Cuando ha terminado de comer, muerde en una caña de azúcar mientras agita su enorme cola y desaparece en los bosquecillos de bambúes-flechas de las inmediaciones del campamento.
– Ya dije yo que Beibei volvería hoy.
– Por regla general viene siempre a esta hora, entre las dos y las tres.
– He oído sus gruñidos cuando arañaba la puerta.
– ¡Sabe mendigar, el muy cerdo!
– Estaba muerto de hambre, ha devorado todo el cubo.
– Le he tocado y se ha engordado.
Discuten con entusiasmo, volviendo sobre cada detalle: quién le ha oído primero, quién ha sido el primero en abrir la puerta, cómo le han visto por la rendija de la puerta, cómo les ha seguido, cómo ha metido la cabeza en el cubo, cómo se ha sentado al lado del recipiente, cómo ha comido con voracidad. Uno de ellos explica también que han puesto azúcar en las gachas de maíz destinadas al panda. ¡También él prefiere las cosas dulces! Estos hombres que normalmente se comunican muy poco parecen hablar de su propia amante cuando se refieren a Beibei.
He consultado mi reloj, todo ello no ha durado más que unos diez minutos, pero hablan del asunto interminablemente. Las lámparas de aceite están encendidas y varios de ellos se sientan resueltamente en las camas. Este acontecimiento constituye por supuesto un paliativo en su vida monótona y solitaria en la montaña. Luego se ponen a hablar de Hanhan, otro panda. El disparo que acaba de resonar les ha inquietado. Hanhan había sido abatido en la montaña por un campesino llamado Leng Zhizhong. A la sazón, habían recibido señales de Hanhan que indicaban siempre el mismo punto, como si ya no se moviera. Pensando que tal vez había caído enfermo y que la situación era grave, partieron en su busca. Desenterraron en el bosque el cadáver de Hanhan sepultado bajo la tierra recién removida, así como su collar provisto del emisor de radio. Luego, acompañados de un perro de caza, prosiguieron su búsqueda hasta la casa del tal Leng Zhizhong, donde encontraron la piel enrollada del animal que colgaba del alero. Las señales de otro panda de nombre Lili, que había sido capturado y equipado con un collar emisor, se perdieron definitivamente en la inmensidad del bosque. Imposible saber si había sido una pantera la que rompió el collar a dentelladas o bien si había caído en manos de un cazador más astuto que rompió el collar con la culata de su fusil.
Cuando está a punto de despuntar el día, resuenan de nuevo dos disparos por encima del campamento. Su eco, opresivo, se prolonga largamente en el pequeño valle, como el humo del cañón que flota en el momento de la descarga, sin querer disiparse.
7
Lamentas no haber fijado una cita con ella, lamentas no haberla seguido, lamentas no haber tenido el valor de engatusarla de romántica pasión, de espíritu quimérico, sin los cuales la aventura no podía tener lugar. En pocas palabras, lamentas haber errado el tiro. Tú que raramente sufres de insomnio, no has dormido en toda la noche. Por la mañana, te has sentido absurdo, pero felizmente no has sido temerario. Esta indecisión ha herido tu amor propio, pero deploras tu lucidez exagerada. No sabes amar, eres tan débil que has perdido la virilidad, has perdido la capacidad de actuar. Finalmente, has decidido pese a todo ir a la orilla del río a probar suerte.
Te sientas en el pabellón y contemplas el paisaje que tienes enfrente, tal como te había aconsejado el experto en compras de material de madera. Por la mañana, el embarcadero está en plena efervescencia. La gente se amontona en la barcaza cuya línea de flotación llega hasta la misma borda. Acaba de atracar, y no están aún amarrados sus cordajes, cuando ya los pasajeros se empujan para descender al muelle. Las cestas de bambú suspendidas en las palancas y las bicicletas empujadas a mano se entrechocan, la gente lanza juramentos, se apresura hacia el pueblo. La barcaza cruza el río una y otra vez para pasar a los que aguardan en la orilla opuesta. Por fin, el embarcadero recobra su calma. Tú estás solo en el pabellón, como un idiota, aparentando esperar una cita que nunca ha sido fijada, a una mujer que ha desaparecido sin dejar ni rastro, como si hubieras tenido un sueño despierto. En el fondo, llevas una vida tediosa, ningún destello viene a turbar tu vida banal, ninguna pasión, no haces sino aburrirte. ¿Tienes aún la intención de volver a empezar tu vida, de conocer, de experimentar?
