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– ¿Piensa realmente que mi padre se expresa de esa manera? -preguntó la mujer con la voz fría como el hielo.

Me eché hacia atrás y lancé una carcajada desagradable.

– Si lo desea, puedo pulir un poco el diálogo.

Ella recogió sus cosas y se corrió a lo largo del asiento.

– Quisiera hacerle una advertencia dijo muy lentamente y recalcando las palabras-, una advertencia muy simple. Si usted tiene esa opinión de mi padre y la anda pregonando por ahí, su carrera en esta ciudad será muy breve y terminará en forma súbita.

– Perfecto, señora Loring, perfecto. Esa manera de hablar la he adquirido en los ambientes legales y en el bajo fondo. Las palabras cambian, pero el significado es el mismo. Termine con eso. He venido aquí a beber un gimlet porque un hombre me lo pidió. Ahora míreme. Prácticamente estoy sobrio.

Se levantó y me hizo una leve inclinación de cabeza.

– Tres gimlets. Dobles. Puede ser que esté borracho. -Dejé caer el dinero sobre la mesa y me puse de pie.

– Usted bebió uno y medio, señora Loring. ¿Y por qué lo hizo? ¿Algún hombre se lo pidió también a usted o fue idea suya? Ha soltado un poco la lengua.

– ¿Quién sabe, señor Marlowe? ¿Quién sabe? ¿Quién sabe realmente algo? Hay un hombre del otro lado del bar que nos está observando. ¿Lo conoce?

Miré alrededor, sorprendido de que ella se hubiera percatado. Vi a un tipo flaco y de tez morena, sentado en el último taburete, cerca de la puerta.

– Se llama Chick Agostino. Es el guardaespaldas de un jugador aventurero llamado Menéndez. Vamos a darle una trompada y ponerlo como nuevo.

– Creo que usted está borracho -dijo ella rápidamente y comenzó a caminar hacia la salida. Yo la seguí. El hombre giró sobre el banco y se puso a mirarnos. Cuando llegué frente a él me acerqué por detrás y lo agarré rápidamente por los sobacos. Tal vez estuviera yo un poco borracho.

El hombre se dio vuelta, enojado, tratando de soltarse y bajó del taburete.

– ¡Cuidado, chico! -gritó. Por el rabillo del ojo vi que la señora Loring se había detenido justo antes de llegar a la puerta para echar una ojeada hacia atrás.

– ¿No trae revólver, señor Agostino? ¡Qué imprudencia! Es casi de noche. ¿Qué pasaría si se viera en un apuro?

– ¡Largo de aquí! -exclamó furioso.

– ¡Ah! Esa expresión la sacó del New Yorker.

Torció la boca pero no se movió. Lo dejé y seguí a la señora Loring, quien franqueó la puerta y se detuvo debajo del toldo del bar. Un chófer negro y de cabellos grises la estaba esperando conversando con el cuidador de autos. El chófer saludó con la gorra y se alejó; al cabo de un momento volvió una limousine Cadillac resplandeciente. Abrió la puerta y la señora Loring subió al coche. El chófer cerró la puerta como si estuviera cerrando la tapa de un estuche de joyas. Dio la vuelta alrededor del coche para sentarse en el asiento delantero.

Ella bajó la ventanilla y me miró, medio sonriente.

– Buenas noches, señor Marlowe. Ha sido muy agradable… ¿o no?

– Tuvimos una buena pelea.

– Querrá decir que usted la tuvo… y casi todo el tiempo consigo mismo.

– Generalmente pasa así. Buenas noches, señora Loring. ¿Usted no vive cerca de aquí, no?

– No exactamente. Vivo en Idle Valley. En el extremo del lago. Mi esposo es médico.

– ¿Por casualidad conoce usted a alguna persona llamada Wade?

Ella frunció el ceño.

– Sí. Conozco a los Wade. ¿Por qué?

– ¿Por qué se lo pregunto? Son las únicas personas que conozco en Idle Valley.

– Comprendo. Bueno, buenas noches otra vez, señor Marlowe.

Se recostó en el respaldo, el Cadillac comenzó a deslizarse majestuosamente y se perdió en medio del tránsito callejero.

Al darme vuelta, casi tropecé con Chick Agostino.

