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En el norte, es ya pleno otoño. Aquí, la canícula estival no ha aflojado en absoluto. Antes de ponerse tras las montañas, el sol conserva aún toda su fuerza y, cuando pega fuerte, el sudor corre por la espalda. Sales de la estación de autobuses, inspeccionas los alrededores. Enfrente, no hay más que una pequeña posada de una planta, de estilo antiguo, con la fachada de madera. Las tablas crujen cuando uno camina por el piso, pero lo más terrible son las almohadas y las esterillas de un negro grasiento. Para lavarse es menester esperar a la noche para quitarse el pantalón y rociarse con agua con una cubeta en el pequeño patio exiguo y húmedo. Es una parada obligada para todos aquellos que recorren la campiña, comerciantes y artesanos.

Falta aún un rato para que anochezca, tienes tiempo de encontrar un hotel más limpio. Andas errante por las calles, con la mochila a la espalda, pensando descubrir en esta localidad una señal, un letrero, aunque no sea más que un nombre compuesto con los dos caracteres de Lingshan que serían la prueba de que no has errado el camino, que no has hecho este largo trayecto en vano. Por más que miras por todas partes, no das con el menor rastro de él. Entre las personas que se han apeado del autobús al mismo tiempo que tú, ninguna tiene aspecto de turista. Tampoco tú, por supuesto, pero nadie lleva tu misma indumentaria: un par de ligeros pero resistentes zapatos de montaña, una mochila a la espalda. No es éste, por supuesto, el típico sitio turístico famoso al que vienen los recién casados y los jubilados, donde todo está pensado para el turismo, donde por doquier hay aparcados autocares, donde pueden comprarse planos turísticos en todas las esquinas de las calles y donde se exponen en todas las tiendas gorras, vestidos de punto, camisas, tee-shirts, pañuelos con el nombre del lugar, con hoteles donde descienden los extranjeros que pagan en divisas, centros de acogida o de reposo en los que sólo se permite la entrada si se está provisto de una carta de recomendación, sin olvidar los pequeños hoteles privados que se disputan la clientela, que ostentan todos como letrero este nombre sagrado. No has venido a este tipo de lugar para distraerte en grupo por el sendero de una colina donde las gentes se observan, se empujan, se apretujan y arrojan al suelo trozos de corteza de sandía, botellas de agua mineral, latas de conserva, papeles sucios y colillas. También aquí, un día u otro, pasará lo mismo. Crees haber venido antes de que se construyan encantadores pabellones, quioscos, terrazas o pequeñas torres, antes de tener que apretujarte delante de la frase de algún hombre célebre o antes que la cámara fotográfica de algún periodista. En tu fuero interno te alegras por ello, no sin alimentar algunas dudas. En esta calle no hay ni la menor señal para atraer a los turistas, ¿has sido burlado? No te has fiado más que de un itinerario bosquejado en una cajetilla de cigarrillos que llevas escondida en la chaqueta y de esa persona conocida por casualidad en el tren. Nada te prueba que lo que dijera fuese cierto. No has consultado ningún relato de viaje auténtico, y ni siquiera en la gran guía de lugares turísticos recientemente publicada aparece ninguna entrada con tal nombre. Desde luego que se encuentran fácilmente lugares llamados Lingtai, Lingqiu, Lingyan e incluso Lingshan, hojeando el atlas de China por provincias. Tampoco ignoras que en los innumerables libros y textos históricos antiguos, desde el Clásico de los mares y de las montañas, obra de adivinación y de magia antigua, hasta el viejo tratado de geografía titulado Anotaciones al Clásico de los ríos, se menciona el lugar de Lingshan. Buda despertó allí de su sueño al venerable Mahakasyapa. No eres tonto, debes apelar a tu inteligencia, buscar en primer lugar ese pequeño pueblo de nombre Wuyi que está indicado en la cajetilla de cigarrillos y el camino que se adentra hacia Lingshan, la Montaña del Alma.

