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¿Con un hombre al que no se conoce de nada?

Es aún mejor, así no se corre el riesgo de sentirte incómoda si te lo vuelves a encontrar.

Tú le preguntas si ella hace eso a menudo.

Sólo cuando tengo ganas.

¿Y cuando no encuentras hombres?

No son difíciles de encontrar. Te siguen a una simple mirada.

Tú dices que, a una simple mirada por su parte, no estás seguro de que la siguieras.

Ella dice que tú tal vez no te atrevieras, pero que algunos sí que se atreven. ¿No es eso lo que quieren los hombres?

Pues bien, te diviertes con los hombres.

¿Por qué sólo los hombres iban a poder divertirse con las mujeres? ¿Qué tiene ello de extraño?

Es tanto como decir que ella se divierte consigo misma.

¿Y por qué no?

¡En este barro!

Luego ella te dice riendo quedamente que te aprecia, pero que no se trata de amor. Y también que debes andarte con cuidado en el caso de que ella se ponga verdaderamente a amarte…

Sería una catástrofe.

¿Para ti o para ella?, pregunta.

Para ti y para ella.

Eres realmente inteligente. Ella dice que le gusta de ti esta inteligencia.

Dices que es una lástima que no sea tu cuerpo.

Ella dice que, de cuerpo, todos los hombres tienen uno. Añade a continuación que no tiene demasiadas ganas de cansarse en la vida y deja escapar un hondo suspiro antes de pedirte que le cuentes una historia alegre.

¿Hablar otra vez del fuego? ¿Ese niño rojo con el culo al aire?

Lo que tú quieras.

Tú dices entonces que ese genio del fuego, Zhurong, el niño rojo, era el dios de esta gran montaña. Al pie del monte Hurí, el templo del genio del fuego fue dejado en estado de abandono, los hombres habían olvidado hacer sacrificios allí, utilizaban el aguardiente y la carne para su uso personal. El dios olvidado por todos montó en cólera y cuando tu bisabuelo…

¿Por qué no continúas?

La noche de su muerte, mientras todo el mundo estaba profundamente dormido, una luz resplandeciente inundó la oscura montaña. Cuando el viento lanzó unas ráfagas de olor a quemado, las gentes comenzaron a ahogarse en pleno sueño y se levantaron a todo correr. A la vista del fuego, se quedaron desconcertados. Por la mañana, la humareda lo había invadido todo, era ya demasiado tarde para partir. Los animales salvajes, presa del pánico, huían delante del fuego; los tigres, los leopardos, los jabalíes, los lobos se refugiaban en confuso desorden en el torrente. Únicamente sus aguas impetuosas impedían al fuego progresar. La multitud concentrada en la orilla para contemplar el incendio vio de repente volar una gran ave roja de nueve cabezas. Echando fuego, con su larga cola dorada desplegada, lanzando un grito semejante a los vagidos de un recién nacido, desapareció en los cielos. Unos árboles seculares gigantescos eran propulsados al aire cual plumas, luego volvían a caer en la hoguera emitiendo grandes crujidos…