– ¿Quién es la muñeca? -preguntó con gesto de mofa-. Y la próxima vez que se haga el vivo lo pasará mal.

– No es nadie que querría conocerlo a usted -repliqué.

– Bueno, muchacho inteligente. Anoté el número del coche. A Mendy le agrada saber cositas como éstas.

La puerta de un auto se abrió de golpe. Un hombre de unos dos metros de altura y uno de ancho bajó del coche miró a Agostino, dio un paso largo y con una mano lo agarró del cuello.

– ¿Cuántas veces tengo que decirte, infeliz, que no andes dando vueltas alrededor de donde estoy comiendo? -vociferó.

Sacudió a Agostino con fuerza y de un empujón lo arrojó contra la pared. Chick se enderezó, tosiendo.

– La próxima vez -aulló el gigantesco tipo -puedes estar seguro de que estallarás como un cohete y créeme, muchacho, que te recogerán con cucharita.

Chick sacudió la cabeza sin decir nada. El grandote lo perforó con la mirada y sonrió en forma burlona.

– Linda noche -dijo y entró en el Victor.

Observé que Chick volvía a recuperar algo de su compostura.

– ¿Quién es su compañero? -le pregunté.

– Big Willie Magoon -contestó con voz pesada-. Pertenece a la patrulla contra la inmoralidad, se cree que es un tipo duro.

– ¿Quiere usted decir que no está seguro? -le pregunté cortésmente.

Me miró con ojos inexpresivos y se alejó. Saqué el coche del estacionamiento y me dirigí a casa. En Hollywood puede pasar cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa.

Capítulo XXIII

Un Jaguar de líneas bajas y alargadas pasó rápidamente a mi lado, dio vuelta alrededor de la colina y aminoró la marcha para no cubrirme con el polvo proveniente de la media milla de camino descuidado que había a la entrada de Idle Valley. Parecía que ese tramo hubiera sido dejado en ese estado a propósito pata desanimar a los paseantes domingueros acostumbrados a correr en las supercarreteras. Alcancé a divisar de una ojeada un pañuelo de colores brillantes y un par de anteojos oscuros. Vi una mano que me saludaba con ademán casual, de vecino a vecino. Después el polvo se deslizó a través del camino y fue a sumarse a la capa blanca que cubría la vegetación circundante y el césped quemado por el sol. Al cabo de unos instantes más de marcha el camino mejoró, el pavimento estaba en inmejorables condiciones, limpio y bien cuidado. Grandes robles bordeaban el camino como si tuvieran curiosidad por ver quién pasaba y los gorriones de rosadas cabezas revoloteaban entre las hojas, picoteando en uno y otro lado.

Después comenzaron a aparecer algunos álamos, pero no eucaliptos. En seguida, una tupida plantación de álamos Carolina, que casi tapaban una casa blanca como si fuera un gran biombo. Apareció una joven que cabalgaba a un costado del camino. Llevaba pantalones y una camisa de color chillón. El caballo parecía cansado, pero no tenía espuma en la boca y la joven le canturreaba suavemente. Detrás de una pared de piedra se veía a un jardinero que manejaba una máquina de cortar césped en un enorme parque ondulado que terminaba a lo lejos en el pórtico de una mansión estilo colonial Williamsburg, una mansión muy grande, tamaño especial de lujo. En alguna parte alguien estaba tocando ejercicios para la mano izquierda en el piano.

Dejé todo aquello atrás y el resplandor del lago brilló con fuerza. Comencé a observar los números colocados sobre los portones. Había visto la casa de los Wade una sola vez en la oscuridad. No era tan grande como me había parecido aquella noche. El camino para autos estaba repleto de coches, de modo que estacioné al costado del camino y caminé hasta la entrada. Un mayordomo mexicano, de chaqueta blanca, me abrió la puerta. Era un mexicano delgado, apuesto, de aspecto prolijo; la chaqueta le sentaba muy bien y parecía un hombre que gana cincuenta dólares a la semana sin matarse trabajando.

Habló en español:

– Buenas tardes, señor. -Sonrió y agregó-: Su nombre, por favor.

– Marlowe -le contesté y agregué-: ¿A quién está tratando de impresionar? Hablamos por teléfono, ¿recuerda?

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