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Madrugando a la mañana siguiente, mi intención es ir a Jiulongchi, el lago de los Nueve Dragones. Se ha levantado una densa niebla. Mi guía camina delante, sombra indistinta a tres pasos de mí; a más de cinco, ya no me oye, aun cuando le llame a voz en grito. No tiene nada de extraño que, la pasada noche, el farol pudiera proyectar las sombras sobre una tan espesa niebla. Para mí, es por supuesto una experiencia nueva; a cada expiración, un blanco vaho viene a llenar el espacio dejado libre en la boca. A menos de cien pasos de la cueva, se detiene y se vuelve diciendo que es imposible continuar.

– ¿Por qué?

– El año pasado, con un tiempo parecido, seis personas fueron a la montaña a recoger furtivamente plantas medicinales y sólo tres de ellas regresaron -farfulla.

– Quiere atemorizarme, ¿no?

– Si quiere ir usted, vaya, pero sin mí.

– ¡Pero usted es mi guía! -Estoy, por supuesto, un poco cabreado.

– Ha sido el jefe de la estación quien me ha enviado.

– Pero él le ha mandado a usted por mí.

No le digo que he sido yo quien ha pagado su salario.

– Si le sucediera algo a usted, sería yo el responsable de rendir cuentas al jefe de la estación.

– No tiene usted que darle cuentas de nada. Él no es mi jefe. Y tampoco el responsable de mi persona. ¡Yo simplemente quiero ir a ver ese lago de los Nueve Dragones!

Él dice que no es un lago, nada más que algunos estanques de profundas aguas.

– Me da igual que sea un lago o no, yo lo que quiero es ver el musgo dorado que recubre la ribera, he subido a la montaña para ver ese musgo espeso, quiero ir a revolearme encima de ese musgo.

Me dice que uno no puede tumbarse en él, pues se trata de hierbas que crecen en el agua.

Siento deseos de contarle que fue el jefe de la estación el que dijo que resulta más agradable revolcarse sobre este musgo que sobre una alfombra, pero no tengo ganas de verme obligado a explicarle qué es una alfombra.

Él se calla y camina delante, cabizbajo. Yo retomo el camino. Ésta es mi victoria: hacer cumplir mi voluntad a un guía que he pagado. Quiero demostrar que no carezco de voluntad, no otro es el sentido de mi venida a este lugar donde los mismos diablos no se atreven a poner los pies.

Él ha desaparecido de nuevo. Yo he demorado un poco la marcha y él se ha desvanecido en medio de la blancura de la niebla. Me apresuro a darle alcance, pero choco contra un gran árbol. Si he de volver a localizar mi camino solo, entre estos árboles y estos campos, no lo conseguiré jamás. Ando completamente desorientado y comienzo a llamarle a grandes gritos.

Por fin, reaparece en medio de la bruma, gesticulando de manera extraña en dirección a mí. No le oigo gritar hasta que estoy delante de él, siempre en medio de esa maldita niebla.

– ¿Está usted cabreado conmigo? -Trato de pedirle excusas.

– No estoy cabreado, y menos con usted, ¡es más bien usted quien debe disculparme a mí!

Continúa gesticulando mientras grita, pero los sonidos llegan de manera ahogada a través de la niebla. Me doy cuenta de que no estoy siendo razonable.

Ajusto mi paso al suyo, pisándole los talones. Por supuesto, no resulta cómodo, no podemos seguir avanzando mucho más. No he venido a esta montaña para contemplarle los talones a este hombre. ¿A qué he venido, entonces? Tengo un mal presentimiento, debido sin duda al sueño que he tenido y a la sombra demoníaca de esta noche, a mis ropas empapadas por la humedad, a la noche casi en blanco que he pasado, y a mi fatiga. Trato de coger del bolsillo de mi camisa, que está pegada a mi piel, la raíz de hierba medicinal que sirve de antídoto contra las serpientes, pero ya no la encuentro.

– Es mejor regresar.

No me ha oído. Tengo que gritar:

– ¡Regresamos!

La situación se vuelve cómica, pero él no se ríe. Se limita a murmurar:

– Hace ya mucho rato que hubiéramos tenido que regresar.

