de cien metros por segundo, pule esta muralla enteramente lisa.
Permaneces inmóvil entre estas paredes de cristales de hielo, incapaz de respirar. Tus pulmones están transidos de dolor, tu cerebro casi completamente helado, ya no puedes pensar, ¿acaso este quedarse con la mente en blanco no es el estado que tú perseguías? Un estado como este mundo de hielo hecho de imágenes vagas, formadas de sombras imposible de reconocer que no indican nada, no tienen ningún sentido: la soledad total.
Corres el riesgo de caerte a cada paso, no pasa nada, sigues trepando, tus pies y tus manos están insensibles desde hace rato.
Sobre el hielo, la capa de nieve es cada vez más fina, se sostiene tan sólo en las esquinas resguardadas del viento. La nieve está sólida, su esponjosidad en la superficie es contenida por la dura costra de los cristales.
A tus pies, en el barranco, revolotea un águila; otra vida al margen de la tuya, no sabes si se trata solamente de una impresión, pero lo importante es que tengas aún una visión.
Subes dando vueltas y revueltas, pero, en esas vueltas y revueltas, entre la vida y la muerte, te sigues debatiendo. Sigues existiendo, puesto que por tus venas corre la sangre, tu vida no se ha detenido.
En este inmenso silencio, te parece oír un sonido cristalino, el sonido sostenido de una campanilla, como si golpearan sobre el hielo.
Unas nubes violeta aparecen sobre el glaciar, son anunciadoras de la tempestad que remolinea en medio de ellas. Su borde recortado es una señal de su fuerza.
El sonido cada vez más nítido de la campanilla ha despertado tu corazón entumecido. Ves a una mujer montada a caballo. La cabeza del animal y la silueta de la mujer se destacan sobre el horizonte nevado. Detrás se extiende un sombrío abismo. Te parece oír un canto acompañado de los cascabeles del caballo.
De Changdu la mujer ha venido
tocada con una fina trenza, como un hilo de seda,
unos pendientes de turquesa en las orejas,
en las muñecas unos brazaletes de plata que despiden mil destellos,
y en el talle un cinturón multicolor…
Te parece haber visto ya a una tibetana a caballo que pasaba por delante del punto geodésico situado al lado de la carretera principal, señalando una altitud de cinco mil seiscientos metros cuando viajabas por la Gran Montaña de la Nieve. Ella rió mientras volvía la cabeza hacia ti, incitándote a penetrar en el abismo sombrío y, en aquel momento, no pudiste dejar de caminar en dirección a ella…