Vuelves a la estación de autobuses y entras en la sala de espera, el lugar más animado de esta pequeña ciudad de montaña, que está ya completamente vacía a estas horas. Las ventanillas de venta de billetes y de la consigna tienen el cierre metálico echado. Llamas, sin obtener el menor resultado. No te queda más remedio que levantar la cabeza para contar los nombres de las estaciones, a cuál más evocador, alineados encima de la ventanilla: la aldea de los Zhang, el Almacén de Arena, la Fábrica de Cemento, el Viejo Horno, Caballo de Oro, Buen Año, Inundación, la Bahía del Dragón, la Cuenca de las Flores de Melocotonero…, pero ninguno corresponde al lugar que tú buscas. Pese a que se trata de un pueblo pequeño, los destinos y los autobuses son numerosos. En un mismo día, salen hasta cinco o seis autobuses, pero el destino para la Fábrica de Cemento no es ciertamente turístico. La línea menos frecuentada cuenta únicamente con un servicio de autobús diario. Debe de ser éste el lugar más remoto, pero Wuyi se halla efectivamente al final del trayecto. No llama tu atención, parecido al resto de nombres de localidades, sin un «alma» especial. Pero tú, como si finalmente hubieras encontrado el cabo del hilo de una liada madeja que no esperases ya desenredar, aunque no te pones loco de alegría, al menos te quedas más tranquilo. Tendrás que comprar tu billete una hora antes de la salida del autobús. La experiencia te dice que, en estas líneas de montaña de un solo servicio diario, hay que pegarse para subir al autobús, y que, si no te preparas con antelación, tendrás que hacer cola muy temprano.

En este momento, tienes tiempo por delante, pero la mochila de viaje comienza a pesar sobre tus hombros. Callejeas y los camiones cargados de madera pasan casi rozándote, con los cláxones aullando. Observas que, en la angosta carretera que atraviesa el pueblo, los camiones, de todos los tamaños, no paran de hacer sonar sus bocinas. En los autobuses, los cobradores mantienen el brazo sacado por la ventanilla y golpean sin cesar en la carrocería, aumentando el guirigay reinante en la calle. Y ésta es la única manera de que los peatones terminen por hacerse a un lado.

Las viejas casas situadas a ambos lados de la calle tienen todas fachadas de madera. En la planta baja se practica el comercio y en la de arriba se pone a secar la ropa: desde pañales de bebé a sujetadores, pasando por calzoncillos apedazados y sábanas floreadas, ondean en medio del polvo y del ruido de los coches, como otras tantas banderas de todos los países del mundo. Al borde de la carretera, de los postes de cemento, a la altura de los ojos, cuelgan anuncios publicitarios de todo tipo. Uno de ellos, que pondera las excelencias de un producto contra los malos olores de las axilas, llama particularmente tu atención. No es que tú sufras de este problema, pero te sientes atraído por la originalidad de su escritura. Tras el término «bromidrosis» figura una explicación entre corchetes:

[La bromidrosis (también llamada Olor de los Inmortales) es una desagradable enfermedad que produce un olor nauseabundo. Debido a ella, son numerosos quienes han tenido que aplazar su boda o que han tenido dificultades a la hora de hacer amigos. A menudo, chicos y chicas, ante la dificultad de encontrar trabajo o ingresar en el ejército, han sufrido terriblemente por su culpa sin llegar a superar sus problemas. Ahora, gracias a un nuevo procedimiento sintético, es posible erradicar totalmente el mal olor. Su eficacia es del 97,5 %. Para alcanzar el placer en la vida y su felicidad finura, venga a tratarse con nuestro producto…]

Luego llegas a un puente de piedra. Ningún mal olor. Una fresca brisa sopla suavemente, refrescante y agradable. El puente de piedra une un ancho río. Aunque la calle está asfaltada, se distinguen aún vagamente unos leones esculpidos en las columnas acanaladas. Debe de ser seguramente muy antiguo. Apoyado en el pretil de piedra reforzada con hormigón, contemplas las dos partes de este pueblo unidas por el puente. De cada lado, innumerables tejados de tejas negras dispuestos en apretadas hileras se extienden hasta donde se pierde la vista. Entre las montañas se abre un valle con campos de arroz amarillo dorado moteados de cañaverales de verdes bambúes. El agua del río de un azul puro fluye tranquilamente entre los arenales de su lecho y, seguidamente, una vez llegada hasta los pilares del puente de piedra tallada que lo divide, se vuelve más profunda, tirando a verde oscuro. Una vez pasado el arco del puente, produce un fragor, y se forma una espuma blanca por encima de sus violentos remolinos. El agua ha dejado su marca en diferentes niveles del dique de piedra de más de diez metros de alto. El más reciente, de un amarillo grisáceo, data de la última inundación del verano. ¿Es el río You? ¿Tiene su nacimiento en Lingshan?

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