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Has andado así errante, de una ciudad a otra, de una cabeza de distrito a una cabeza de cantón, de una capital de provincia a otra, de otra cabeza de cantón a otra cabeza de distrito, y así sucesiva, interminablemente. Un buen día, por azar, descubriste de repente una vieja casa con la puerta abierta de par en par, en una callejuela claramente olvidada por la planificación urbana, o que la planificación urbana no tuvo en cuenta, o bien que el plan no tiene intención de tomar en cuenta, o incluso que es imposible incluir en el plan. Te detuviste en el umbral y contemplaste el patio interior donde se estaba secando la ropa en unos tallos de bambú. Tuviste la impresión de que te hubiera bastado con entrar para retornar a tu infancia y volver a dar vida a tus vagos recuerdos.

Te has dado cuenta de que los lugares por los que has pasado te permitían también reencontrar efectivamente las huellas de tu infancia: el estanque cubierto de lentejas de agua, las posadas del pequeño pueblo, las ventanas del edificio que daba a la calle, el puente de arcos de piedra y las embarcaciones planas pasando por debajo, los escalones que conducían a la puerta trasera de las casas al borde del río, un pozo seco abandonado; todo se mezcla con tus recuerdos de infancia y provoca en ti una nostalgia irreprimible, aun cuando no se trate en absoluto de un lugar donde tú hayas vivido. Estas viejas casas de tejas verdes de la orilla del mar, por ejemplo, y estas mesitas cuadradas instaladas delante de las viviendas para tomar té y aprovechar el fresco, reaniman en ti la nostalgia del terruño. Por ejemplo, también esta tumba del poeta de los Tang, Lu Guiroeng, tal vez un simple túmulo que guarda sus pertenencias personales, situado en un patio, detrás de una vieja escuela cubierta de hiedra y de cáñamo silvestre, del que nunca habías oído hablar. Al lado, se extendían arrozales y crecía un viejo árbol. El sol oblicuo de la tarde acrecentaba tu melancolía. Menos necesario aún es hablar de esos patios con una torre de las regiones de la etnia yi, cerrados, desiertos y solitarios, que ni tan siquiera en sueños habías visto jamás, de esas construcciones de madera sobre pilotes de las aldehuelas miao divisadas de lejos en la ladera de una montaña que te recordaban también alguna cosa. No puedes dejar de preguntarte si no has tenido una vida anterior de la que conservarías algunos retazos, a menos que no sea el resultado de una vida futura. Estos recuerdos son tal vez igual que el aguardiente, siguen también un proceso de destilación y te embriagan con su aroma.

¿Qué son en definitiva los recuerdos de infancia? ¿Cómo se puede probar su existencia? Es preferible guardarlos en uno mismo, ¿para qué contrastarlos?

Te das cuenta de repente de que la juventud, cuyo rastro andas buscando en vano, no se ha desarrollado forzosamente en un lugar determinado. ¿No ocurre lo mismo con lo que llamamos la tierra natal? Los humos azulados que flotan por encima de los tejados de teja de los pequeños pueblos, el crepitar del fuego que canta en los hornos de leña, los pequeños insectos casi transparentes, amarillos, de largas patas finas, los hogares en las casas de los montañeses y las colmenas de madera que cuelgan en la pared, cerradas con tierra, provocan en ti la nostalgia del terruño. He aquí la tierra natal que ves en sueños.

Por más que vivas en la ciudad, que hayas crecido en la ciudad, que hayas pasado casi toda tu vida en ella, sigues sin poder considerar las ciudades como tu tierra natal. Tal vez porque son demasiado gigantescas, todo lo más un rincón, una habitación, un instante pueden despertar en ti un recuerdo. Y es tan sólo en estos recuerdos donde puedes protegerte sin sufrir heridas. A fin de cuentas, en este mundo inmenso, no eres más que una gota de agua en el mar, débil y minúscula.

