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Y es cierto que, salvo algunos terraplenes aquí y allá entre los arrozales, sólo esta eminencia emerge del paisaje.

– Al sureste se encontraba el palacio, la zona de los talleres estaba al norte y, al suroeste, se han descubierto también vestigios de una fundición. Al sur, la capa freática es demasiado alta, y la preservación de los vestigios no es tan buena.

Sacudo la cabeza al hilo de sus explicaciones y poco menos que imagino los contornos de la ciudad. Si no estuviéramos a pleno sol de mediodía y si los fantasmas salieran al amparo de la noche, reinaría aquí una extraordinaria animación.

En la parte baja de la colina, me indica que acabamos de salir de la capital. El lago de la época es hoy en día un simple pequeño estanque cubierto de hojas de loto entre las que se abren pujantes flores rosas. Cuando fue expulsado de la corte, el alto funcionario Qu Yuan debió de pasar al pie de esta colina y seguro que cogió algunas de estas flores para llevarlas prendidas en el cinto. Antes de que el lago se convirtiera en este pequeño estanque, toda clase de hierbas olorosas crecían en sus orillas. Qu Yuan debió de trenzarse con ellas una corona. Por doquier, al borde de los lagos y estanques, debían de elevarse cantos que han llegado hasta nuestros días. Si no hubiera sido expulsado de la corte, tal vez Qu Yuan no habría llegado a ser nunca un gran poeta.

Y más tarde, si Tang Xuanzong no hubiera expulsado a Li Bai de la corte, tal vez nunca se habría convertido en un genio de la poesía, y nunca habría existido la leyenda que cuenta que murió ebrio, tratando de recuperar la luna en el agua desde su barca. Se dice que el lugar donde se ahogó se encuentra en Caishiji, en el curso inferior del Yangtsé. Hoy en día, las aguas del río han refluido lejos de este lugar, que se ha convertido en un banco de arena muy contaminado. Incluso la vieja ciudad de Jingzhou se encuentra actualmente por debajo del lecho del río. Un dique de una decena de metros la protege, sin el cual sería desde hace tiempo un palacio submarino para los dragones.

Más tarde, he vuelto a Hunan y he atravesado el río Milou al que se precipitó Qu Yuan para poner fin a sus días, pero no he ido en pos de sus huellas por la ribera del lago Dongting, porque numerosos ecologistas me han informado de que no subsiste hoy día ya de ese dominio acuático más que un tercio de los ochocientos lis que se indican en los mapas. Han predicho que, lamentablemente, el rápido desecamiento de las tierras y la sedimentación provocarán de aquí a veinte años la desaparición del más vasto lago de agua dulce de China.

No sé si en Lingling, en esa aldea adonde mi madre me llevó de niño para huir de los aviones japoneses, los perritos se ahogan todavía en el río. Veo aún, hoy, a ese perro muerto de pelaje empapado, tirado en la arena de la orilla. Y a mi madre, que murió también ahogada. En aquella época se había presentado voluntaria para sufrir en el campo la reeducación ideológica. Una mañana, tras su turno de guardia, fue a lavarse a la orilla del río donde había de ahogarse. No había cumplido aún los cuarenta años. He leído un cuaderno de recuerdos de sus diecisiete años. Ella y sus compañeros, que participaban en el movimiento de salvación nacional, habían anotado unos poemas llenos de ardor juvenil. No estaban, por supuesto, tan logrados como los de Qu Yuan.

Su hermano menor se había ahogado también. No sé si se trataba de heroísmo infantil o de simple fervor patriótico, pero, el día de su admisión en la Escuela del Aire, en el colmo de su entusiasmo, invitó a un grupo de camaradas a darse un baño en el río Gan. Se lanzó a la corriente violenta desde un pontón que se adentraba bastante en el río, mientras que sus compañeros estaban ocupados en repartirse la calderilla que encontraron en los bolsillos de su pantalón. Cuando comprendieron que había ocurrido un accidente, se largaron al instante. Había buscado su propia muerte, el día de su decimoquinto cumpleaños. Mi abuela derramó por él hasta la última lágrima.

