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Te veías obligado a andar junto al borde del acantilado por ese sendero invadido por la vegetación. Temías tener un traspié y precipitarte al barranco. Tus piernas flaqueaban, no te fiabas ya más que de tu bastón para encontrar el camino. Ignorabas si el próximo paso que ibas a dar sería seguro y has terminado preguntándote si la oscuridad cada vez más densa no nacía de tu propio corazón. Dejabas incluso de confiar en tu bastón. Has terminado por recordar que tenías un mechero en el bolsillo y, sin preguntarte si podría iluminarte hasta llegar a un camino más practicable, has pensado que por lo menos podría serte de alguna ayuda. En la profunda oscuridad, tu mechero no ha producido más que un pequeño resplandor trémulo terriblemente inquietante. Tenías que protegerlo del viento con tu mano. Más allá, se alzaba una negra pared. Te preguntabas a cada paso si no irías a despeñarte en el vacío. Luego el viento ha apagado la llama, tenías que avanzar paso a paso, como un ciego, golpeando el suelo delante de ti. Este camino era verdaderamente peligroso.

Has terminado por llegar delante de una especie de gruta donde se filtraba una débil luz por la ranura de la puerta. Sin vacilación, la has empujado, pero estaba cerrada. Aplicando tu ojo a la rendija, y a la luz de una lámpara, has visto que había un santuario consagrado a los «Tres Puros» supremos representados por sus estatuas: el Venerable Celeste del Principio Original, el Venerable Celeste de la Virtud del Tao, el Venerable Celeste del Tesoro del Espíritu.

– ¿Qué hace usted ahí?

Te ha interpelado de repente una dura voz. Tú te has sobresaltado, pero te has sentido tranquilizado al oír una voz humana.

Has explicado que eras un paseante, que te habías perdido en la oscuridad, no sabías ya dónde pasar la noche.

Sin decir una palabra, te ha hecho subir una escalera de madera para entrar en una estancia iluminada por una lámpara de aceite. Entonces has visto que llevaba una túnica taoísta, con el faldón del pantalón anudado a los tobillos. En sus rehundidas cuencas brillaba una mirada penetrante. Debía de ser un viejo sabio. Tú no te has atrevido a decirle que venías a espiar los secretos de su templo, no dejabas de excusarte por molestarle, luego le has rogado que te diera hospedaje para pasar la noche, prometiendo volver a irte una vez que despuntara el día.

Refunfuñando, él ha cogido un manojo de llaves que estaba colgado de un tablero de la pared y ha echado mano a la lámpara. Y tú le has seguido como un cordero. Habéis subido por la escalera, él ha abierto la puerta de una habitación, se ha vuelto a ir sin decir palabra.

Tras encender el mechero, has descubierto una cama de madera, nada más. Te has acostado totalmente vestido y te has aovillado, sin atreverte a pensar en nada. Más tarde, has oído, una planta más arriba, resonar un campanilleo muy ligero, acompañado de una salmodia indistinta pronunciada por una voz femenina. Sorprendido, has comenzado a creer en esa ceremonia misteriosa que te habían contado: debía de tener lugar en la planta superior. Aunque tenías ganas de ir a ver, finalmente no te has movido. El son te acunaba y, en la oscuridad, te dominaba la fatiga. Te ha parecido distinguir la silueta de una muchacha sentada con las piernas cruzadas, los cabellos recogidos, tañendo una campana de bronce que resonaba por oleadas sucesivas. Ha habido como una onda de luz, no has podido evitar el creer en la predestinación, en el destino y en el reposo del alma con la oración…

A la mañana siguiente, era ya pleno día cuando te has levantado. Has subido por la escalera hasta el último piso. La puerta estaba abierta y daba a una amplia estancia vacía. Ni altar, ni colgaduras, ni tablillas de los antepasados, ni tampoco inscripciones. Sólo, en medio de la pared, un inmenso espejo frente a la abertura de la gruta, protegida por una simple barandilla de madera. Has ido hasta delante de este espejo, pero no has visto más que el cielo azul. Y te has quedado inmóvil delante de él sin decir palabra.

Durante el descenso, has oído un llanto, y hacia allí te has dirigido. Un niño totalmente desnudo estaba sentado en medio del camino. Sollozaba quedamente con voz cascada. Saltaba a la vista que hacía rato que lloraba. Te has inclinado hacia él:

– ¿Estás solo?

