Tú dices que esta joven campesina fue prometida a un hombre, pero cuando el enviado de su futura suegra vino a buscarla, ella había desaparecido. Se fue con su enamorado, un joven chaval del campo.
¿Llevaba también las linternas-dragones?, pregunta ella.
La pandilla de jóvenes que venían al pueblo para el combate de las linternas-dragones era de la aldea de Gulai. La familia de este chaval vivía en Wangnian, a cincuenta lis de aquí y eso sucedió bastante tiempo antes. Era un excelente joven pero sin dinero ni poder. Su familia no poseía más que algunas hectáreas de tierra y menos aún de arrozal. Allí, si trabajaban duro, no corrían el peligro de morirse de hambre. A condición, claro está, de que no se produjera ninguna catástrofe natural ni tampoco estallara una guerra que redujese la aldea poco menos que a la nada, cosa que ya había sucedido. Y este joven, el enamorado de la muchacha, no poseía bienes suficientes para desposar a una chica tan inteligente y hermosa. Una prometida semejante vale un precio perfectamente establecido: un par de brazaletes de plata a modo de anticipo, dieciséis cajas de pasteles como regalo de pedida, dos arcas y dos armarios de ropa dorados como dote, todo a cargo del adquiriente de la prometida. El hombre que la compró vivía en una callejuela situada detrás del actual estudio de fotografía. La casa ha cambiado de propietario desde hace mucho tiempo. En aquel entonces, la esposa de su ocupante no trajo al mundo más que hembras. Y como deseaba tener un hijo varón, se decidió a tomar una concubina. Por su parte, la madre de la muchacha, una viuda de lo más sensata, pensaba que era preferible, para ésta, convertirse en la concubina de una rica familia que acabar con un pelagatos obligado a cultivar la tierra toda su santa vida. El desposorio fue arreglado gracias a un casamentero. Se decidió prescindir del palanquín, y estaban ya confeccionados los vestidos y las prendas interiores, pero el día fijado para venir a buscar a la prometida la muchacha huyó por la noche. Cargada simplemente con un hatillo en el que llevaba unas pocas ropas, fue a llamar en plena noche a la ventana de su amigo, le hizo salir y, encendida de pasión, se entregó a él allí mismo. Luego, secándose las lágrimas, ambos se juraron fidelidad eterna y decidieron escapar a las montañas y subsistir trabajando allí la tierra. Pero al llegar al embarcadero, mientras contemplaba las aguas espumeantes del río, al joven le entraron dudas, diciendo que tenía que volver a su casa a coger un hacha y otros útiles de trabajo. Y sus padres le sorprendieron mientras robaba algunas cosas para poder sobrevivir. El padre golpeó a este hijo indigno con una estaca, y la madre tenía el corazón roto, pero no fue capaz de decidirse a dejarle marchar. El padre siguió golpeándole y la madre estuvo llorando hasta el amanecer. Unas personas que habían tomado la barcaza a primera hora del día manifestaron haber visto a una mujer con un hatillo a cuestas, antes de que se levantara una densa niebla. Cuanto más avanzaba el día, más densa se volvía ésta, flotando en cendales por encinta del río. Incluso el sol se había vuelto como un ascua de color rojo oscuro. El barquero redoblaba la vigilancia: si chocar con otra embarcación no era cosa grave, ser golpeado por una armadía que transportara madera sería una auténtica catástrofe. En la orilla había concentrada una multitud que se dirigía al mercado, tal como venía haciéndolo desde hace por lo menos tres mil años. Alguien de entre ellos debió seguramente de oír algún grito taladrando la niebla y desvaneciéndose a lo lejos. Luego el ruido de un cuerpo que cae al agua. Pero todos se pusieron a parlotear de nuevo y ya ningún ruido resultó perceptible. Era aquel un embarcadero muy animado, pues en caso contrario Yu el Grande no habría cruzado el río por este lugar. La barca iba cargada de madera, carbón vegetal, mijo, batatas, setas aromáticas, flores de lis secas, orejas de Judas, té, huevos, hombres y cerdos, el bichero de bambú se curvaba bajo el peso, el nivel del agua alcanzaba la borda del barco, y, por encima de la superficie blancuzca del agua, no se distinguía más que la sombra gris de la roca del Acantilado de los Fantasmas. Las comadres del lugar pudieron decir que aquella mañana, muy temprano, habían oído el grito del cuervo, señal de mal augurio. Un cuervo evolucionaba en el cielo graznando. Sin duda había sentido el olor a muerte. Justo antes de desaparecer, el hombre exhala cierto olor, pero es como la mala suerte, que no la ves venir, es simplemente una cuestión de sensación.
