– ¿Cómo es posible que luego usted se casara?
– Fue ella la primera en cambiar -dice-. Un día que fui a verla a la cárcel, ella tenía la cara un poco hinchada y se mostró muy fría conmigo. Asombrada, la acosé a preguntas. Al término de la visita, que no duraba más que veinte minutos, me dijo que me casara y que no volviera nunca más. A mis preguntas, terminó por confesar que había alguien en su vida. ¿Quién?, le pregunté yo. ¡Un criminal!, me contestó ella. A continuación no la volví a ver más. Le escribí todavía numerosas cartas, pero éstas quedaron sin respuesta. Acabé por casarme.
Tengo ganas de decirle que fue ella la causante de su desgracia, que el odio de la madre de su amiga estaba más que justificado. De no ser por ella, esta muchacha habría podido conocer un amor normal, casarse, tener hijos y no verse abocada a esta situación.
– ¿Tiene usted hijos? -le he preguntado.
– No he querido tener, por propia voluntad.
Es una mujer verdaderamente malvada.
– Al cabo de un año de matrimonio, nos separamos. Y tras un año de disputas, nos divorciamos. Desde entonces vivo sola, detesto a los hombres.
– ¿Cómo murió ella?
Cambio de conversación.
– He oído decir que quiso escaparse de la cárcel. Fue abatida por un guardián.
No quiero oír nada más.
Tengo ganas de que ella concluya su historia.
– ¿Y si recalentara un poco esta sopa?
Me mira, inquieta.
– No vale la pena.
Ha venido a buscarme con el solo fin de desahogarse. Su comida me ha dado náuseas.
También me explica que, a costa de mil dificultades, llegó a dar con el paradero de una antigua detenida compañera de cárcel de la muchacha que le informó de que ésta había intercambiado unos mensajes con un condenado y perdió así su derecho a las visitas y al paseo. También había tratado de escapar. Asimismo le contaron que en aquella época empezaba a estar mal de la cabeza, se pasaba el tiempo riendo o llorando totalmente sola. Más tarde, consiguió localizar a ese condenado. Cuando ella llegó a su casa, se encontró allí a una mujer. Ya fuera por indiferencia o bien por temor a los celos de esta mujer, el caso es que él no quiso responder a sus preguntas. Terminó por irse, furiosa.
– ¿Podría escribir usted sobre eso? -me pregunta, cabizbaja.
– Ya veré.
Quiere acompañarme en bici, pero yo me niego. En la carretera, sopla del mar una fresca brisa, como si fuera a llover. Una vez de vuelta a mi habitación, en casa de la gente que me ha hospedado, durante toda la noche, echo la primera papilla. Esos mariscos no debían de estar muy frescos, la verdad.
74
Me han contado que, durante la noche, se oían extraños tañidos de campana y redobles de tambor, procedentes de la montaña, allí donde bordea el mar. Eran monjes y monjas taoístas que estaban entregados a sus ceremonias secretas. El y ella me han explicado que se los encontraron por casualidad y que los vieron con sus propios ojos. Hablaron de ello a la gente de su entorno. Pero, si uno subía en pleno día a la montaña, era imposible dar con ese templo taoísta.
Si no les fallaba la memoria, debía de estar pegado al acantilado, al borde del mar. Según él, estaba cerca de la cima. No, según ella, se encontraba en la ladera de la montaña y un camino tallado en la pared escarpada conducía hasta allí.
Y decían ambos que era un templo muy bonito, erigido en una anfractuosidad, accesible únicamente por ese pequeño sendero. Permanecía de día totalmente invisible, tanto para los pescadores desde el mar como para los que recogían hierbas medicinales que recorrían las montañas. Habían ido allí al oscurecer guiándose por la música, a tientas en medio de la noche. De repente la luz de una antorcha aclaró la oscuridad, la puerta del templo se abrió y fueron tragados por el humo del incienso.