He terminado, pues, por hacerle caso. Ya en la cueva, él enciende de inmediato un fuego, pero la presión atmosférica es demasiado baja, el humo no puede escapar e invade el espacio entero, impidiéndonos abrir los ojos. Sentado cerca del hogar, masculla algo.

– ¿Qué le dice usted al fuego?

– Que el hombre no puede luchar contra el destino.

Luego se tumba en su yacija. Un instante después, oigo sus sonoros ronquidos. Es un ser simple, tiene la conciencia tranquila, mientras que yo soy un ser pagado de mí mismo, en perpetua búsqueda de una espiritualidad que tal vez no sería siquiera capaz de entender si alguna vez se me revelase. Ignoro a qué me conducirá esto.

Me siento aburrido, en esta húmeda cueva, con estas ropas empapadas y heladas que se pegan a mi piel. En este instante, mi mayor deseo sería tener una ventana, una ventana iluminada, con un poco de calor detrás, una persona a la que yo amase y que me amase a mí. Es todo. Todo lo demás sería inútil. Pero esta ventana no es más que otra sombra ilusoria.

Sueño a menudo que voy en busca de la casa de mi infancia, en busca de mis recuerdos más dulces, en sueños veo una sucesión de patios en fila como un laberinto con unos pasadizos oscuros, estrechos y tortuosos, cuya salida jamás encuentro. Cada vez que tengo este sueño, los caminos son distintos, a veces el patio interior donde vivía mi familia es un paso vecinal, y no puedo hacer nada sin que los vecinos lo vean, y tampoco puedo disfrutar de un sentimiento de dulce intimidad e, incluso si estoy en casa, los tabiques no llegan hasta el techo o el papel pintado de las paredes está desgarrado o incluso una pared está completamente derrumbada, subo por una escalera que lleva al piso y miro hacia abajo, al interior de la estancia, todo está reducido a escombros, afuera hay un plantío de calabaceras bajo las cuales me he arrastrado para coger grillos, los pelos de los tallos de las calabaceras mezclados con la transpiración de mi cuello y de mis brazos me producen un prurito por todo el cuerpo, a veces a pleno sol, otras bajo una helada lluvia, en este patio atestado de escombros se han construido casas nuevas, no sé cuándo, con ventanas siempre cerradas, bajo este pabellón desprovisto casi de paredes, mi abuela materna está trasladando el baúl de la ropa de palisandro, tan viejo como ella, cuya tapa ha sido levantada, ella está muerta desde hace mucho tiempo, pero a pesar de todo he de recuperar mis recuerdos más dulces, mis sueños infantiles, o mejor dicho, mis sueños de infancia, a mis pequeños compañeros de entonces cuyos nombres ya he olvidado, había un chaval que tenía el labio inferior marcado por una cicatriz, de aspecto muy honesto, tenía un tarro de gres de color violeta donde criaba unos grillos, él decía que había sido su abuelo quien se lo había dado, también me gustaba su hermana mayor, una chica talludita muy dulce, pero nunca le dirigí la palabra, y luego me enteré de que se había casado, por lo que de nada serviría volver en su busca, y tampoco encontraría ya a mi pequeño compañero de infancia con su cicatriz en el labio, he recorrido la callejuela donde se suceden las puertas de las casas, sus aleros que desbordan hasta casi la mitad de la calle, me apresuro a volver a mi casa, mi abuela materna me espera para comer, cuando es la hora me llama a grandes gritos, y cuando la oigo llamarme creo que está discutiendo con alguien, discute a menudo con mi madre, tiene el genio muy vivo, cuanto más envejece, más extraño se vuelve su carácter, no se entiende con su propia hija, tuvo que regresar a su tierra a vivir con su familia, y luego ellos dijeron que murió en un hospicio, tengo que localizar ese lugar para ser digno de mi madre que ha muerto, en este momento pienso mucho en las personas que han desaparecido, tal vez porque en tiempos normales no lo hice a menudo, y sin embargo son las personas que me eran más próximas, en esta cueva de montaña, frente al fuego, las danzarinas llamas hacen evocar recuerdos, froto mis ojos llenos de humo que no consigo abrir.

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