El crítico se sacude las mangas y se va.
Él se queda perplejo, sin comprender si en una novela lo más importante es contar una historia. O si es la manera de contarla. O si no, si es la actitud del autor respecto a la narración. O bien, si no es la actitud, si es la determinación de dicha actitud. O bien, si no es la determinación de la actitud, si es el punto de partida de la determinación de la actitud. O bien, si no es este punto de partida, si es el yo del punto de partida. O bien, si no es el yo, si es la percepción del yo. O bien, si no es la percepción del yo, si es el proceso de la percepción. O bien, si no es este proceso, si es el acto en sí. O bien, si no es el acto en sí, si es la posibilidad de este acto. O bien, si no es esta posibilidad, si es la elección de esta posibilidad. O bien, si no es esta elección, si es la necesidad de elección o no. O bien, si lo importante no radica en esta necesidad, ¿radica en el lenguaje? O bien, si no radica en el lenguaje en sí, ¿radica en el sabor del lenguaje? Y sin embargo, él no hace sino embriagarse con la utilización del lenguaje para contar cosas sobre la mujer y el hombre, el amor, la pasión y el sexo, la vida y la muerte, el alma y la alegría, y el sufrimiento y el placer del cuerpo humano en su carne mortal, y el hombre en sus relaciones políticas y la huida del hombre frente a la política y la realidad de la que no es posible escapar y la imaginación al margen de lo real y cuál de las dos es más verdadera y la negación de la negación del fin útil que no es lo mismo que su afirmación y la falta de lógica de la lógica y el distanciamiento respecto a la reflexión racional que trasciende el debate sobre el contenido y la forma y la forma que tiene un sentido y el contenido que no tiene ninguno y qué es que el sentido y la definición del sentido y Dios que todo el mundo quisiera ser y la adoración de ídolos ateos y las ganas de ser considerado como un filósofo y el amor a uno mismo y la frigidez y la locura que conduce a la paranoia y las facultades paranormales y la meditación zen y la reflexión que no alcanza el zen sino más bien el principio vital del cuerpo que se nutre de la ley que puede decirse y de la que no puede decirse no debe ser dicha es dicha pese a todo al mundo y la moda y la rebelión contra la moda vulgar consistente en pegarle al niño al que no es posible enseñar a palmetazo limpio e impartir educación siguiendo el principio de que la letra con sangre entra, haciéndole sudar tinta y la tinta es negra y qué hay de malo en lo negro y los hombres buenos y los hombres malos y los que no son ni buenos ni malos o más bien humanos mucho peor que lobos y los otros peores que el infierno que anida en sus propios corazones y este maldito sí mismo busca permanentemente la angustia y el nirvana o más bien todo ha terminado y todo lo que ha terminado para quién y que ser o no ser es el resultado de la semántica que multiplica todo cuanto aún no ha sido dicho que no es lo mismo que no decir nada y blablabla que es inútil para la discusión de las funciones igual que en la guerra entre hombres y mujeres nadie saldrá triunfador y jugar al ajedrez haciendo avanzar y retroceder una pieza no es más que un juego para controlar los sentimientos de los seres humanos que han de comer y morir de hambre es una nimiedad y ser desleal es algo grande pero no se puede juzgar la verdad que resulta imposible conocer y sólo el bastón resulta más sólido que las experiencias para apoyarse y aquellos que hayan de tener un traspié lo tendrán y la novela revolucionaria acaba con la literatura supersticiosa y la revolución novelesca acaba con la novela.
Este capítulo puede leerse o puede no leerse, pero dado que ha sido leído, no se pierde nada.
73
En la pequeña ciudad adonde he llegado, a orillas del mar de la China Oriental, una mujer de edad madura, soltera, ha insistido para que fuera a comer a su casa. Ha venido a invitarme a casa de la gente que me ha hospedado, explicando que por la mañana, antes de ir al trabajo, había comprado unos mariscos, cangrejos, navajas y un congrio muy grande.
