– Voy a poseerte…
– No, no debes hacerlo -dijo lanzando un suspiro.
Al punto, me tumbé sobre ella.
– ¡Voy a poseerte!
No sé por qué quería avisarla, ¿era acaso para buscar una excitación, para atenuar mi responsabilidad?
– Soy aún virgen…
Oí que lloraba.
Dudé un poco:
– ¿Crees que vas a lamentarlo?
– Tú no vas a casarte conmigo.
Era muy lúcida, y era eso lo que la hacía llorar.
La desgracia era que yo no podía afirmar lo contrario, sabía que tenía tan sólo necesidad de una mujer; en plena melancolía, quería gozar simplemente de ella, no podía asumir una responsabilidad mayor respecto a ella. Me tumbé a su lado, muy decepcionado, y le pregunté, sin dejar de besarla:
– ¿Te importa eso?
Ella negó con la cabeza en silencio.
– ¿No temes que tu marido te pegue si se da cuenta el día de la boda?
Su cuerpo se estremeció.
– ¿Aceptas pagar un precio tan alto por mí?
Acaricié sus labios que estaba mordisqueándose, asintió varias veces con la cabeza, despertando mi compasión. Cogí su cabeza entre mis manos y abracé su rostro, su cuello y sus húmedas mejillas. Lloraba en silencio.
No podía ser tan cruel con ella, obligarla a pagar un precio semejante simplemente por satisfacer mi deseo momentáneo. Sin embargo, no podía reprimirme el amarla, sabía que no se trataba del gran amor, pero ¿qué es el gran amor? Su cuerpo era lozano y sensible, yo estaba lleno de deseo por ella, había hecho lo que había que hacer, pero no podía rebasar ese límite. Y ella esperaba, lúcida, hábil, dejando que yo hiciera todo. No había nada más excitante. Me acordaría de los menores estremecimientos de cada parte de su cuerpo y actuaría de manera que su carne y su espíritu no me olvidaran jamás. Ella seguía temblando y llorando, bañando su cuerpo de lágrimas. Me pregunto si eso no era aún más cruel. No se apaciguó hasta que las primeras luces del alba se filtraron por el mosquitero medio bajado.
Apoyado en el borde de la cama, contemplé su cuerpo blanco, apaciblemente tendido, totalmente descubierto.
– ¿No me amas?
No respondí, no podía responder.
Ella se levantó a continuación y se apoyó en la ventana. Su silueta y su rostro inclinado me destrozaron el corazón.
– ¿Por qué no me posees?
La angustia asomaba en su voz, seguía torturándose.
¿Qué más podía decir yo?
– Tú has tenido muchas experiencias, por supuesto.
– ¡No! -Me incorporé, movido por un impulso inútil.
– ¡No te me acerques!
Me paró con furor y se vistió.
Subía de la calle ya un ruido confuso de pasos y de voces de los transeúntes, sin duda los campesinos que se dirigían al mercado.
– No voy a intentar retenerte -dijo ella arreglándose el pelo, frente a su espejo.
Yo tenía ganas de decirle que temía que la pegasen, que más tarde no fuese feliz, que si por un supuesto quedaba embarazada, sabía lo que pensaría la gente, en una pequeña localidad como aquélla, de una mujer no casada que abortase, quería decirle:
– Yo…
– No digas nada. Escúchame. Sé lo que te preocupa, muy pronto encontraré a un hombre con el que casarme, no te guardaré rencor.
Dejó escapar un profundo suspiro.
– Pienso que…
– ¡No! No te molestes, es demasiado tarde.
– He de partir hoy mismo -dije.
– Sé que no parto contigo, pero eres alguien bueno.
¿Era eso necesario?
– El cuerpo de las mujeres no es lo más importante para ti.
Tenía ganas de decirle que eso no era cierto.
– ¡No! No digas nada.
En ese momento hubiera tenido que hablar pero no lo hice.
Ella se arregló con esmero, vertió agua para que yo me lavara y se sentó en una silla esperando que yo hubiera terminado. Era ya pleno día ahora.
Volví a mi habitación para arreglar mis cosas. Al cabo de un rato, entró ella. Yo sabía que estaba detrás de mí, pero no me volví hasta después de haber terminado de llenar mi mochila.