Y al verte él se ha puesto a sollozar aún más fuerte. Lo has levantado cogiéndole por sus flacos bracitos, has sacudido el polvo de sus nalgas.

– ¿Dónde vives?

Cuantas más preguntas le hacías, más redoblaba él su llanto. No había ninguna aldea a la vista.

– ¿Dónde están tus padres?

Decía que no con la cabeza mientras te miraba, el rostro bañado en lágrimas.

– ¿Dónde vives?

Él seguía llorando. Tú has intentado amenazarle:

– ¡Si sigues llorando, no me ocuparé más de ti!

Esto ha sido más eficaz, se ha parado al punto.

– ¿De dónde vienes?

No ha respondido nada.

– ¿Estás solo?

Continuaba mirándote estúpidamente. Tú te has enojado un poco:

– ¿Es que no tienes lengua?

Se ha puesto a llorar de nuevo. Le has hecho parar:

– ¡No llores!

Él ha abierto la boca como para llorar, pero ya no se atrevía.

– ¡Si vuelves a empezar, te daré una azotaina!

Él se ha contenido como ha podido y tú le has cogido en brazos.

– ¿Adonde quieres ir, pequeño? ¡Dímelo!

Te ha echado los brazos al cuello, sin ningún reparo.

– ¿Es que no tienes lengua?

Se ha secado el rostro con sus manos terrosas y te ha mirado con expresión de lelo. Tú no sabías ya qué hacer. Tal vez era el hijo de unos campesinos de la vecindad que no debían de ocuparse mucho de él. Era realmente algo sin sentido.

Te lo has llevado contigo durante un trecho del camino, pero no había ninguna casa a la vista. Comenzabas a estar harto y, no pudiendo llevarte hasta el pie de la montaña a este niño mudo, has empezado de nuevo a hablarle.

– Baja y andando, ¿de acuerdo?

Él ha dicho que no con la cabeza, con una expresión digna de lástima.

Has caminado así un poco más, pero seguías sin ver a nadie. Ningún humo que subiera del valle. Te has preguntado si no sería un niño al que hubieran abandonado deliberadamente en ese sendero. Tenías que volver a llevarle allí donde lo habías encontrado, sus padres terminarían por venir a buscarle.

– Baja y andando, pequeño, que me duelen ya los brazos.

Le has acariciado un poco las nalgas. En realidad estaba dormido. Seguramente hacía ya bastante rato que había sido abandonado allí, víctima de la maldad de los adultos. Has maldecido a sus padres en tu persona. ¿Por qué le habían traído al mundo, si no eran capaces de criarlo?

Has examinado su pequeño rostro cubierto de rastros de lágrimas. Dormía profundamente. Tenía puesta tal confianza en ti, que ello quería decir que no debía recibir normalmente mucho afecto. El sol que se filtraba a través de las nubes iluminaba su rostro. Él ha entornado los ojos, se ha vuelto y ha hundido su rostro en tu pecho.

Una ola de calor ha surgido de lo más profundo de tu corazón, no habías sentido una ternura semejante desde hacía mucho tiempo. Descubrías que amabas a los niños, que hubieras tenido que tener alguno. Cuanto más lo mirabas, más encontrabas que se te parecía. ¿No le habrías dado tú vida buscando un momento de placer? ¿No le habías abandonado posteriormente? Y no habías pensado ya nunca más en él, ¡en realidad, era a ti a quien maldecías hacía un momento cuando injuriabas a sus padres!

Tenías un poco de miedo, miedo a que se despertara, miedo a que supiera hablar, miedo a que fuera consciente. Felizmente, era mudo, felizmente, estaba dormido, no era consciente de su desdicha. Tenías que dejarle dormido en el sendero, aprovechar que nadie le hubiese descubierto aún para huir lo más lejos posible.

Le has depositado en el camino. Él se ha movido un poco, se ha aovillado y ha escondido su rostro entre las manos. Seguramente sentía el frío de la tierra, iba sin duda a despertarse. Has salido pitando como un criminal. Te ha parecido oír un llanto detrás de ti, pero no te has atrevido a mirar atrás.

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