Debes saber que lo que buscas en este mundo es raro, tu avidez es exagerada. Todo cuanto puedes obtener en definitiva son vagos recuerdos, indistintos como tus sueños, nunca recuerdos que puedan valerse de las palabras. Cuando quieres contarlos, no quedan más que frases bien ordenadas, algunos fragmentos pasados por la criba de las estructuras del lenguaje.

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Llego a una ciudad ruidosa, inundada de luz. Las calles están de nuevo repletas de gente, la circulación incesante de coches, el parpadear de los semáforos tricolores, las miríadas de bicicletas desfilando como un torrente que ha roto sus compuertas, y están las camisetas, los letreros de neón, los anuncios publicitarios que exhiben bellas mujeres.

Quería encontrar un hotel correcto cerca de la estación, tomar una ducha caliente, comer decentemente, recuperarme un poco y dormir un buen rato para disipar más de diez días de cansancio. Pero tras haber recorrido varías calles, he tenido que rendirme a la evidencia: todas las habitaciones individuales estaban ocupadas, era como para creer que todo el mundo se había enriquecido después de haber hecho un buen negocio. Dado que he decidido gastar algo de dinero esta noche y no dormir de nuevo en un dormitorio común impregnado de olores a sudor o en una cama añadida en un pasillo, de donde sería echado al amanecer, prefiero seguir velando en el vestíbulo de un hotel y aguardar a que algún cliente que tome un tren nocturno deje libre su habitación. En medio de mi aburrimiento, me acuerdo de repente que llevo encima el número de teléfono del amigo de uno de mis viejos amigos de Pekín. Me había dicho que no dejara de ir a verle si pasaba por esta ciudad. Lo intento por si acaso. Alguien descuelga. En un tono poco cortés, una voz me dice que espere. En el auricular, oigo ruidos extraños, me mantengo a la espera pacientemente un buen rato: han debido de colgar. Siempre temo telefonear. En primer lugar, no tengo teléfono propio, y luego sé que la gente de un cierto rango que tienen teléfono no dudan en hacer decir que no se encuentran en casa y en colgar abiertamente cuando no desean hablar con desconocidos. La mayoría de mis amigos no tienen teléfono propio, pero el amigo de este amigo tal vez sea un mando. No tengo ningún prejuicio contra los mandos, no soy todavía misántropo hasta tal punto, pero considero que el teléfono es un instrumento que no permite transmitir los sentimientos y que no conviene utilizar más que en último extremo. El auricular sigue haciendo ruiditos. Si cuelgo, tendré que esperar en el vestíbulo de este hotel, por lo que es mejor seguir a la escucha, eso al menos me distrae.

Finalmente, una voz poco amable me responde. Me hace repetir mi nombre y al punto me pregunta vociferando dónde estoy: ¡quiere venir a buscarme de inmediato! Es efectivamente el amigo de mi amigo, que no me ha visto nunca, pero que se comporta como si fuéramos viejos conocidos. Abandono la idea de quedarme en el hotel, cojo mi mochila y me voy, después de haberle preguntado qué autobús lleva a su casa.

En el momento de llamar a su puerta, dudo un poco. El amo de casa abre y me libera de mis cosas. No me estrecha la mano como exigiría la cortesía, sino que me coge por los hombros para hacerme entrar.

La casa es confortable, con dos habitaciones que dan a un recibidor; está amueblada con gusto: sillones de bejuco, mesa de té cubierta por una superficie de cristal, figurillas antiguas, un armario de estilo occidental. En las paredes cuelgan platos de porcelana decorados, el suelo reluce de un ocre tan brillante que uno no se atreve a poner el pie encima. Contemplo primero mis zapatos sucios, luego me veo en el espejo, con el pelo desgreñado, el rostro mugriento. No he pasado por la peluquería desde hace varios meses, a duras penas si me reconozco a mí mismo. Me siento lleno de vergüenza:

– Llego de las montañas, parezco un verdadero salvaje.

– Nunca hubiéramos tenido la oportunidad de verle de no ser por esta ocasión -dice el amo de casa.

Su esposa me estrecha la mano, luego se apresura a preparar té. Su hija pequeña de diez años apenas me saluda, apostada contra la puerta, y ríe mirándome de hito en hito.

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