Sí.
Cuanto más caminaba por esa animada y ruidosa calle, más solo se sentía. Se tambaleaba como un sonámbulo. El fragor de los coches no cesaba, y bajo los destellos de los neones multicolores, apretujado y zarandeado por un gentío que andaba deprisa por las aceras, sabía que no llegaría nunca a aminorar el paso de acuerdo a su deseo. De haber dominado la escena, de haberle contemplado desde la ventana de un inmueble, allí en el bordillo de la calle, te habría hecho pensar en un tapón de corcho remolineando a pesar suyo en una alcantarilla después de la lluvia, en medio de hojas muertas, de colillas de cigarrillos, de envoltorios de bombones helados, de platos de plástico usados de un establecimiento de comida rápida y de toda clase de envoltorios de caramelos.
Lo he visto.
¿Qué has visto?
Ese tapón flotando en medio de la marea humana.
Pues bien, era él.
Eras, así pues, tú.
Ése no era yo, era una situación dada.
Comprendo. Signe hablando.
¿Hablar de qué?
Habla de ese tapón.
¿Un tapón perdido?
¿Quién lo había perdido?
Se había perdido a sí mismo. Sus recuerdos le huían. Reflexionaba con todas sus fuerzas, tratando de recordar qué relaciones mantenía con quién, por qué estaba en esa calle. Seguro que la conocía perfectamente, con esa horrible tienda gris, en la que perpetuamente se realizaban trabajos de ampliación, como si estuviera acomplejada por su tamaño. Únicamente la pequeña tienda de té de estilo antiguo, frente a él, no había sido renovada todavía. Más lejos, la zapatería y, enfrente, una papelería y una caja de ahorros, en los que ya había entrado. Le parecía haber tenido algo que ver con esa caja de ahorros, debía de haber depositado y retirado dinero allí, pero de eso hacía ya mucho tiempo. Le parecía haber tenido una mujer de la que se había separado a continuación, pero no pensaba ya en ella, no quería pensar ya en ella.
La había querido, sin embargo.
Le parecía que la había querido, era algo también vago. En cualquier caso, pensaba haber tenido relaciones con una mujer.
Y no sólo con una.
Eso le parecía, sí. En su vida, debían de haberse producido algunos acontecimientos maravillosos, pero era algo tan lejano, que tan sólo le quedaban de ello algunas vagas impresiones, como un cliché expuesto insuficientemente que no deja aparecer más que los contornos, sea cual sea el tiempo que ha pasado en el revelador.
Sin embargo, alguna muchacha debía de haberle emocionado, dejado algunos pequeños recuerdos.
Sólo sus labios finos, bien dibujados, de un rojo vivo cuando decían que no, le volvían a la memoria. Y cuando ella decía que no, su cuerpo debía obedecerle.
¿Y qué más?
Ella ha querido que él apagara la lámpara, ha dicho que temía la luz…
Ella no lo ha dicho.
Lo ha dicho.
Bueno, dejemos estar si ella lo ha dicho o no, a continuación, ¿ha acabado encontrando esa dichosa llave?
De repente se ha acordado de que no estaba obligado a ir a aquella cita. Todo el mundo iba allí a charlar de sus cosas y de los demás, de gente que conocían, de tal que se había divorciado y de cual que estaba bien con tal otra, de tal libro, de tal obra de teatro o de tal película que acababan de estrenarse. Y más tarde, esos nuevos libros y películas, esas nuevas obras de teatro le parecían siempre igual de insípidos. O bien también hablarían de tal o cual mandamás que había pronunciado tal o cual discurso innovador que se demostraría que, en realidad, había sido dicho un número incalculable de veces. Siempre la misma cantinela. Si iba allí era únicamente porque no soportaba ya la soledad, pero a continuación tendría que regresar a su desordenada habitación.
¿Estaba abierta la puerta de su habitación?
Sí, ha empujado la puerta y se ha detenido delante de los libros y las revistas que tapizaban el suelo. Ha visto entonces su llave sin el llavero en el borde de la estantería, cerca de la ventana. Estaba oculta bajo el sobre de una carta pendiente de respuesta, puesta sobre el pie de la lámpara del escritorio. Y, salvando el montón de libros, se ha introducido en la habitación.