Su primogénito, mi tío, no era tan patriota, sino más bien un dandy, pero no frecuentaba las peleas de gallos o las carreras de galgos. Prefería lo que era modern; a la sazón, todo lo que llegaba del extranjero era modern, término que cabría traducir en nuestros días por «a la moda». Llevaba trajes a la occidental con corbata, todos muy modern, aunque los pantalones vaqueros no estuvieran todavía de moda. Divertirse con la fotografía era también estar en la cresta de la ola de lo modern. No era reportero y, sin embargo, no cesaba de tomar fotografías que revelaba él mismo, sobre todo fotos de grillos. Una de sus fotos de lucha de grillos se ha conservado milagrosamente hasta el día de hoy; olvidaron quemarla. También él murió muy joven, de fiebre tifoidea. Según contaba mi madre, estaba en proceso de curación cuando se zampó con gran gula un cuenco de arroz salteado con huevos que acabó con él. Quería ser modem, pero estaba pez en medicina moderna.

Mi abuela materna murió después que mi madre. Sus hijos habían muerto prematuramente, pero ella tuvo más suerte puesto que les sobrevivió y terminó sus días en un hospicio. Dado que, no siendo un descendiente de los Chu, yo había ido, pese a la canícula, a visitar su antigua capital, tenía, pues, aún menos excusas para no ir a investigar los lugares donde había vivido mi abuela, ella que me había llevado, cogido de la mano, a la feria del templo para comprarme una peonza. Me enteré de su muerte por una tía paterna, también muerta de forma prematura. ¿Por qué casi todos mis parientes han muerto? Me pregunto si soy yo quien envejece o es el mundo el que es demasiado viejo.

Ahora, al recordarlo, me parece que mi abuela pertenecía a otro mundo. Creía en las potencias del Más Allá y temía por encima de todo a los infiernos. No tenía más que un deseo: sumar buenas acciones para obtener una recompensa tras su muerte. Viuda muy joven, poseía bienes legados por mi abuelo, pero estaba siempre rodeada de una panda de golfos que se hacían pasar por dioses o demonios. Rondaban a su alrededor como moscas, todos conchabados para incitarla a dilapidar su herencia con el fin de ahuyentar las catástrofes. La habían convencido de que tirara el dinero, de noche, en un pozo. En realidad, ellos habían instalado en su interior una rejilla de hierro y recuperaban las monedas que ella arrojaba. Se jactaron de ello un día que empinaron el codo más de la cuenta. Finalmente, ella acabó vendiendo todos sus bienes, sin guardar más que el título de propiedad de unas tierras que tenía hipotecadas desde hacía mucho tiempo, y se fue a vivir con su hija. A continuación, cuando mi madre oyó hablar de la reforma agraria, se apresuró a hacerle vaciar sus cofres, donde encontró un papel totalmente arrugado y amarillento que se apresuró a quemar en la estufa. Mi abuela tenía muy mal carácter. Cuando hablaba, parecía siempre que discutiera con la gente y no se entendía con mi madre. A menudo declaraba que cuando quisiera regresar a su tierra natal, esperaría a que yo, su nieto, hubiera crecido y pasado los exámenes con las mejores notas para ir a buscarla al volante de un coche y ocuparme de ella. Pero ¿podía ella adivinar que su nieto no era una de esas personas que pueden convertirse en mandarín, que ni siquiera se sentaría en una oficina de la capital y que, más tarde, sería enviado al campo para cultivar la tierra y sufrir la reeducación? Fue en ese momento cuando ella murió, en un hospicio de ancianos. Durante los años turbulentos, como no tenía noticias de ella, mi hermano pequeño fue en su busca, so capa de «propagar la revolución» a fin de beneficiarse de la gratuidad de los transportes. Se informó en numerosos asilos sin poder encontrarla. Terminaron por preguntarle: «¿Busca usted un hospicio o un asilo de ancianos?». «¿Qué diferencia hay?», preguntó él. Le respondieron con la mayor seriedad del mundo: «Los ancianos que viven en los asilos son gente sin problemas en el terreno político, de pasado perfectamente claro; en los hospicios se mete a los ancianos que han tenido problemas o de pasado dudoso». Telefoneó, así pues, a un hospicio. Con seriedad aún mayor, le preguntaron: «¿Qué lazo de parentesco le une a ella? ¿Por qué motivo se informa sobre su persona?». En esa época, acababa de salir de la escuela y no encontraba trabajo. Temiendo que le retiraran el carnet de identidad de ciudadano, se apresuró a colgar el teléfono. Durante los años siguientes, las escuelas sirvieron para el adiestramiento militar, las administraciones y las fábricas fueron controladas por el ejército: la gente aprendió a andarse con pies de plomo. Tras haber sufrido un período de reeducación, mi tía paterna volvió a la ciudad. Entonces me escribió para informarme de que, según había oído decir, mi abuela había muerto dos años antes.

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