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– ¿También yo, en ese caso? -te pregunta ella.

– ¿Por qué lo preguntas? ¿No eres una mujer?

– ¡Y tú un demonio! -dice ella con ánimo vengativo.

– A los ojos de las mujeres, todos los hombres son unos demonios.

– ¿Así que estoy con un demonio? -pregunta ella levantando la cabeza hacia ti.

– El demonio se lleva a la zorra -dices tú.

Ella suelta una alegre carcajada. Pero te suplica de nuevo que no vayáis allí.

– ¿Qué pasará si vamos allí? -preguntas deteniéndote-. ¿Atraeremos la mala fortuna? ¿Provocaremos una catástrofe? ¿Qué hay que temer?

Acaramelada contra ti, dice que contigo está tranquila, pero tú adviertes que una sombra cruza por su rostro. Te esfuerzas por disiparla hablando en voz muy alta.

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No sé si has reflexionado sobre esta cosa extraña que es el yo. Cambia a medida que se lo observa, como cuando fijas la mirada en las nubes del cielo, tumbado en la hierba. Al principio se asemejan a un camello, luego a una mujer, y por último se transforman en un anciano de luenga barba. Nada sin embargo es fijo, puesto que en un abrir y cerrar de ojos vuelven a cambiar de forma.

Es como cuando vas al retrete de una casa vieja y observas las paredes con manchones. Vas allí todos los días, pero las manchas, por más que sean antiguas, cambian en cada ocasión. La primera vez, distingues un rostro humano, luego un perro muerto, desventrado. La vez siguiente se transforman en un árbol bajo el cual una chiquilla monta un jamelgo enjuto. Diez o quince días más tarde, tal vez varios meses después, una mañana, estás estreñido y descubres de repente que las manchas de agua han vuelto a tomar la forma de un rostro humano.

Echado en la cama, miras al techo. La sombra de la lámpara transforma también el blanco techo. Si concentras tu atención en tu yo, te das cuenta de que se aleja paulatinamente de la imagen que te es familiar, que se multiplica y reviste rostros que te asombran. Es por ello por lo que me sentiría presa de un terror irreprimible si tuviera que expresar la naturaleza esencial de mi yo. No sé cuál de mis múltiples rostros me representa mejor y, cuanto más los observo, más evidentes me parecen sus transformaciones. Finalmente, sólo queda la sorpresa.

También puedes esperar, esperar que las manchas de agua en la pared retornen a su forma original, se vuelvan de nuevo un rostro humano, puedes también desear que un día tu imagen adquiera tal o cual forma. Pero por experiencia sé que cuanto más tiempo pasa, menos evoluciona esta imagen según tus deseos y que, a menudo, por el contrario, se vuelve monstruosa. No puedes ya aceptarla, pero, como se trata de tu yo, al final no te queda más remedio que hacerlo.

Un día vi la foto pegada en mi carnet de autobús que había dejado sobre la mesa. En un primer momento, encontré mi sonrisita más bien agradable, pero acto seguido me pareció más exactamente burlona, un tanto altanera y fría, delatando cierto amor propio mezclado con no poca autosatisfacción, indicaba que me tomaba por un personaje superior. En realidad, percibí en ella una especie de afectación acompañada de una expresión de gran soledad y de vago terror; no era en absoluto el rostro de un triunfador. Podía leerse amargura en ella. Por supuesto que no podía haber en ella la vaga sonrisa habitual que nace de la felicidad involuntaria, sino que era más bien una expresión de duda ante la felicidad. Eso se volvía un poco aterrador e incluso inútil. La sensación de caer sin que pueda encontrarse ningún asidero seguro. Nunca más he querido volver a ver esa foto.

A continuación, me puse a observar a los demás, pero al hacerlo, descubría que ese yo detestable y omnipresente también se entrometía, sin poder dejar de intervenir en la percepción del rostro ajeno. Era algo lamentable: cuando observaba a otra persona, continuaba observándome yo mismo. Buscaba rostros que me gustaran, o una expresión que me resultase aceptable. Si un rostro no conseguía emocionarme, si no conseguía encontrar gentes con las que identificarme entre los que pasaban por delante de mí, los observaba, pues, sin verles. En una sala de espera, en un vagón de tren, en la cubierta de una embarcación, en una fonda o en un parque, o incluso dando un paseo por la calle, no elegía más que los rostros o las siluetas próximas a aquellos que me resultaban familiares y en los que buscaba algún indicio que pudiera hacer resurgir un recuerdo enterrado. Cuando observo a los otros, los considero como espejos que me devuelven mi propia imagen y esta observación depende enteramente de mi estado de ánimo del momento. Incluso cuando miro a una muchacha, trato de aprehenderla con mis propios sentidos, la imagino con mi propia experiencia antes de formular un juicio. Mi comprensión del prójimo, incluidas las mujeres, es de hecho superficial y arbitraria. A través de mi mirada, las mujeres no son nada más que meras ilusiones que me he creado yo mismo y que utilizo para mistificarme. Esto me entristece. Por eso mis relaciones con las mujeres conducen siempre, en última instancia, al fracaso. Y a la inversa, si fuera yo una mujer, no por ello me costaría menos el contacto con los hombres. El problema radica en la toma de conciencia interior de mi yo, ese monstruo que me atormenta sin cesar. El amor propio, la autodestrucción, la reserva, la arrogancia, la satisfacción y la tristeza, los celos y el odio, provienen de él, el yo es de hecho la fuente de la desdicha de la humanidad. ¿Acaso la solución a esta desdicha tiene que pasar por el ahogo del yo consciente?