Él había visto un centenar de hombres y mujeres, con el rostro maquillado, ataviados con rúnicas taoístas, con un sable y una antorcha en cada mano, los ojos entornados, que cantaban y danzaban. Lanzaban gritos y lloraban. Hombres y mujeres se entremezclaban sin el menor signo de incomodidad, en un estado de locura histérica, pataleando, con el rostro vuelto hacia el cielo.
Ella ha dicho que no vio a tanta gente, pues en realidad no había hombres, eran todas mujeres, jóvenes y viejas, e iban magníficamente maquilladas. Llevaban las mejillas cubiertas de un afeite de un vivo color rojo, los labios pintados de un color rojo sangre, las cejas realzadas con un trazo de carbón vegetal y los cabellos recogidos sobre la cabeza en un moño que sujetaba una cinta roja prendida con una serie de flores de jazmín. Lucían pendientes en las orejas. ¿Y no los llevaban también en las ventanillas de la nariz? Ya no se acordaba. También cantaban y danzaban agitando sus mangas, mientras lanzaban grandes gritos en un ambiente sobreexcitado.
Tú le preguntas si no lo habrá soñado. Ella dice que estaba con una amiga. Habían ido a hacer una caminata por la montaña, pero que, en un cruce de caminos, les sorprendió la caída de la noche impidiéndoles volver a bajar. Oyeron unos sonidos y se dirigieron en esa dirección, yendo así a parar por pura casualidad a ese templo. Como nada era tabú allí, la puerta estaba abierta.
A él le había pasado otro tanto, pero estaba solo. Tenía la costumbre de andar de noche por la montaña, sin sentir ningún miedo. Sólo le temía a la maldad de los hombres; esos sacerdotes taoístas se entregaban a sus ceremonias, no hacían ningún daño a nadie.
Ambos decían que les habían visto con sus propios ojos, que no se lo habrían creído de haberlo oído sólo contar. Tenían un nivel de estudios superiores, estaban sanos de mente y no creían en los fantasmas. ¿Cómo saber si se trataba de una simple alucinación?
No se conocían entre sí, te hablaron por separado del mismo acantilado que bordeaba el mar. Tú les veías por vez primera, pero te parecía estar con viejos conocidos, pues enseguida te demostraron confianza, nada de discusiones con ellos, ningún recelo, ni reserva, ni envidia, ningunas ganas de engañar a nadie. No era su intención embaucarte, pues, al fin y al cabo, habían tratado en vano de encontrarle una explicación, puesto que ellos mismos vivieron realmente este acontecimiento, y tenían necesidad de confiarse a alguien.
Han dicho que puesto que estabas aquí, y ya que a todo lo largo de tu camino has ido en busca de hechos prodigiosos, deberías ir a darte una vuelta por allí. A ellos les hubiera gustado acompañarte, pero temían no encontrar nada yendo con este solo propósito. Este tipo de cosas sólo aparecen cuando uno no las busca. Podías creerlo o no, pero ellos vieron con sus propios ojos, a la luz de las velas rojas, esfumarse su cansancio. Estaban dispuestos a jurártelo los dos, si el hecho de jurarlo podía influir en que tú te lo creyeras, podían jurártelo en el acto, pero por más que lo hubieran hecho ellos no podían constatar los hechos por ti. Tú no podías dudar de su sinceridad.
Y has terminado por ir allí. Has subido a la cima de la montaña antes de la puesta del sol. Te has sentado para contemplar la enorme bola de un rojo rutilante cuyo resplandor disminuye poco a poco. Ha descendido hasta al superficie infinita de las olas y acto seguido se ha hundido en el mar gris azulado. Sus rayos en el agua se asemejaban a unas serpientes marinas. En la superficie no quedaba más que una especie de sombrero que formaba un semicírculo rojo. Tras flotar un momento sobre las oscuras aguas, se ha estremecido ligeramente antes de hundirse. Únicamente ha quedado en el cielo la bruma del anochecer.
Y has emprendido el camino de descenso. Muy deprisa, la oscuridad te ha envuelto. Has recogido una rama para servirte de ella a modo de bastón y has avanzado paso a paso golpeando las piedras de los escalones del sendero. Pronto has penetrado en un barranco oscuro, donde no veías ya ni el mar ni el camino.