Antes de salir, la estreché entre mis brazos, ella apartó su rostro y cerró los ojos. Me hubiera gustado besarla una vez más, pero ella se liberó.
Para llegar hasta la estación, había un buen trecho. Por la mañana había un desfile incesante de transeúntes que circulaban en el mayor de los desórdenes. Ella se mantenía a distancia de mí y andaba muy deprisa, como si no nos conociéramos. Me acompañó hasta la estación de autobuses. Allí encontró a varias personas conocidas. Las saludó y habló con cada una de ellas. Tenía un aspecto de lo más natural y relajado. Tan sólo evitaba mirarme, y yo no me atrevía a cruzar una mirada con ella. Yo oía que me presentaba, decía que era escritor, que había venido a recopilar canciones populares. Justo en el momento en que el autobús se ponía en marcha, volví a ver su mirada. No pude soportar su claridad, no pude soportar la pureza de su deseo.
46
¡Ella dice que te detesta!
¿Por qué? Miras fijamente el cuchillo que ella tiene en la mano.
Dice que has arruinado su vida.
Tú dices que no es aún muy mayor.
Pero tú has echado a perder sus mejores años, ¡dice que has sido tú, tú!
Tú dices que puede comenzar una nueva vida.
Tú, sí, puedes, pero ella dice que es demasiado tarde para ella.
Tú no comprendes por qué es demasiado tarde.
Porque yo soy una mujer.
Es igual para los hombres que para las mujeres.
¡Simples palabras! Se ríe fríamente.
La ves esgrimir su cuchillo y te levantas.
Ella no puede permitir que salgas tan bien librado de ésta, ¡dice que quiere matarte!
Cuando se mata, hay que pagarlo con la vida, dices tú cambiando de sitio mientras la miras fijamente con temor.
Esta vida no vale ya la pena ser vivida, dice ella.
Le preguntas si anteriormente era por ti por quien ella vivía. Quieres apaciguar un poco la tensión.
¡No vale la pena vivir por nadie! Ella apunta el cuchillo hacia ti.
¡Deja ese cuchillo! Tú no bajas la guardia.
¿Tienes miedo de morir? Ella se vuelve a reír fríamente.
Todo el mundo le teme a la muerte, estás dispuesto a confesar que temes a la muerte para que ella deje ese cuchillo.
Ella no tiene miedo, dice que ¡habiendo llegado a ese extremo, no le teme ya a nada!
Tú no te atreves a irritarla más, pero has de mostrarte como un pico de oro para que ella no descubra tu espanto.
Morir de este modo no vale la pena, tú dices que existe uno mejor: morir de muerte natural.
No lo conseguirás, dice ella haciendo centellear la hoja del cuchillo.
Tú te apartas un poco más aún y la miras de soslayo.
De repente rompe a reír.
Le preguntas si está loca.
Eres tú quien me ha empujado a la locura.
¿Empujado a qué? Dices que no podéis seguir viviendo juntos, que no os queda más que separaros. Estáis juntos por consentimiento mutuo, os separaréis del mismo modo. Te esfuerzas por mantener la máxima calma.
Es fácil de decir.
No hay más que ir a los tribunales.
No.
Entonces, nos separamos.
Ella dice que tú no puedes salir tan bien librado de ésta, esgrime su cuchillo y se acerca a ti.
Te levantas y te sientas frente a ella.
También ella se ha levantado, con el torso desnudo, los pechos colgándole, la mirada llena de cólera, en el colmo de la excitación.
No puedes soportar sus crisis de histeria, no puedes soportar sus caprichos. Estás decidido a abandonarla, pero a fin de evitar excitarla más, lo mejor es tratar de hablar de otra cosa.
¿Quieres huir?
¿Huir de qué?
¡Huir de la muerte! Ella se burla de ti, hace girar su cuchillo balanceándolo a la manera de un carnicero, pero carece de experiencia y sólo sus pezones tiemblan.
¡Tú dices que la detestas! Estas palabras han terminado por escapársete entre tus apretados dientes.
Me detestas desde hace tiempo, pero ¿por qué no me lo dijiste antes? Ella se pone a pegar gritos, se ha sentido afectada, su cuerpo es presa de los temblores.