Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

– ¿No es usted de aquí?

Su rostro ceñido por el pañuelo estaba colorado por el frío. Desde que ando por estas montañas, no he visto en parte alguna una muchacha de tan esplendorosa belleza. He querido pincharla un poco:

– ¿Acaso cree que los montañeses son incapaces de pedir excusas?

Ella se ha puesto todavía más colorada.

– ¿Está usted también de cursillo? -me ha preguntado.

A mí me incomodaba decirle que habría podido ser su profesor.

– He venido a sacar unas fotos.

– ¿Es usted fotógrafo?

– Si así lo quiere.

– Nosotros venimos a recoger muestras. ¡Aquí el paisaje es verdaderamente magnífico! -ha exclamado ella.

– Es muy cierto.

A fin de cuentas, yo no soy en verdad más que un esteta. Imposible no sentirse emocionado al ver a una muchacha tan hermosa.

– ¿Le puedo sacar una foto?

– ¿Con mi paraguas abierto? -ha replicado ella al punto haciendo girar su pequeño paraguas rojo.

– Pero mi carrete es en blanco y negro.

No le he explicado que en realidad llevaba un carrete de profesional.

– No importa, las verdaderas fotografías artísticas se hacen siempre con carretes en blanco y negro.

Daba la impresión de saber de lo que hablaba.

Ha salido conmigo. Unos pequeños copos de nieve revoloteaban por los aires. Se protegía del viento con su paraguas de color rojo vivo.

Por más que estemos ya en el mes de mayo, la nieve de esta vertiente no se ha fundido por completo. En las zonas en que aún queda una poca, brotan por doquier las florecillas púrpura de la fritilaria, y a veces matas de telefios rojos; bajo las peñas desnudas, unas plantas de artemisia extienden sus tallos verdes vellosos en los que se abren pujantes flores amarillas.

– Póngase allí -le he ordenado.

En segundo término, las montañas nevadas que habían relumbrado por la mañana no eran más que siluetas en medio de la grisalla formada por los finos copos.

– ¿Está bien así?

Ella inclina la cabeza, se pone en pose. El viento redobla su violencia y le impide mantener derecho su paraguas.

Está aún mejor así, tratando de resistir al viento.

Delante de nosotros discurre un riachuelo cuajado por el hielo. En la orilla, enormes botones de oro se abren en una extraordinaria exuberancia.

Ella ha exclamado señalando al río:

– ¡Vayamos abajo!

Ella corre pugnando contra el viento con su paraguas. Yo he puesto el zoom. En contacto con su respiración, los copos se transforman en vaho. Sobre su pañuelo y su pelo resplandecen unas gotas de agua. Le he hecho una seña.

– ¿Ya ha terminado? -exclama ella en medio del viento.

Unas finas perlas de agua brillan en sus cejas. Ahora está perfecta. Por desgracia se me ha acabado el carrete.

– ¿Puede enviarme estas fotos? -me ha preguntado llena de esperanza.

– Sí, si me da su dirección.

Ella ha vuelto a subir al autobús y me ha alargado por la ventanilla una página arrancada de su cuaderno en la que ha anotado su nombre y el número de su calle en Chengdu. Me ha gritado que sería bienvenido en su casa y me ha saludado con la mano.

Más tarde, de paso por Chengdu, fui a esa calle. Me acordaba del número, pero no me detuve. Y nunca le he enviado sus fotos. Al hacer revelar todos mis carretes, no he hecho sacar más que unos pocos clichés de ellos, tan sólo aquellos que podían tener alguna utilidad para mí. No sé si algún día los revelaré e ignoro si esta muchacha seguiría siendo tan turbadora sobre el papel.

En el Huanggang, pico principal de los montes Wuyi, he fotografiado, en el límite de los pastos, un soberbio alerce solitario en un bosque de coníferas. A media altura, el tronco se dividía en dos ramas casi horizontales, como un halcón gigante que despliega las alas para emprender el vuelo. En medio de las alas, una rama hacía pensar en la cabeza inclinada de un ave, con la mirada fija hacia abajo.

