– Era de la generación de mi abuelo… Siempre he oído decir que vivió solo.
– ¿No tenía mujer?
– Vivía solo en el Barranco de la Mina de Plata, sin familia ni hogar, en una casita para él solo. Ah, en su casa, su fusil ha permanecido colgado.
Le pregunto qué quiere decir con ello.
Me explica que era un buen cazador, gran apasionado de la magia, como ya no quedan. Todo el mundo sabe que su fusil sigue colgado en la pared de su casa, un arma que jamás ha fallado un tiro, pero nadie se atreve a cogerla.
No comprendo por qué.
– El camino que lleva al Barranco de la Mina de Plata está cortado.
– ¿No se puede entrar ya allí?
– No. En otro tiempo alguien abrió una mina de plata en ese lugar y una sociedad de Chengdu contrató a unos mineros para trabajar allí. A continuación, fue saqueada y los mineros se fueron. La pasarela que llevaba a la mina por el barranco se hundió en algunos tramos o bien se pudrió.
– ¿Cuándo tiempo hace de eso?
– Mi abuelo todavía vivía, por lo tanto debe de hacer unos cincuenta años.
No es de extrañar que ahora esté jubilado. Pertenece a la historia, una historia real.
– ¿Y nadie ha vuelto a entrar jamás allí?
Tengo cada vez más ganas de conocer la clave del misterio.
– No se sabe a ciencia cierta, pero en cualquier caso no resulta fácil ir hasta allí.
– Esa casa, ¿está podrida también?
– ¿Cómo podría pudrirse una casa de piedra?
– Me refería a las vigas.
– Ah, sí, por supuesto.
En mi opinión, intenta intimidarme, pues no tiene ninguna intención de llevarme hasta allí o de presentarme a un cazador.
– Pero ¿cómo sabes tú que el fusil sigue colgado en la pared? -he preguntado yo de nuevo.
– Eso dicen, alguien ha debido de verlo. También cuentan que el anciano padre Shi era muy extraño. Su cuerpo no se descompuso y las bestias salvajes no se atrevieron a tocarlo. Estaba tendido cuan largo era en su cama, en los huesos, seco, con su fusil colgado en la pared.
– Eso es imposible, hay demasiada humedad en la montaña, el cadáver seguramente se ha descompuesto y el fusil ha debido de transformarse en un amasijo de chatarra herrumbrada.
– No lo sé, pero eso es lo que se viene diciendo desde hace mucho tiempo.
Él sigue diciendo lo que se le antoja sin tener en cuenta mi opinión. Las llamas relucen en sus ojos. Éstos me parecen llenos de malicia.
Vuelvo a la carga:
– Tú no lo has visto, ¿no es así?
– Algunos lo han visto. Parecía dormir. En los huesos, seco, con su fusil colgado en la pared -prosigue en el mismo tono-. Era un buen entendido en magia. No sólo los hombres no se han atrevido a coger su fusil, sino que incluso las bestias no se han atrevido a tocar su cuerpo.
Este cazador había sido ya deificado. La historia y los rumores se mezclaban, había nacido una leyenda popular. La verdad no existe más que en la experiencia e incluso sólo en la experiencia personal, y aun en este caso, una vez que ha sido contada, se convierte en historia. Es imposible demostrar la verdad de los hechos y tampoco es preciso hacerlo. Dejemos a los hábiles dialécticos debatir sobre la verdad de la vida. Lo que importa es la vida en sí misma. Lo que es real es que estoy sentado al amor del fuego, en esta habitación renegrida por el humo del aceite, que veo esas llamas danzando en sus ojos, lo que es cierto soy yo mismo, es la sensación fugitiva que acabo de experimentar, imposible de transmitir al prójimo. Fuera, se ha levantado la niebla, las oscuras montañas se han difuminado, el murmullo del raudo río resuena en ti y eso basta.
