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En el distrito, he oído decir que la reserva natural de esta ensenada está muy bien vigilada. Pienso que es gracias a la actitud desinteresada de su guarda. Según dice, mantiene buenas relaciones con los campesinos. Cada primavera, un anciano le trae un saquito de raíces de plantas secas.

– Si las masticas cuando vas a la montaña, las serpientes te evitarán. Las serpientes qi son aquí verdaderamente peligrosas.

Y diciendo esto, se levanta y se va a buscar en su habitación una bolsita de papel llena de hierbas, de la que extrae una raíz de color pardo. Yo le pregunto el nombre de la planta, pero él lo desconoce, nunca se le ha ocurrido preguntarlo. Es un remedio secreto transmitido por los antepasados. Los montañeses tienen sus propias costumbres.

En su opinión, llegar hasta la cima Jinding me llevará tres días entre ir y volver. Debería llevar arroz, aceite, sal, huevos y unas pocas verduras hechas al queso de soja. Para pasar la noche en la montaña, tendré que guarecerme en una cueva donde unos científicos, llegados algún tiempo antes, dejaron unas mantas. Éstas me protegerán del frío, pues en la montaña sopla el viento y puede hacer mucho fresco. Luego manifiesta que va a ir a la aldea para ver si encuentra a alguien para que yo pueda ponerme en camino hoy mismo. Y se va, tomando por el puente de madera.

Yo voy a dar una vuelta por la ensenada. En los bajíos, las aguas son vivas. Centellean bajo el sol, pero, en los rincones umbríos, son oscuras y tranquilas y parecen recelar innumerables peligros. En la orilla, la vegetación es de un lujuriante casi exagerado, de un verde poco menos que negro, y exhala una humedad inquietante: uno se imagina al punto que el lugar está infestado de serpientes. Alcanzo la otra orilla cruzando a mi vez el puente de madera. Detrás de la floresta se embosca una aldehuela de cinco o seis altas casas antiguas de madera cuyas paredes de tablas y vigas están renegridas por el exceso de humedad debido probablemente a las abundantes lluvias.

Una calma perfecta reina en la aldehuela, ni la menor voz humana. Las puertas de las casas están abiertas de par en par, en las galerías sin barandilla se amontonan hierbas secas, herramientas, pedazos de madera y bambúes. Me dispongo a entrar en una casa para echar un vistazo, cuando de pronto un perro de negro y ceniciento pelaje salta hacia mí ladrando ferozmente. Retrocedo a toda prisa y vuelvo a la otra orilla. Me sumerjo entonces en la contemplación de las gigantescas montañas verdegrises expuestas al sol detrás del pequeño edificio de la estación de vigilancia.

A mis espaldas resuena la risotada de una mujer que llega por el puente. Sobre su hombro baila una palanca en la que se enrosca una gruesa serpiente de cinco o seis pies de largo que agita la cola. Es evidente que me hace una señal, pero no comprendo lo que grita más que al acercarme al río:

– ¡Eh!, ¿Me compra mi serpiente?

Y sin esperar la respuesta, se echa a reír de nuevo, y luego coge la serpiente con una mano y la levanta hacia mí con su palanca. Felizmente, el jefe de la estación llega a tiempo y le grita en tono de reproche:

– ¡Lárgate a tu casa! ¿Entendido? ¡Vamos, deprisa!

De mala gana, la mujer retrocede hasta el puente y se aleja obedientemente.

– Es una perturbada. Tan pronto ve llegar a un extraño, maquina algo.

Él ha encontrado a un campesino que me servirá de porteador y de guía. Tiene cosas aún que hacer en su casa, pero a continuación preparará arroz y verduras para varios días. Yo puedo partir primero y luego él se reunirá conmigo. Los montañeses conocen bien el camino, mi guía me alcanzará rápidamente con las provisiones. No hay más que un único sendero, por lo que no tiene pérdida. Más lejos, a siete u ocho lis, se encuentra una mina de cobre que fue temporalmente explotada y luego dejada abandonada hace mucho tiempo. Si no veo llegar a mi hombre, siempre puedo descansar allí.