¿Es que traigo yo mala suerte?, pregunta ella.
Simplemente, sientes rencor hacia ti misma. Tienes tendencia a hacerte daño a ti misma.
La pinchas expresamente.
En absoluto, ¡la vida está llena de sufrimientos!, la oyes exclamar.
10
En el musgo de los troncos de los árboles, en las ramas de encima de mi cabeza, en los líquenes que penden cual largos mechones de cabello, en el mismo aire, el agua chorrea por todas partes, sin que se sepa de dónde procede. Unos goterones, brillantes y resplandecientes, caen sobre mi rostro, uno tras otro, y corren por mi cuello, helados. A cada paso, piso el espeso musgo aterciopelado y mullido que se ha acumulado, capa tras capa. Éste vive parasitariamente en los troncos de los árboles gigantescos que descansan en el suelo, muriendo y renovándose sin cesar. Mis zapatos empapados de agua se hunden en él a cada paso produciendo un ruido de succión. Mi gorra, mi pelo, mi anorak, mis pantalones están empapados, mi ropa interior está también embebida de sudor y se pega a mi piel. No siento calor más que en mi bajo vientre.
Él se para delante de mí sin volver la cabeza. Detrás de su nuca, la antena formada de tres varillas metálicas sigue vibrando. Cuando llego a su altura, después de haber salvado los troncos de árbol que yacen en el suelo, vuelve a ponerse en camino antes incluso de que haya tenido yo tiempo de recuperar el aliento. Más bien bajo, el hombre es de una delgadez que le hace asemejarse a un ágil simio; teme fatigarse tomando las curvas del camino, y sin dudarlo se lanza derecho pendiente arriba. Tras salir de madrugada del campamento, hemos andado dos horas seguidas, sin que me dirija la palabra. He pensado que tal vez utiliza esta táctica para desembarazarse de mí, para que me bata en retirada. Me esfuerzo en seguirle, pero la distancia que nos separa es cada vez mayor. Entonces él se detiene por momentos para esperarme y aprovecha el tiempo en que yo recupero el aliento para desplegar su antena, ponerse los auriculares y buscar las señales, y acto seguido garabatea algo en su cuaderno de notas.
En un claro del bosque hay instalados unos instrumentos de meteorología. Él los observa, toma algunos apuntes y me anuncia que el grado de humedad ha alcanzado ya la saturación. Es la primera palabra que me dirige, cosa que me tomo como una muestra de amistad. Inmediatamente después de habernos puesto de nuevo en camino, me hace señal de que le siga a un bosquecillo de bambués-flechas secos, donde ha sido construida con unas estacas una gran jaula de la altura de un hombre. La puerta está abierta. El resorte del interior está destensado. Los pandas son atraídos a la jaula, y acto seguido neutralizados con una bala de narcótico. Se les coloca un collar emisor antes de volver a soltarlos en el bosque. Él me señala la cámara fotográfica que llevo colgada del pecho. Se la alargo y me saca una foto delante de la jaula. No en su interior, por suerte.
Penetramos en una sombría floresta de tilos y de arces. El piar incesante de los pájaros en los bosquecillos de catalpas hacen desvanecerse todo sentimiento de soledad. A la altitud de 2,700-2.800, comienza la zona de los bosques de coníferas, cada vez menos tupidos. Se alzan allí unos inmensos tsugas de un negro metálico, con sus gruesas ramas extendidas a modo de sombrilla. Los abetos pardo grisáceos los sobrepasan en treinta o cuarenta metros, algunos incluso en cincuenta o sesenta. Su puntiaguda cumbrera donde nacen jóvenes agujas de un gris vesdusco les confiere un plus de elegancia. En el bosque, la maleza ha desaparecido, la mirada alcanza lejos. Entre los grandes troncos de los abetos, algunas azaleas de montaña de más de cuatro metros de alto están cubiertas de lozanísimas flores rojas. Los tallos que penden se diría que no pueden soportar ya tanta lujuriante belleza. Siembran sus enormes pétalos al pie del árbol, exponiendo serenamente el esplendor infinito de su color. Esta maravilla de la naturaleza en estado bruto hace nacer sin embargo en mí una pena indefinible. Pero esta pena sólo tiene que ver, evidentemente, con mi persona, y nada con la naturaleza misma.