De repente, la orilla se anima de nuevo, pero esta vez son unas mujeres. Pegadas unas contra otras, en los escalones de piedra que tocan el agua, están haciendo la colada, limpiando verduras o arroz. Una barca cubierta de esterillas de bambú va a atracar y el hombre que maneja el bichero de proa grita en dirección suya. Ellas se ponen a cotorrear sin dejarle sitio. Tú no llegas a distinguir si se trata de un juego amoroso o bien si discuten realmente. Y, por fin, vuelves a ver su silueta. Y le dices que pensabas que volvería, que volvería cerca de ese pabellón cuya historia tú te complaces en contarle. Afirmas que la conoces de boca de un anciano, que estaba sentado también allí, enjuto como un leño, moviendo sus labios resecos por el viento, mascullando como un fantasma. Ella dice que tiene miedo de los fantasmas, por lo que tú prefieres afirmar que sus murmullos parecían silbidos del viento en una línea de alta tensión. Dices que este pueblo se menciona ya en las Memorias históricas de Sima Qian * y que el embarcadero que tenéis enfrente se llamaba antaño el Paso de Yu, pues fue aquí, según cuentan, donde Yu el Grande domeñó las aguas. En la ribera, una roca redonda con unas incisiones, en la cual se leen vagamente diecisiete caracteres arcaicos en forma de renacuajos. Como nadie conseguía descifrarlos, se hizo saltar por los aires la roca para construir un puente, pero como los fondos resultaron insuficientes, finalmente no fue construido. Le muestras en las columnas las sentencias paralelas que fueron trazadas a mano por un maestro de la época de los Song. Esta Montaña del Alma que has venido a buscar es mencionada desde hace muchos siglos por los antiguos. Los campesinos que viven aquí generación tras generación no conocen la historia de este lugar, pero tampoco es que conozcan mejor su propia historia. De ser puesta por escrito, sin nada de invención, la historia secreta de las gentes que viven en los patios y buhardillas de este pueblo, los novelistas se quedarían boquiabiertos. Le preguntas si ella se lo cree o no. Por ejemplo, esa anciana desdentada, con la piel arrugada como un nabo en conserva, cual una momia viviente, que mira a lo lejos sentada en el umbral de su puerta, y de la que únicamente sus dos pupilas apagadas se mueven aún en el fondo de sus rehundidas cuencas. En otro tiempo, conoció su momento de gloria y, en varias decenas de lis a la redonda, figuraba entre las bellezas más destacadas del lugar. ¿Quién hubiera podido no admirarla? Pero ahora, ¿quién puede imaginar su pasada donosura? Y menos aún en la época en que era la esposa de un bandido. El cabecilla de los malhechores era el Segundo Señor de este pueblo. En aquel tiempo, jóvenes y viejos le llamaban todos Segundo Señor, en parte con intención de halagarle, pero sobre todo por respeto, «segundo» tanto por su rango en el seno de su familia como porque era «hermano juramentado», en el seno de una banda de malhechores. Aunque el patio ante el cual se halla sentada sea pequeño, una vez que se penetra en su interior, los patios se suceden uno tras otro y, en el pasado, los bandidos descargaban en ellos cestas enteras de monedas de plata. En este momento, ella tiene la mirada clavada en las barcas cubiertas de esterillas de bambú. Fue con una embarcación de este tipo con la que fue raptada en otro tiempo. En aquel entonces era como estas muchachas de largas trenzas que restriegan la ropa blanca en los escalones de piedra. Con la sola diferencia de que, el día en que ella descendió hacia el río para lavar unas verduras, con una cesta de bambú colgada del brazo, llevaba unos zuecos de madera y no un calzado de goma. Una barca cubierta de esterillas atracó cerca de ella. Antes de comprender qué le pasaba, dos hombres le retorcieron un brazo y la empujaron dentro de la barca: antes de que hubiera podido pedir socorro, la amordazaron. No había recorrido la barca cinco lis, cuando ya había sido poseída por varios bandidos. En esa barca, semejante a todas las que recorren el río desde hace mil años, bajo la estera de bambú, tales atropellos tenían lugar a la luz del día. La primera noche, se quedó tumbada completamente desnuda sobre la cubierta, pero a partir de la segunda noche encendía ya el fuego en la proa de la embarcación y preparaba la comida…