– ¡Usted que viene de tan lejos tiene que probar sin falta los mariscos de aquí! Hasta en las grandes ciudades resulta difícil conseguirlos.
Se muestra llena de atenciones hacia mí.
Difícilmente puedo zafarme y le propongo a mi anfitrión que me acompañe. Él conoce muy bien a esta mujer y se niega:
– Es a ti a quien ha invitado. Se aburre sola y tiene algo que contarte.
Salta a la vista que se han puesto de acuerdo. No puedo sino seguirla. Ella me informa mientras empuja su bici:
– Hay un buen trecho de camino que hacer. Suba en el portaequipajes, que yo le llevaré.
En esta calle atestada de gente, temo pasar por un lisiado.
– O, si usted prefiere, ya conduciré yo y usted me va diciendo por dónde tengo que ir.
Ella se sienta en el portaequipajes. El manillar no para de vibrar, toco sin descanso el timbre para colarme entre el gentío.
Debería alegrarme de haber sido invitado a un cara a cara con una mujer, pero ella está ya pasadita: un rostro triste de tez cerúlea, de pómulos salientes, ni la menor gracia femenina cuando monta en su bici o la empuja. Yo pedaleo, completamente desanimado, buscando algo que decir.
Ella me explica que trabaja como contable en una fábrica. Es una mujer que maneja dinero, lo cual no me extraña. Yo nunca he tenido muchas relaciones con mujeres de este tipo, pero sé que son sumamente hábiles, imposible sacarles un fen de más. Se trata, por supuesto, de una costumbre adquirida gracias al oficio, no de un don femenino natural.
Vive en un viejo patio de vecindad con numerosas otras familias. Deja apoyada su destartalada bici bajo sus ventanas, contra la pared.
Un gran candado cierra la puerta. En el interior, una pequeña estancia con una gran cama que ocupa la mitad del espacio y, en un rincón, una mesa en la que hay listos aguardiente y unos platos. En el suelo, unos ladrillos apilados sostienen dos cajas de madera. Por encima de una de ellas, unos enseres de aseo femeninos dispuestos sobre una repisa de cristal. En la cabecera de la cama, algunas viejas revistas amontonadas.
Al ver que inspecciono el lugar, se apresura a excusarse:
– Discúlpeme por este tremendo desorden.
– Hay cosas más importantes en la vida.
– Me las arreglo como puedo, sabe, no le doy ninguna importancia a este tipo de cosas.
Enciende la lámpara y me instala delante de la mesa. A continuación se va a poner una cacerola al fuego. Termina por tomar asiento enfrente de mí y, tras haberme servido bebida, declara, acodada sobre la mesa:
– No me gustan los hombres.
Yo sacudo la cabeza.
– No me refiero a usted, sino a los hombres en general, pero usted es escritor.
No sé si debo asentir.
– Me divorcié hace tiempo y vivo sola.
– No es fácil.
De hecho, es a la vida a lo que yo me refiero, es lo mismo para todo el mundo.
– En otro tiempo, tenía una amiga, nos entendíamos de maravilla desde la escuela primaria.
Me digo que debe de ser lesbiana.
– Ahora está muerta.
Me quedo callado.
– Le he invitado para contarle su historia. Era muy hermosa. Si viera usted una foto suya, sin duda que le gustaría. Todo el mundo se enamoraba de ella. No era de una belleza normal y corriente, un rostro ovalado, una boquita de cereza, unas cejas como hojas de sauce, unos vivos ojos almendrados. Y su cuerpo se asemejaba al de las bellezas clásicas descritas en las novelas antiguas. Pero ¿por qué le cuento esto? Pues porque no he podido conservar ni una sola de sus fotos. No desconfié y, tras su muerte, su madre vino a recuperarlas todas. ¡Beba usted!
Ella también bebe. Se ve a la legua que acostumbra a hacerlo. En las paredes de su habitación ni una foto, ni una imagen, y mucho menos esas flores o figuritas de animales que generalmente vuelven locas a las mujeres. Probablemente se castiga a sí misma y gasta su dinero en aguardiente.