Me he creado mi propio sistema, o más bien una lógica que responde a una especie de relación de causa y efecto. En este mundo caótico, los hombres se han construido siempre sistemas, lógicas, relaciones de causa y efecto para afirmarse. ¿Por qué no iba a inventármelos yo también? Así puedo refugiarme en ellos, establecerme en ellos, en paz con mi conciencia.
Pero mi desgracia es que he despertado el «tú» portador de mala fortuna. En realidad, «tú» no es desgraciado, soy exclusivamente yo la causa de tu desdicha, que nace exclusivamente del amor que siento por mí. Este maldito «yo» no se ama más que a sí mismo con locura.
No sé si en el origen dios y el diablo existieron, eres tú quien ha apelado a ellos, eres al propio tiempo la encarnación de mi felicidad y de mi desdicha, cuando tú desaparezcas, dios y el diablo retornarán al mismo tiempo a la nada.
No podré desembarazarme de mí mismo más que una vez que me haya deshecho de «tú». Pero si un día te reclamo de nuevo, ya nunca más podré alejarme. Entonces me he preguntado cuál sería el resultado si intercambiáramos los papeles. O dicho de otro modo, yo no sería más que tu sombra y tú te convertirías en mi cuerpo real, he aquí un juego divertido. Si tú, puesto en mi lugar, me escucharas atentamente, yo me convertiría en la encarnación de tu deseo, lo cual resultaría de lo más grato. Podría sacarse toda una filosofía de ello y habría que volver a empezar este relato desde un principio.
En última instancia, la filosofía es también un juego del espíritu, se sitúa en los límites que las matemáticas y las ciencias exactas no pueden alcanzar, proporciona estructuras y marcos refinados de toda naturaleza. Cuando las estructuras están acabadas, el juego se detiene.
La diferencia entre la novela y la filosofía nace de que la novela es una producción de la sensibilidad, sumerge en una mezcla de deseos los códigos de los signos arbitrariamente construidos, y, en el momento en que este sistema se disuelve y se transforma en células, aparece la vida. Entonces se asiste a la gestación y al nacimiento, lo cual es aún más interesante que los juegos del espíritu, pero, al igual que la vida, no responde a ninguna finalidad.
53
Es mediodía, estamos a más de cuarenta grados. Me dirijo a la antigua ciudad de Jiangling en una bicicleta de alquiler. El alquitrán de la carretera, recientemente reparada, se funde bajo el sol de pleno verano. Un viento ardiente penetra por la puerta de la vieja ciudad de Jingzhou, construida en la época de los Reinos Combatientes. Una anciana está arrellanada en un sillón de bambú, detrás de un puesto de té. Sin la menor incomodidad, mantiene desabrochada su corta camisa de lino totalmente raída a fuerza de haber sido lavada, dejando ver dos pechos arrugados como dos bolsas vacías de cuero. Está descansando, con los ojos cerrados, y me deja beber de una botella de agua con gas, que está también que arde, sin comprobar si el dinero que le doy es bastante. Babeando, un perro jadea, con la lengua fuera, echado en la sombra de la puerta.
En el exterior de la ciudad, se extienden unas parcelas de arroz no recogido todavía, de espigas maduras de un amarillo resplandeciente. En los arrozales ya cosechados reluce el verde brillante de los brotes de arroz tardío que acaban de ser replantados. Nadie en la carretera, nadie en los arrozales. La gente está aún al fresco en sus casas y no hay casi vehículos.
Circulo por el centro de la carretera, pues, de los márgenes, ascienden oleadas de un calor bochornoso, como llamas. La transpiración me inunda la espalda, me quito resueltamente la camisa con la que me cubro la cabeza para protegerme del sol. Cuando acelero la marcha, flota al viento y un aire húmedo me da en las orejas.
En los campos se abren enormes flores de algodón, rojas y amarillas. El sésamo cuelga en largos penachos de flores blancas. Una extraña calma reina bajo este sol cegador; curiosamente, no se oyen cigarras ni ranas.