He aquí porqué Buda enseñó la iluminación: todas las imágenes son mentiras, la ausencia de imagen también lo es.

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Ella dice que tiene realmente ganas de volver a su infancia, una época en que no sabía lo que eran ni las penas ni las preocupaciones. Para ir a la escuela cada día, su abuela materna le hacía trenzas. Dos largas trenzas, brillantes, ni demasiado apretadas ni demasiado sueltas. Todo el mundo decía que eran muy bonitas. Al morir su abuela, ella se cortó el pelo muy corto, por propia voluntad, en señal de protesta, no habría podido hacerse ni siquiera las dos pequeñas coletas de moda entre los guardias rojos. En aquella época, su padre, objeto de una investigación, fue separado de ellas y encerrado en el gran edificio de su unidad de trabajo. Le habían negado el derecho a volver a casa, y su madre le llevaba cada quince días unas mudas de recambio, pero ella nunca le permitió ir a verle. A continuación, su madre y ella fueron mandadas al campo. Ella no tenía la menor aptitud para convertirse en guardia rojo. Dice que la época más feliz de su vida fue aquella en que llevaba sus largas trenzas. Su abuela se asemejaba a un viejo gato, dormía siempre a su lado, y esto la tranquilizaba enormemente.

Dice que ahora es ya vieja, que su corazón es viejo, que no se siente ya afectada tan fácilmente por las pequeñas cosas. En otro tiempo, era capaz de llorar sin el menor motivo. Derramaba abundantes lágrimas, unas lágrimas que brotaban directamente del corazón, sin que tuviera que forzarse, a tal punto se sentía bien.

Dice que tenía una amiga llamada Lingling. Eran amigas desde su más tierna infancia. Ella era adorable, con sus hoyuelos que ahuecaban sus mejillas redondeadas tan pronto como te miraba. Ahora es ya madre, indolente, con una entonación característica en la voz, arrastra la última sílaba de cada palabra, como si tuviera siempre sueño. Cuando era todavía adolescente, su incesante charlatanería la hacía asemejarse a un gorrión. Decía cualquier cosa, sin parar ni un instante, decía que quería salir, que estaba triste tan pronto se ponía a llover, que no sabía porqué, que iba a estrangularte, y efectivamente, te apretaba violentamente el cuello hasta provocarte tos.

Una tarde de verano, estaban las dos sentadas a orillas de un lago contemplando la noche. Ella dijo que tenía muchas ganas de apoyarse sobre su pecho y Lingling repuso que quería hacer de mamacita, se pusieron a armar jaleo partiéndose de risa, y, antes de que se alzara la luna, ella te preguntó si sabías que aquella noche era de un gris azulado y se alzó la luna, oh, la claridad que fluía de la luna, te preguntó si ya habías visto este tipo de paisaje, esa luz que fluye en espirales y se extiende por el suelo, como si te enfrentaras a una remolineante niebla. Ella dice que oyeron también susurrar la luz de la luna, al filtrarse a través de las ramas de los árboles como hierbas acuáticas ondeando a merced de la corriente. Se pusieron a llorar. Sus lágrimas fluían como dos manantiales, igual que la luz de la luna. Se sentían tan bien, los cabellos de Lingling rozaban su rostro, los sentía aún ahora, sus rostros estaban pegados el uno al otro, el de Lingling estaba ardiendo. Existe una especie de flor de loto que se abre por la noche, no un nenúfar, es más pequeña que la flor de loto, más grande que la flor de nenúfar. Tiene un pistilo rojo dorado que irradia en la oscuridad, sus pétalos rosas como los del sebo de China, como las orejas rosas de Lingling cuando era pequeña, pero con menos pelusilla, brillantes como la uña de su dedo meñique, ¡ah!, en esa época ella se dejaba crecer la uña del dedo meñique como una concha, pero no, estos pétalos rosas no brillan en absoluto, son tan gruesos y recios como una oreja y se abren lentamente temblando.

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