La naturaleza es extraña. Puede crear tanto belleza como fealdad. Al sur de la zona de protección de la naturaleza de estos mismos montes Wuyi, he visto un torreya de China inmenso y decrépito, totalmente hueco, en el que pueden anidar las serpientes pitón. Del tronco de un negro metálico se elevaban lateralmente algunas ramas en las que temblaban unas hojitas de un verde oscuro. En la puesta del sol, cuando el pequeño valle estaba envuelto en la sombra del atardecer, se alzaba en medio del mar de bambúes de un verde tenue aún iluminado. Sus ramas rotas, negras y podridas, se desplegaban en todos los sentidos cual maléficos demonios. He revelado esta foto, y, cada vez que la veo, me embarga la mayor de las tristezas, no puedo mirarla largo rato. Me he dado cuenta de que removía en mi interior los aspectos más sombríos de mi alma, los que a mí mismo me aterran. Y, de todas formas, ya sea tanto delante de la belleza como de la fealdad, no puedo sino echarme atrás.

En los montes Wudang he visto probablemente al último viejo maestro taoísta de la secta de El Veraz, una especie de encarnación de la fealdad. Me informé al respecto en el llamado Viejo Campamento. Al otro lado de un muro que resguarda unas estelas dedicadas a un emperador Ming y destruidas por las guerras, vive en una casucha medio en ruinas una vieja monja taoísta. Le he preguntado sobre el período de esplendor en el que el templo era aún rico y hemos acabado hablando de la doctrina taoísta. Ella me ha informado de que no quedaba más que un solo viejo maestro de la secta de El Veraz, que tenía más de ochenta años y que nunca bajaba de las montañas. Se pasaba todo el año en el templo del Tejado de Oro y nadie era capaz de sacarle de allí.

Al despuntar el día, he partido en el primer tren para Nanya y he subido por un camino de la ladera de la montaña en dirección al Tejado de Oro, donde he llegado pasado mediodía. En la cima, el tiempo estaba cubierto y frío, no había ningún paseante. He circulado por un laberinto de desiertos pasillos. Las salidas estaban cerradas, sólo una pesada puerta claveteada se encontraba entreabierta. He tenido que sacar fuerzas de flaqueza para empujarla. Un anciano de cabellos y barba hirsutos que estaba cerca de un brasero se ha levantado. Muy alto y fuerte, con el rostro negro y un aspecto terrible, me ha preguntado brutalmente:

– ¿Qué hace usted aquí?

– Perdone, ¿es usted el señor de estos lugares? -he preguntado yo lo más cortésmente posible.

– ¡Aquí no hay ningún señor!

– Sé que este monasterio no ha reanudado aún sus actividades, pero ¿es usted el antiguo superior de estos lugares?

– ¡Aquí no hay ningún superior!

– En ese caso, disculpe usted, ¿es monje taoísta?

– ¿Y qué puede importarle a usted si soy monje o no?

Frunce el ceño de cejas entrecanas alborotadas.

– Perdóneme, ¿es usted de la secta de El Veraz, no es así? He oído decir que únicamente aquí, en este templo, quedaba un…

– ¡Me traen sin cuidado las sectas!

Sin esperar a que hubiera terminado, me ha echado afuera empujando la puerta.

– Soy periodista -me he apresurado a explicar yo-. Ahora, el Gobierno ha dicho que había que aplicar una nueva política respecto a los asuntos religiosos, ¿no cree que puedo serle de ayuda dando a conocer su situación?

– ¡Me traen sin cuidado los periodistas!

Y me ha cerrado la puerta en las narices.

En aquel momento me he percatado de que cerca del hogar había sentados también una anciana y una muchacha, tal vez su familia. Sabía que los monjes taoístas de la secta de El Veraz pueden tomar mujer, tener hijos e incluso practicar las artes amatorias. No puedo dejar de sospecharlo aviesamente. Con sus dos grandes ojos abiertos de par en par bajo sus pobladas cejas alborotadas, su bronca y sonora voz, debe de ser un apasionado de las artes marciales. No es de extrañar que nadie se haya atrevido a establecer contacto con él desde hace tiempo. Sin duda yo no sacaría nada más llamando de nuevo a su puerta. Por un angosto sendero cerrado por una cadena, bordeando el acantilado, he llegado al templo del Tejado de Oro construido enteramente en cobre amarillo.

100
{"b":"101264","o":1}