3
Ya has llegado al pueblo de Wuyi, a esta larga callejuela empedrada de losas con las roderas de las carretillas profundamente marcadas, y de golpe vuelves a tu infancia, a esa aldehuela de montaña en la que pasaste casi toda tu infancia. Pero ya no ves carretillas empujadas a mano. El tintineo de los timbres de las bicicletas ha reemplazado al crujir de los ejes de azufaifo engrasados con aceite de soja. Aquí, para ir en bicicleta, es preciso tener verdadero talento de equilibrista para colarse, con una gran bolsa colgada del sillín, entre los transeúntes, las palancas, las carretas tiradas a fuerza de brazos, los puestos de las tiendas. Es difícil evitar los juramentos, pero en este guirigay de risas, de gritos de los vendedores ponderando sus productos y de los clientes regateando, parecen llenos de vida. Respiras los olores mezclados de legumbres en conserva, de tripas de cerdo, de cuero recién curtido, de terebinto, de paja de arroz, de cal. Tu mirada se vuelve a ambos lados de la calle, a las tiendas de frutos secos, de soja, de aceite, de arroz, a la farmacia que expende medicamentos chinos y occidentales, a la tienda de telas y sederías, al puesto de calzado, al vendedor de té, al puesto del carnicero, al sastre, al hornillo para hervir el agua, a la alfarería y a las cuerdas, a los bazares de incienso y de moneda funeraria de papel. Todos los tenderetes se tocan uno a otro, sin grandes cambios sin duda desde los tiempos de los Qing. El viejo restaurante «La Prosperidad Auténtica» donde se entrechocan constantemente las perolas de fondo plano llenas de raviolis fritos ha recuperado su letrero que había sido roto, y su banderola que anuncia un restaurante de «primera categoría» ondea al viento. El centro comercial gestionado por el Estado es evidentemente el que tiene más y mejor presencia. El edificio de cemento de dos plantas ha sido remozado y un escaparate ha reemplazado a la antigua fachada, pero el polvo que lo recubre parece no haber sido quitado jamás. Los escaparates de los fotógrafos son también muy llamativos. Están llenos de fotos de chicas en actitudes coquetas o que van trajeadas y maquilladas. Son bellezas locales que parecen menos lejanas para el público que las estrellas de los carteles de cine. Y este lugar ha sido realmente cuna de bellezas más hermosas que el jade, de perfumadas mejillas, con pintadas cejas minuciosamente retocadas por el fotógrafo, con unos rojos demasiado rojos y unos verdes demasiado verdes. Se ofrecen también ampliaciones de fotos en color. Un anuncio indica que pueden tenerse en veinte días, pero se silencia el hecho de que hay que ir a la cabeza de distrito a revelarlas. De no haber sido afortunado, acaso habrías nacido en este pueblo, habrías crecido aquí, habrías creado una familia casándote con una de estas bellezas que ya haría tiempo que te hubiese dado hijos e hijas. Te sonríes ante la idea y te apartas a toda prisa para evitar que la gente se crea que te interesas por alguna de ellas y se llamen a engaño. Dejas vagar tu mente observando las buhardillas que hay por encima de los escaparates. De las ventanas cuelgan unas cortinas y sus antepechos están adornados con tiestos de flores o bonsáis. No puedes dejar de preguntarte cómo vive la gente que habita aquí. Hay una alta torre cerrada con candado. Sus pilares inclinados, sus remates de cabrios y su barandilla de madera tallada totalmente podridos hablan bien a las claras del poder que disfrutaban antaño sus moradores: el destino del propietario de esta casa y de sus descendientes deja pensativo. En la tienda de al lado, en cambio, se venden pantalones vaqueros y camisetas estilo Hong Kong, así como medias de nailon. Unos anuncios publicitarios que muestran a unas mujeres extranjeras enseñando las piernas están pegados en la pared. Sobre la puerta hay colgado un rótulo en caracteres dorados: Nueva sociedad de explotación tecnológica, sin que se sepa muy bien de qué tecnología se trata. Un poco más lejos, un escaparate lleno de un montón de cal viva. Es el final de la calle, y el edificio que hay más lejos debe de ser una fábrica de fideos de arroz. Un espacio vacío se halla plantado de postes entre los que hay tendidos unos alambres de los que cuelgan los fideos. Vuelves la cabeza y te introduces por una calleja que arranca al lado del puesto del vendedor de té. Te pierdes de nuevo en tus recuerdos.