A fuerza de pedalear, mis pantalones cortos están empapados y se me pegan a las piernas. Prefiero quitármelos para poder avanzar más cómodamente. No puedo dejar de pensar en los campesinos de mi juventud, que pedaleaban desnudos montados en las norias, con la mayor naturalidad del mundo, con sus brazos bronceados apoyados en la palanca de la máquina. Cuando pasaba alguna mujer por el margen del arrozal, entonaban canciones subidas de tono, pero sin mala intención. La mujer reía apretando los labios, y los cantores olvidaban por un momento su fatiga. Fue sin duda así como nacieron este tipo de canciones. Esta región es la tierra natal de los cantos acompasados que se conocen como «Tambores y gongs para la época de escardar la hierba», pero ahora las norias no se utilizan ya, las tierras son regadas por medio de bombas eléctricas. Este espectáculo ha desaparecido.
Sé que no perdura ningún vestigio en el emplazamiento de la capital del país de Chu, sin duda voy allí en vano. Sin embargo, sólo veinte kilómetros de ida y vuelta me separan y tal vez luego lamente no haber ido a visitarlo antes de abandonar Jiangling. Molesto en su siesta a una joven pareja que guarda el emplazamiento arqueológico. Licenciados universitarios desde hace apenas un año, han sido destinados aquí como vigilantes, a fin de proteger unas ruinas que duermen profundamente bajo tierra, sin saber siquiera cuándo serán sacadas a la luz. Recién casados, no padecen aún de la soledad y me dispensan una calurosísima acogida. La esposa me sirve sucesivamente dos grandes tazones de té frío amargo, mezclado con unas plantas medicinales que ayudan a disipar los excesos de calor. El recién casado, un chico joven, me conduce hacia un campo donde se alzan unos montículos de tierra. Me muestra unos arrozales donde ha comenzado ya la recolección y un lugar más elevado, al lado de una colina, plantado de algodón y de sésamo.
– Tras la destrucción del país de Chu por el país de Qin, la ciudad de Jinan fue abandonada -explica el joven-; aquí no se ha encontrado ningún vestigio posterior a la época de los Reinos Combatientes. En cambio, en el interior de la ciudad, se ha descubierto una sepultura. La ciudad parece datar de la época media de los Reinos Combatientes. En los documentos históricos se refiere que la capital había sido ya trasladada a Ying, es decir, a Jinan, con anterioridad al rey Huai de Chu. Si contamos a partir de él, ello quiere decir que hacía más de cuatrocientos años que era capital. Claro está que ciertos historiadores tienen un punto de vista distinto. Piensan que Ying no se encuentra aquí. Pero si nos apoyamos en los datos arqueológicos, se constata que los campesinos han sacado a menudo a la luz, mientras araban la tierra, fragmentos de alfarería y de bronces de la época de los Reinos Combatientes. Si se excavara, se llevarían sin duda a cabo descubrimientos considerables.
Luego añade señalándome un punto en la lejanía:
– El general en jefe Bo Qi tomó al asalto Ying, y el agua del río desviado inundó la ciudad. Ésta se abría originariamente por tres lados sobre el agua: el río Zhu discurría de la puerta sur a la puerta norte, en dirección al este; de ese lado, se encontraba el túmulo sobre el cual nos encontramos y un lago que comunicaba con el Yangtsé. En esa época, el río pasaba muy cerca de Jingzhou, pero, ahora, discurre dos kilómetros más abajo. En la montaña de Ji, enfrente, están las tumbas de la aristocracia de los Chu, y al oeste, en los montes Baling, las tumbas de los reyes, que han sido todas saqueadas.
A lo lejos se elevan suavemente algunas colinas. Aunque son calificadas más bien de montañas en los documentos, no por ello deja de ser un estupendo paraje.
– Y aquí se alzaba la torre que remataba la puerta de la ciudad -me indica señalando con el dedo un arrozal-. Tras las inundaciones del río, se acumularon allí más de diez metros de légamo.