63
Tenía intención de dirigirme a los montes Longhu para visitar este paraíso taoísta, pero cuando el tren ha atravesado Guixi he dudado en apearme. El pasillo del asfixiante vagón estaba atestado y, para ganar la salida, era menester pasar entre los viajeros. Hubiera hecho falta sudar tinta varios minutos para lograrlo. He tenido la suerte de encontrar un sitio cerca de una ventanilla, en el centro del vagón, y en la mesilla abatible que tenía delante de mí había una taza de té fuerte. Estaba aún dubitativo cuando el tren se ha puesto en movimiento y ha abandonado lentamente la estación.
Las sacudidas han reiniciado su ritmo regular y, en la mesilla, las tapaderas de las tazas se han puesto de nuevo a tintinear. Un viento casi fresco me da en el rostro. Tengo sueño, pero no consigo dormirme. Los trenes que recorren este país van atestados, tanto de día como de noche. En la más pequeña estación, la gente se apretuja para subir y se apretuja para bajar. La gente se apresura, sin que se sepa por qué. No puedo dejar de parafrasear el verso de Li Bai: «Viajar es más difícil que ascender a los cielos». * Sólo los extranjeros provistos de divisas y los supuestos dirigentes que viajan a cargo del Estado en los coches-cama de primera clase pueden disfrutar un poco del placer del viaje. Yo he de calcular cuánto tiempo voy a poder continuar este periplo con el poco dinero que me queda. Desde hace tiempo, mis ahorros se han volatilizado y vivo a crédito. El generoso redactor de una editorial me hizo un anticipo de algunos cientos de yuanes por los derechos de autor de un libro del que ni siquiera sé si será publicado algún día. Tampoco sé si lo escribiré, pero he gastado ya la mitad del adelanto. En realidad, es casi un regalo, pues nadie puede saber qué nos deparará el porvenir. En pocas palabras, evito en la medida de lo posible hospedarme en hoteles y busco lugares donde alojarme gratuitamente o, si no, lo menos caros posible. A pesar de ello, he desperdiciado la ocasión de ir a Guixi, cuando una muchacha me ofreció alojarme con su familia.
La conocí mientras esperaba la barcaza en un embarcadero. Con sus dos coletas, las mejillas encarnadas, su animación y sus vivos ojos, parecía conservar una curiosidad intacta hacia este mundo caótico. Al preguntarle yo sobre su destino, me respondió que iba a Huangshi. ¿Qué había de interesante para ver en esa ciudad cubierta de polvo gris, de atmósfera totalmente saturada por las negras humaredas de las acerías? Iba a ver a su tía. Y yo, ¿adonde iba? Me devolvió la pregunta. Le expliqué que no tenía ninguna meta precisa, que iba de aquí para allá. Ella puso unos ojos como platos y me preguntó a qué me dedicaba. «Soy especulador», le dije. Ella reprimió la risa. No me creía. Le pregunté de nuevo:
– ¿Acaso tengo pinta de estafador?
Ella negó con la cabeza.
– En absoluto.
– En tu opinión, ¿de qué dirías que tengo pinta?
– No lo sé, pero de estafador no, en cualquier caso.
– Bueno, en tal caso, soy un vagabundo.
– Los vagabundos no son por fuerza mala gente.
Su voz dejaba traslucir cierta convicción. Yo abundé en el sentido de lo que ella acababa de decir:
– Los vagabundos son gente que por lo general está muy bien. Con harta frecuencia son las personas serias y formales las que son unos estafadores.
No pudo dejar de reír como si alguien le hiciera cosquillas, era una muchacha verdaderamente alegre.
Me dijo que también a ella le hubiera gustado viajar, pero que sus padres no querían. Tan sólo le habían autorizado a ir a casa de su tía. Le habían advertido de que, una vez se sacara el título, tendría que ponerse a trabajar de inmediato, que aquéllas eran sus últimas vacaciones de verano y que, por tanto, debía aprovecharlas bien. La compadecí. Ella dejó escapar un suspiro: