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Dice que eres tú quien has declarado que el amor no era más que una ilusión de la que uno se sirve para engañarse a sí mismo. Tú nunca has creído que pueda existir un amor verdadero, ya sea el hombre que posee a la mujer, ya sea al contrario. Y a continuación hay que inventar toda suerte de bonitos cuentos para niños, para que los espíritus débiles puedan encontrar refugio en ellos. Son tus propias palabras, lo dijiste y luego lo has olvidado, puedes negar todo lo que has dicho, pero la sombra que has dejado en su corazón es imposible de borrar. ¡Ella grita que ya no puede seguirte! Delante de esta ensenada en calma, estas aguas profundas y sombrías, ella ya no puede avanzar más contigo hacia ese abismo; ¡si haces un solo gesto hacia ella, te agarrará y ya no te soltará, te arrastrará a reunirte junto con ella con el rey de los infiernos!

Dice también que no se enganchará a ti, debes dejarle una salida, no te comprometerá, no será para ti una carga que tengas que arrastrar y así te sentirás más ligero para alcanzar la Montaña del Alma, o el infierno. No tienes necesidad de quitártela de encima, ella se irá por sí sola, lejos de ti, no te verá más, no pensará más en ti, y tú tampoco deberás pensar más en ella, no tendrás ninguna necesidad de inquietarte por ella, pues se habrá ido por sí sola, no habrás cometido ninguna falta, no tendrás ningún motivo de arrepentimiento, ninguna responsabilidad, como si no la hubieras conocido, tampoco tendrás mala conciencia. Ves, no dices nada porque ella ha puesto el dedo en la llaga, ha desvelado tu pensamiento, no te atreves a confesarlo, es ella quien lo ha dicho todo.

Dice que va a volver, a volver a su lado, a volver a la pequeña habitación, volver a la sala de operaciones, volver con su familia, volver a retomar la relación con su madrastra. Ella siempre ha vivido mediocremente, va a reencontrarse con la mediocridad, será como las gentes mediocres, se casará con un hombre mediocre como es él, ella no desea más que un nido de amor mediocre, de todas formas, no dará un paso más contigo, ¡no puede descender a los infiernos con un demonio como tú!

Dice que tiene miedo de ti, que tú la atormentas, por supuesto que ella también te ha atormentado a ti, ahora no quiere ya decir nada, no quiere saber nada más, ahora lo sabe todo, sabe ya demasiadas cosas, o bien él preferiría que ella no supiera nada, quiera olvidarlo todo, incluso lo que ella no consigue olvidar es preciso que lo olvide, un día u otro lo olvidará, la última palabra que tenga para ti será para darte las gracias, darte las gracias por el final del camino que has hecho con ella, darte las gracias porque la has salvado de la soledad. Sin embargo, se siente todavía más sola, y continuar así, eso ya no podrá soportarlo.

Ha terminado por darse la vuelta e irse, tú no las has mirado expresamente. Sabes que ella espera que vuelvas la cabeza, bastaría con que le dirigieras una mirada para que ella no se fuese, se aferraría a esa mirada hasta que se le saltasen las lágrimas. Tú podrías flaquear y suplicarle que se quedara y entonces habría palabras de consuelo y besos, ella se aventuraría a fundirse en tus brazos, los ojos arrasados en lágrimas, pronunciando palabras embrolladas de amor, de entusiasmo y de tristeza, con sus brazos endebles como brotes de sauce, se acaramelaría contra ti y te incitaría a reanudar vuestro camino juntos.

Tú estás decidido a no mirarla y continúas a lo largo del dique escarpado del río. Al llegar a un recodo, no te aguantas más y te vuelves, pero ella ha desaparecido. De repente sientes un gran vacío en tu corazón, una sensación de carencia pero también de liberación.

Te sientas sobre un pedrusco, como si esperaras que ella vuelva, pero sabes perfectamente que se ha ido para siempre.

Eres tú quien es cruel, no ella, quieres a toda costa rememorar sus imprecaciones y su maldad para borrarla definitivamente de tu corazón, para que ella no te deje la menor añoranza.

La conociste por una casualidad, en ese pueblo de Wuyi, tú estabas solo, ella se sentía apenada.

Nunca has comprendido si ella decía la verdad o mentiras, ¿o bien verdades a medias? Sus invenciones y las tuyas se mezclaban inextricablemente.

Ella no sabía nada de ti. Fue únicamente porque ella era mujer, y porque tú eras hombre, porque bajo la vaga luz de esta lámpara solitaria, a causa de esta habitación oscura debajo de las cubiertas de la techumbre, a causa del olor de la paja, porque era esa noche, como en un sueño, en un lugar desconocido, a causa del frío precoz de una noche de otoño, ella despertó en ti tus recuerdos, tus ilusiones, sus ilusiones y tu deseo.

Y tú, con respecto a ella, actuaste del mismo modo.

Es cierto, la sedujiste, pero también ella te sedujo a ti. Entre las astucias de las mujeres y la lujuria de los hombres, ¿qué sentido tiene tratar de discernir a quién le cabe una mayor responsabilidad?

¿Y adonde ir a buscar esa Montaña del Alma ahora? Tal vez no es más que una simple roca adonde van las mujeres a implorar un hijo varón. ¿Era ella una dama de la camelia? ¿O bien era esa muchacha que se había dejado arrastrar por unos muchachos a ir a darse un baño por la noche? En cualquier caso, no era tan joven y tú tampoco eres lo que se dice un jovenzuelo, te acuerdas tan sólo de las relaciones que has tenido con ella y, en este instante, descubres que no podrías describir su rostro, no podrías reconocer su voz, como si fuera una experiencia ya vivida o acaso todo lo más una ilusión; por otra parte, ¿dónde se sitúa el límite entre recuerdo e ilusión? ¿Y cómo fijar un límite? ¿Cuál de los dos es más claro y cómo juzgarlo?

¿No han despertado en ti numerosos sueños lejanos al encontrarte por casualidad con esta mujer en un pequeño pueblo, en una pequeña estación de autobuses, en un embarcadero, en la calle, al borde de la carretera? ¿Y cómo dar con su rastro ahora?

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En la margen escarpada del río, el sol del atardecer lanza sus oblicuos rayos delante del templo del Emperador Blanco. Al pie de la abrupta peña, las aguas se arremolinan en medio de un estruendo que se oye de lejos. Delante de mí se alza el acantilado de la puerta de Kui, como cortado de un tajo. Si uno mira hacia abajo apoyándose en la barandilla de hierro, distingue una línea de separación entre el agua cristalina y centelleante del río y el agua impetuosa y fangosa del Yangtsé.

En la orilla opuesta, una mujer que lleva una sombrilla de color violeta pasa por la falda de la montaña entre las hierbas y los arbustos, por un camino invisible que asciende hasta la cima de la roca cortada a pico. Avanza y luego desaparece. En la cima vive sin duda gente.

Los dorados rayos del sol se ocultan tras la montaña y enseguida las dos orillas del desfiladero se oscurecen. Los fanales rojos que sirven de balizas a los barcos, colgados a ras del agua, se encienden uno tras otro. Una embarcación de tres cubiertas llega río arriba, repleta de viajeros de pie que contemplan el paisaje. El grave bramido de la sirena resuena largamente en la garganta.

Se dice que el campamento en forma de ocho trigramas que Zhuge Liang * hiciera instalar en medio del agua se encontraba en la intersección del gran río y del pequeño río, pasada la puerta de Kui. Yo he cruzado en varias ocasiones esta puerta en barca y todo el mundo en la cubierta señalaba algo con el dedo, aparentando verlo, pero yo no he podido distinguirlo nunca, incluso hoy mismo, desde la ciudad antigua del Emperador Blanco situada a riberas del río. Liu Bei * le habría confiado en este lugar a su hijo único, futuro emperador, pero ¿quién puede saber si las historias que se cuentan en las novelas históricas son reales?

En el templo del Emperador Blanco, sobre los pedestales de piedra, las estatuas de santos han sido reemplazadas por nuevas esculturas de arcilla coloreada, inspiradas en dramas históricos, cuya plástica da la impresión de una escena teatral; este templo no se asemeja ya a nada.

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