Me aconseja asimismo que deje mi mochila, el campesino ya me la traerá. Y a continuación me entrega un bastón que me evitará esfuerzos en la subida y me permitirá ahuyentar a las serpientes. Por último, me recomienda que mastique un trozo de la raíz que me ha dado. Me despido, él agita la mano en dirección a mí y se mete en su casa. Su cabeza achatada, su semblante moreno y flaco, su rostro cubierto por una barba incipiente han desaparecido.

Y ahora no puedo dejar de pensar en él, en su actitud completamente desinteresada hacia la vida. Y pienso también en la orilla oscura, del otro lado del puente, en las casas de madera renegrida de la aldehuela, en el perro ladrador de negro y ceniciento pelaje, en la mujer que juega con una serpiente sobre su palanca; todos parecen querer decirme algo, así como la gigantesca montaña detrás del pequeño edificio; tengo la impresión de que se desprende de ellos un encanto inmenso, sin que pueda penetrar en su sentido.

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Avanzas por el barro, mientras cae la llovizna, el camino está tranquilo y silencioso, salvo por el ruido de succión de tus pasos sobre la tierra mojada. Le aconsejas que camine por allí por donde el suelo está más duro, cuando oyes un batacazo. Te vuelves y la ves tendida en el barro, con un brazo apoyado en el suelo, el rostro descompuesto. Te apresuras a ayudarla, pero ella patina una vez más y se ensucia con su manchada mano. Le aconsejas que se quite de una vez por todas los zapatos de tacón alto, ella se echa a llorar lastimeramente y se sienta de lleno en el barro. Tú le dices que no pasa nada porque esté sucia, que no es nada grave, que hay que encontrar una casa para lavarse, pero ella se niega a seguir.

Típico de las mujeres, dices tú. Quieren subir a la montaña, pero sin pasarlo mal.

Ella dice que no hubiera tenido que seguirte nunca por este condenado sendero.

Tú le dices que en la montaña no sólo hay bellos paisajes, sino que también está la lluvia y el viento. Ya que ha llegado hasta aquí, no tiene por qué lamentarse de nada.

Ella dice que la has engañado, que no se ve nunca a nadie por el camino que lleva a esa condenada Montaña del Alma.

Tú dices que si son seres humanos lo que ella quiere ver y no montañas, que ya ve bastantes en las calles, en la ciudad. Para ello no tiene más que ir a pasearse por un supermercado, en la sección de repostería o de cosmética, allí donde las mujeres encuentran su felicidad.

Entonces ella rompe a sollozar cubriéndose el rostro con sus sucias manos, como un niño que se pone muy triste. Tú te apiadas de ella, la obligas a levantarse y la sostienes para avanzar.

Dices que, de todos modos, no conviene quedarse allí bajo la lluvia, que más lejos tal vez haya una casa, que en esa casa seguro que hay un fuego, que si hay un fuego habrá calor, que no se sentirá ya tan perdida, que encontrará un poco de alivio.

Tú, por supuesto, sabes que detrás de esos muros deteriorados, los hogares estarán sin duda en ruinas y que las ollas estarán herrumbradas desde hace mucho tiempo. En este cerrillo invadido por los hierbajos, detrás de las tumbas donde hay prendidos unos banderines de papel descolorido, nadie podrá oír los lamentos del fantasma de una mujer. ¡Cómo te gustaría, en este concreto instante, encontrar una casa en la montaña para poderte poner unas ropas secas y limpias, sentarte en un sillón de mimbre delante del fuego, con una taza de té caliente en la mano, frente a la lluvia que cae del alero, y contarle a ella una historia para niños que no tuviera ninguna relación con el mundo de los humanos! Ella sería la niña buena de un montañés solitario y se acurrucaría contra ti, sentada en tus rodillas.

Dirías que el genio del fuego es un chiquillo rojo totalmente desnudo al que le encanta gastar bromas. Aparece siempre en los bosques recién talados. Remueve intencionadamente la espesa capa de hojas secas y, a culo pajarero, trepa y salta entre las ramas.

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