35

En sueños, veo el acantilado abrirse detrás de mí crujiendo, entre las piedras se recorta el cielo gris perla, bajo el cielo, una callejuela, desierta y tranquila, a un lado la puerta de un templo, sé que por ella se entra al gran templo, no está nunca abierta, en la entrada hay tendida una cuerda de nailon donde hay puestas a secar unas ropas de niño, reconozco este lugar, he venido ya antes aquí, es el templo de los Dos Reyes del distrito de Guan, me paseo por el dique que separa las aguas del río que espumea bajo mis pies, en la orilla opuesta las ruinas de otro templo desacralizado, he querido entrar en él, pero no he encontrado la puerta, tan sólo he visto las serpientes marinas reptando por los negros y curvos aleros que sobrepasan con creces los muros del patio, agarrándome a un cable avanzo un poco, en la margen blanca del río un hombre está pescando, quiero ir hacia él, el agua sube, no puedo sino retroceder, las aguas me rodean por todas partes, yo, en medio, vuelvo otra vez a ser un niño, yo, en este instante, de pie delante de esta entrada, me veo a mí mismo de niño, llevo unos zapatos de tela, no puedo avanzar ni retroceder, sobre el empeine de mis zapatos hay unos botones de tela, en la escuela primaria mis compañeros decían que llevaba unos zapatos de chica, me hacían sentirme incómodo, y fue justamente de boca de estos chicos acostumbrados a la calle que comprendí el sentido de este insulto, decían también que las mujeres eran pura farfolla y también que la gruesa señora que vendía tortas en la esquina de la calle andaba detrás de los hombres, yo sabía que eran groserías que tenían que ver con la carne de los hombres y de las mujeres, pero la naturaleza de estas relaciones seguía siendo muy vaga en mi cabeza, decían que yo amaba a la muchacha delgada y morena de mi clase, que me había dado una tarjetita perfumada y que yo me había ruborizado, y un día, tras entrar en secundaria, durante las vacaciones, me encontré a esos chavales en una sesión de cine reservada a los alumnos del instituto, me dijeron que se había puesto muy guapa, una muchacha la mar de seductora, que se había informado acerca de mí, y me preguntaron por qué no le daba yo una cita, y a continuación caí seducido por la carne de las mujeres, me debatí, alargué la mano para tocar el bajo vientre húmedo de una mujer, antes no era tan valiente, sabía que entraba en la decadencia, pero eso me gustaba en secreto, quizá sabía que era una mujer que yo quería hacer mía sin conseguirlo, su lindo rostro, no podía verlo, quería besarla con mi boca que había sido ya besada por otra mujer, en mi interior no la amaba, pero yo estaba contento, también vi los tristes ojos de mi padre, silencioso, sé que ya ha muerto, que todo esto no es cierto, en mi sueño me esfuerzo por dejarme ir, luego oigo el batir de la puerta por el viento, me acuerdo de que estoy durmiendo en una cueva de montaña, por encima de mi cabeza el extraño techo sube y baja, iluminado por el farol, duermo completamente vestido entre las mantas saturadas de humedad, mis ropas están empapadas también, mis pies están helados, no consigo hacerlos entrar en calor, el viento es violento, aúlla a cada portazo, como una bestia salvaje ensangrentada, tumbado en una cueva de montaña cerrada con una simple tabla, escucho atentamente los aullidos del viento que se desencadenan desde la cima de las montañas y se abisman en los campos y bosques.

Urgido por las ganas de orinar, me levanto y, a la luz del farol que llevo en la mano, me pongo de nuevo los zapatos. Retiro la tabla que bloquea la puerta hecha con palos. La puerta cruje violentamente al abrirse, empujada por el viento. El farol no ilumina más que un círculo a mis pies en la negra cortina de la noche. Doy dos pasos y me desabrocho el pantalón, cuando veo de repente, al levantar la cabeza, una sombra de diez metros de alto alzarse delante de mí. Lanzo un grito y a punto estoy de tirar el farol. La sombra inmensa se mueve al mismo ritmo que yo. Imagino que se trata de «la sombra del demonio» mencionada en la Monografía de la montaña Fanjing. Agito mi farol, la sombra se mueve también. Es en realidad mi sombra proyectada en la noche.

El campesino que me sirve de guía ha salido al oír ruido, hacha en mano. No me he recuperado aún del todo y no puedo articular palabra. Entre murmullos, agito el farol para indicárselo. También él pega un grito y se apodera del farol. Dos sombras inmensas se perfilan entonces contra la cortina negra de la noche y danzan al ritmo de nuestros gritos. ¡Qué estupefacción sentirse aterrado por uno mismo, y con más razón por la propia sombra! Igual que dos niños, orinamos danzando para hacer saltar la demoníaca sombra. Y también para calmarnos, para reconfortar nuestros conturbados espíritus.

Una vez de vuelta al interior de la cueva, la excitación me impide conciliar el sueño. Mi compañero se revuelve también en su yacija. Le pido sin ambages que me cuente historias de la montaña. Él se pone a balbucear, pero se expresa en dialecto y de ocho frases sobre diez no pesco ni papa. Me parece que está contando la historia de un primo lejano, que hace tal o cual trabajo, al que un oso sacó un ojo, porque no había honrado al dios de la montaña antes de ir a ella. Imposible saber si es una manera de hacerme un reproche.

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